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Cacería cíclica

“El pez grande se come al chico”
Sentencia popular

I

Muh deambulaba por los recodos de lo que fue, en tiempos ya pasados, su hogar.

Ahora, era la presa. El cazador lo seguía demasiado cerca, lo husmeaba, destruía sus madrigueras y escondites. Muh sabía que su tiempo había llegado a la senda final. No existía escapatoria, y los Dioses del Agua y la Niebla habían dejado de responder a sus preguntas miles de lunas atrás. Por eso, abrió sus ojos púrpuras y esperó el golpe.

El disparo le llegó como en cámara lenta: apenas un relámpago de dolor que laceraba su piel casi transparente. Por un breve instante, intentó escapar de la red eléctrica que el cazador había lanzado sobre su cuerpo herido… pero pronto dejó de debatirse. Muh comprendió. Era el Precio Justo… Durante demasiados eones había postergado aquel instante de liberación y perdón definitivo.

Lentamente se dejó arrastrar al vacío.

El sabor amargo de sus líquidos le bañó el cuerpo. Convulsionó. La herida era grave. No necesitaba ver para saberlo. Ciego, arrastró sus apéndices táctiles que le colgaban como cuernos débiles de la frente para medir el tamaño del agujero de fuego que le quemaba las entrañas.

Inmenso como un cráter de prajaluna. Doloroso.

Chilló de terror.

El agua escapaba por el agujero de su vientre, y Muh sentía cómo su cuerpo iba convirtiéndose en una delgada capa de piel y algunos huesos tan finos como la niebla. Intentó que sus líquidos no continuaran abandonándolo… En vano. Poco le faltaba para estar tan seco como una raíz de aquel Invierno Rojo de la Conquista que ya se extendía a varias lunas.

No pudo continuar pensando. Trozos de sus entrañas cayeron sobre la tierra reseca de su mundo.

Convulsionó otra vez, pero ya no sentía nada, ni siquiera los espasmos de su propio cuerpo. Luego se quedó quieto. Ya había caído en el abismo, y la inconsciencia lo llevaba cada vez más hacia abajo. No podía reptar, ni escapar del cazador.

—Me muero —susurró con un hilillo de voz, mientras la mano del cazador hurgaba en sus líquidos más profundos, pero sin causarle, extrañamente, más sufrimiento—. Los Dioses-Muerte de la Niebla se han compadecido al fin de mi soledad… El último sobreviviente de Luxo…

Miles Artsixten avanzó. Los chillidos de la presa moribunda le herían los tímpanos. Eran semejantes al sonido de las flautas de pan con que las mujeres de la Tierra amenizaban las fiestas, pero mucho más penetrante. Miles pensó que si tuviera que escuchar aquel lamento de perro enfermo por unos minutos terminaría enloqueciendo y disparándose a sí mismo con tal de terminar aquel suplicio sonoro.

—Chist… bicho…

Las manos le temblaban. Ciertamente, no sería un tiro certero. Aquella mañana de persecución y cacería habían agotado sus sentidos hasta la extenuación. Sólo deseaba que el día se terminara de una vez por todas y volver al refugio —no siempre cálido— de la Base, con una presa en buen estado de conservación.

Si se secan por completo antes de la muerte, recordó Miles, la piel no sirve de nada. Pura mierda incapaz de ser reciclada ni como pulpa para abrigos.

Volvió a hurgar en el agujero negro que perforaba la carne del animal aún moribundo y, para su alivio, comprobó que si bien el disparo había perforado algunas de las bolsas de agua —testículos líquidos, como solían decir medio en broma los cazadores veteranos-, al menos conservaba intactas una decena. Las suficientes. No había perdido su tiempo como un idiota corriendo por los bosques de aquel planeta infernal de árboles cónicos cuyas hojas parecían burbujas azules y rojas, ni escuchando el gemiquear constante de las plantas que pisaba en su carrera. Al menos, esta vez los veteranos no se burlarían de él. No demasiado.

Con una sonrisa de felicidad sin límites, Miles preparó la última carga que había reservado para la cacería de aquella tarde. Lentamente, como un gourmet que degusta el mejor de los platos. Ahora que sabía que las bolsas de agua estaban a salvo podía demorarse e, incluso, disfrutar el momento.

Luego apoyó la boca del arma sobre la cabeza casi traslúcida del animal. Era importante no disparar a tontas y locas, puesto que podía perder toda la paga de aquel día y su tiempo miserablemente. Mi primera presa…, pensó alegre. Vamos a ver que dicen hoy los maricones de la Base, ¡y una mierda! Ochocientos megacréditos por esta piel, al menos.

Disparó por última vez, con la elegancia y la calma de los veteranos.

El animal lanzó un suspiro sordo, como si la flauta de pan hubiera sido aplastada accidentalmente y destrozada en mil pedazos ínfimos.

—¡Cállate ya! —gritó Miles, cubriéndose los oídos.

Ojalá la muerte de estos bichos pudiera ser silenciosa… Pero supongo que es demasiado pedir…, pensó con una mueca de desencanto.

Con sus botas de puntas de metal, tan duras como cuchillos, tocó el cadáver de la criatura que se encontraba desplomada a sus pies. Un hilillo de agua corrió sobre la tierra. Casi nada.

Entonces se hizo el silencio. Absoluto. Aplastante.

Los arbustos gemiqueantes del planeta dejaron de emitir su ulular. Miles podía sentir el peso de sus botas sobre las hojas. Rechinar metálico. El propio sonido de su lengua cuando la movía, inquieto, dentro de la boca. Pero nada más.

Un escalofrío como de niebla le recorrió el escroto. Necesitaba pronto de compañía humana, aunque sólo fuera la de aquellos idiotas de la Base. Necesitaba saberse a salvo y lejos de aquel cementerio silencioso.

Quién sabe, quizás sí extinguimos una especie. Quizás éste que maté haya sido el último…, pensó con la mueca de incredulidad de aquellos que no creen ni en sus propias palabras.

Pero en fin, ¿qué más daba? Aquellas eran las leyes arcanas de la supervivencia. Nadie juzgaría a la Tierra por expandir sus dominios más allá de las fronteras del espacio.

Era simple: los hombres habían resultado ser la criatura con mayores probabilidades de sobrevivir dentro de aquella guerra de la conquista, mientras que los primeros habitantes de aquel planeta corrían a esconderse como conejos asustados en sus cuevas- burbujas. Los humanos se habían limitado a cazar a los conejos y apoderarse de su mundo.

El pez grande se come al chico…

Miles sacó cuentas rápidamente. Los Pecios Imperiales de la Tierra habían explorado la galaxia durante siglos en busca de algún ser inteligente. En todo ese tiempo, sólo diez mundos de los descubiertos poseían el milagro de la vida… Una vida demasiado distinta a la esperada por los conquistadores: pigmeos arbóreos, animalillos mutantes cubiertos de escamas, insectoides que poseían dobles laringes y emitían los más increíbles sonidos dodecafónicos, siameses felinos que se apareaban a todas horas y en todos sitios… Miles sacó cuentas. A todos ellos los exterminamos. Fin.

-Un cazador jamás tiembla ante la pieza —se recordó a sí mismo, mientras cargaba sobre sus hombros el peso considerable de su presa—. ¡Malditos sean estos bichos asustados!

Caminó con paso seguro entre los bosques de burbujas y cristal, por primera vez silenciosos en mucho tiempo. Mientras, la cadencia adormecedora de los ríos rojos del planeta lo obligaba a moverse con más lentitud que de costumbre. Pensaba en su destino y en los años–salto que lo separaban de su hogar. Suspiró ansioso.

El esqueleto de hierro de las cabañas de los cazadores se alzó de repente ante sus ojos.

Miles penetró en la Base. Caminaba casi doblado por el peso de la bestiezuela muerta. Era, realmente, una presa valiosa. Su pase a integrar las filas de los veteranos. Su amuleto.

Una orgía de silbidos casi ensordecedora lo recibió. Los hombres aplaudieron su llegada y ensayaron las palabrotas festivas de costumbre, sin dejar ni por un minuto de sacarle filo a los cuchillos y recargar las diexs, aquellas cápsulas de veneno que más de una vez le habían salvado el pellejo a un veterano. No eran pocas las bestezuelas que a veces salían de entre los árboles de burbujas lanzando gritos ensordecedores, en una especie de emboscada ciega.

—Bravo, bravísimo, caro amicci —aullaron los cazadores, entre vítores y maldiciones—. Algunos ya pensábamos que Miles jamás nos traería una presa a casa.

—Vayan a joder a la puta de su madre —Miles escupió las palabras en un perfecto español, aunque muchos no comprendieron ni una sílaba y se limitaron a reírse de él. Al fin y al cabo, pocos entendían aún las lenguas–cuna que habían dejado de ser usadas hacía tanto tiempo ya—. Déjenme en paz, maricones.

Se alejó un poco del grupo. Desenfundó su propio cuchillo. Con cuidado, se hizo un sitio entre los cazadores veteranos —aquel lugar que hasta esa misma tarde le había estado tan vedado a él como al resto de los novatos del grupo—, e inició su faena. Las paredes metálicas de la Base refulgían, envueltas de súbito en el olor peculiar de la cacería y la carne muerta.

Son suficientes seis golpes de cuchillo sobre la piel grasosa de la bestia para desprenderla. Ocho. Diez. Graba su nombre sobre la carne con movimientos hábiles. La máquina curtidora hará el resto del trabajo.

—Y bien… —un veterano sonríe a la diestra de Miles, sin levantar los ojos de su propio quehacer sobre una presa— ¿Luchó…? ¿Fue interesante?

—¿El qué…?

—Esa cosa… —el veterano vuelve a sonreír y luego lanza una palabrota en alguna lengua muerta que Miles no comprende— ¿Qué coño hizo…? ¿Luchó?

—No. Fue una tarea… digamos que fácil.

—Semejante a todas las que hemos realizado en esta maldita colonia —le concedió el otro—. Algo de movimiento no nos vendría mal de vez en cuando… Nos estamos oxidando poco a poco, escucha lo que te digo. ¡Maldita sea la hora en que firmé los papeles para estar aquí, matando bichos inofensivos! Aunque ya que lo hablamos: mejor para nosotros, aunque la jodida paz silenciosa de este planeta termine friéndome el hemisferio izquierdo.

—Mejor para nosotros —Miles se dobló sobre su cuerpo. Comenzaba a sentir el cansancio que reptaba por cada uno de sus huesos—. ¿Y por qué el izquierdo?

—Porque sí, en cualquier caso. C’est le vie.

Una mueca le encoge el rostro a Miles como si fuera un viejo prematuro. Con gestos lentos recoge la piel, ya curtida y libre de agentes contaminantes, ante la llamada insistente de la máquina. La recorre con los dedos y aprende su textura que es a la vez áspera y deliciosa. Luego entra en su camarote.

Sabe que aquella piel puede hacerle la vida mucho más fácil dentro de la Base. El poder de los megacréditos, piensa Miles con una sonrisa de incertidumbre. Buena comida orgánica, y algún que otro placer fugaz en las máquinas simuladoras de contacto humano; nada demasiado sexual, sólo un abrazo bastaría. Como el de mi madre, vuelve a pensar. Como el de mi pobre vieja allá en la Tierra.

Una punzada de soledad lo estremece, pero aún así continúa extendiendo la piel sobre el suelo desnudo. Luego coloca los pies sobre ella. Es sorprendente la calidez que despide, su olor que es también el aroma de bosque, niebla y agua, como si toda la esencia de aquel planeta se condensara en aquel pedazo. Mares rojos, olas púrpuras, bosques de cristal. Piedras en formas de llama. Burbuja. Fuego. Miedo. Los ojos–sangre de las bestias.

Si tú pudieras ver todo esto, vieja…

Nostalgia.

Sus recuerdos lo sumen en el sueño, lo conducen a las arenas de la Tierra a la cual recuerda tan claramente como el primer día de ausencia. Ve la figura de su madre con su pañuelo grabado por la cruz azul de la Primera Iglesia Ortodoxa Naurì haciéndole una marca de la suerte sobre su propia frente sudorosa, y luego su mano en un gesto de adiós sin lágrimas.

Se atreve a soñar con su regreso a la Tierra, un poco más viejo y rico; los ojos asombrados de la madre que en su memoria no podrá envejecer ni un día más ni morir sin volver a verlo descender de uno de los Pecios Imperiales.

¿Qué podría regalarte, vieja?

La piel entre sus dedos está aún caliente, como si debajo de ella existiera vida.

Piensa en la artritis de la madre, que ni los más profundos rezos de la congregación pastoril de la Primera Iglesia Ortodoxa Naurì han podido curar. Recuerda aquellos dolores, y las noches cada vez más frías de la Tierra.

—Vieja… —musita y le parece verla envuelta en el calor corpóreo del trofeo, escuchando los mismos sonidos del misterioso planeta de ojos sangre y aspirando aquel extraño olor aroma de nacimiento y muerte.

Será para ella, piensa Miles, y ya sabe que no se deshará de aquella piel pase lo que pase.

Se duerme…

Sueña con bestezuelas que le miran con sus párpados abiertos y escarlatas.

Simplemente sueña.

Pronto volverá a la Tierra.

Tiene que ser así…

II

Él tuvo un hijo. Su nombre fue Dird —que en la lengua de la Iglesia Naurì significaba El Bendecido—, pero no lo vio crecer, ni sonreír, ni contemplar los bosques verdes de la Tierra.

Todo fue demasiado rápido: como la lluvia dolorosa que barre con los hormigueros y destruye con su paso el trabajo de generaciones de insectos.

Miles piensa que quizás fue preferible…

Ya ha estallado la guerra. Ha comenzado el espanto.

Sobre las ciudades domo de la Tierra el silencio va extendiéndose: primero lentamente, después apoderándose de todo. Oleadas de pánico y suicidio. Gritos que asaltan la noche. Naves que sobrevuelan los cielos como gigantescas manchas de agua.

Conquista. Muerte.

La Tierra ha caído en una red. El pez grande se come al chico. Las probabilidades de supervivencia han reducido al hombre y a sus más bellas creaciones a convertirse en un manojo de bestias escondidas en sus agujeros, que siempre dejan tras de sí miles de huellas imborrables. Huellas que son bien usadas por los cazadores que husmean, aniquilan… Aniquilan.

Mientras, los humanos se baten a solas con los residuos de su orgullo. Y aún muchos no admiten ser las presas.

¿Cómo nos ha ocurrido esto?, se pregunta Miles con una mueca de loco. Él, que tanto vio y que, sin embargo, no supo…

Colono, cazador… y ahora presa.

Porque mientras los hombres se afanaban en sus ideas de conquista y expansión por todo el universo conocido, la Tierra era atacada como una burbuja indefensa que ahora —quince años después— parecía estallar de un momento a otro. Las llamas barrían las ciudades y los campos, y era realmente tarde…

¿Los enemigos?

El pez grande se come al chico, recordó Miles con una sonrisa desnuda, tocándose el cuerpo cubierto de harapos de lo que alguna vez fue el uniforme de un soldado. Tres años atrás, su propia ciudad–domo había sido quemada como una casucha indefensa y los pocos sobrevivientes del encuentro con los invasores habían huido con esperanzas y recuerdos inútiles. Nada más.

¿Qué les queda por conquistar?, se lamentó Miles, mientras se frotaba las sienes adoloridas.

Había vagado de ciudad en ciudad durante varios años y cada una de ellas, como aplastadas por un terrible fatum, habían caído bajo el peso de los nuevos amos. Naves cónicas —que en ocasiones resultaban tan parecidas a las nubes que era imposible discernir si se trataba de un día lluvioso o de un ataque—, sobrevolaban los cielos para luego dejar caer una carga de plasma atómico que barría todo a su paso: hombres, campos, cosechas, domos.

Miles no dejaba de estremecerse por el déjà vu… Le parecía que era el último hombre que quedaba vivo en toda la Tierra.

Y comenzó a aceptar.

Supo que resistir era un esfuerzo inútil; que todas sus dudas y su dolor no eran más que un hilo sin importancia en el inmenso tapiz de la conquista. Había llegado el final de su tiempo.

Entonces inició un largo camino de vuelta hacia las ruinas de lo que fue, en tiempos ya pasados, su hogar. No quería que la muerte lo sorprendiera lejos, porque los escasos buenos recuerdos que aún conservaba estaban ligados, sin dudas, a aquel sitio donde las cenizas continuaban ardiendo, a pesar de los años que habían pasado.

Ahora conocía la sensación de huir y ser atrapado. Ser la bestezuela que los conquistadores —aquellos cíclopes gigantes que miraban al mundo desde la divinidad de su único ojo—, se afanaban en perseguir como a conejos.

Sordo por las explosiones constantes, Miles caminó. Veía a lo lejos las figuras oscuras de los cíclopes, cuyos ojos intensamente verdes buscaban aún el rastro de una presa.

Ojos verdes como faros que encontraron sus huellas de bestezuela.

Un guante de metal gigantesco señaló hacia Miles, y entonces él comprendió.

No quiero morir. No quiero morir así, le gritaron sus instintos.

Corrió. Corrió con todas las fuerzas que le quedaban, a pesar del hambre y la sed. Sus huesos famélicos parecían sonajeros que llevara escondidos bajo una capa simple de piel. Corrió por encima de las cenizas mudas, sin atreverse a mirar hacia atrás.

Una docena de nubes comenzaron a arremolinarse en el cielo, a cubrirlo de un extraño color metal. Miles pensó que se trataba de otro ataque, y que aquellas naves cónicas lo fulminarían silenciosamente, en pocos segundos… Pero no: era sólo la lluvia.

Entonces se detuvo.

Extendió los dedos.

No podía correr más. Sus pulmones eran fuelles malogrados que gemían pidiendo descanso. Y Miles se los concedió.

Es inútil… escapar, pensó mientras los pasos del cíclope se aproximaban cada vez más.

El conquistador gritó en su lengua inteligible. Miles alzó la mirada, pero apenas podía ver otra cosa que no fueran aquellas nubes de lluvia. No podía escuchar, ni entender nada. Se quedó quieto, con la garganta llena de dolor y una paz desconcertante deslumbrándole.

El disparo le llegó como en cámara lenta: un relámpago de fuego que chocó contra su carne y detuvo, tan sólo por un momento, los latidos de su corazón. Se desplomó lentamente, con un poco de dolor y rabia. No podía defenderse. No podía parar los golpes del cíclope.

Tosió.

Vomitó su propia sangre.

Un sudor frío le cubrió las extremidades y la frente.

—Al menos no seré el último… —dijo, con los dientes apretados por un dolor que atravesaba cada uno de sus huesos como una flecha.

Luego se quedó completamente inmóvil.

III

Shaist–elxer, ilustre ikku y namar, avanzó al encuentro de la presa derrumbada. Lo observó detalladamente: Son tan débiles estas… cosas, pensó con una mueca de desencanto. Aquella cacería no había sido ni siquiera emocionante. Apenas tocó al cadáver con el dorso de la mano: le parecía asqueroso.

Un ikku no podía regresar al Nido con semejante presa.

Tendré que buscar a otra, se lamentó un momento y maldijo en voz baja a aquel maldito planeta.

Luego caminó impasible sobre los pocos bosques que quedaban en la Tierra, muy cerca del sonido de las olas.

Quizás se detuvo por un segundo a escuchar, para descubrir de inmediato que no quedaba nada vibrando para sus oídos. Quizás aligeró su paso, mientras sentía los colores de la Tierra dibujarse en su memoria y un aroma peculiar que penetraba sus sentidos.

Olor de mares y fronteras. Olor de fuego y estaciones. Olor de vida y muerte que estallaba en los últimos recuerdos de su gloria.

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