Caballo con arzones
UNA DOBLE ILUSIÓN
En el inicio no fue una palabra o frase el origen de este devenir. Ni siquiera un balbuceo. Pongamos entonces una imagen como el verdadero punto de partida.
Una imagen.
Y una mujer.
La mujer no está en el interior de esa imagen. Sucede al revés.
Ella va en el asiento trasero del taxi. Un Chevrolet 55. Su techo es blanco; azul claro para el morro, guardabarros, portaequipajes, las puertas. Es mediodía y los cromos del auto casi hieren el ojo.
Un Chevrolet.
Restaurado.
Avanza despacio.
La mujer no conoce a quienes viajan a su lado. Tampoco al chofer. Por el momento esos detalles no importan. Solo debe interesarte la hora y el estado del tiempo.
Estamos casi a mitad de julio, un mediodía en el Caribe. Desde el Chevrolet ella me ve.
Ahora sería menester una digresión con la cual deberías padecer ese sol que se dobla en calor y luz al caer sobre el asfalto, también la intensa luz reflejada por las grises fachadas. La mujer y el taxi podrían formar parte del encuadre de una ciudad cualquiera. Pero es el verano, el Caribe y las 12:00 tanto para la mujer como para el contexto imaginado por ella.
Por cierto, a dos cuadras está el muro del Malecón, apenas corre la brisa y esta avenida es demasiado estrecha para tanto tráfico de autos y personas… No quisiera permitirme una oración en la cual se deslizara una vista panorámica del país, la ciudad, el municipio o el barrio. Dejemos a un lado la mugre, edificios en estática milagrosa, grietas ascendiendo como sierpes en las fachadas, gentes que visten a la moda y cuyas vestimentas no se ajustan a sus cuerpos, estudiantes uniformados, viejos mal alimentados o con sobrepeso, mendigos… Solo quiero que trates de sobrellevar el mismo bochorno padecido por mí al interior de la imagen de esa mujer que me observa. Soportar el calor, la humedad, el aire cargado del polvillo desprendido de los caserones en ruinas, del escape de los autos. El resto no importa. Al menos por el momento.
La finalidad del viaje de esa mujer es llegar al extrarradio… ¿Extrarradio o periferia? La finalidad del viaje de esa mujer es llegar al extrarradio, debe entonces tomar un segundo taxi. Allá vive. Una casa pequeña muy cerca del mar. Un pueblito sumido en el ocaso. Este otro detalle acerca del hogar y el viaje de la mujer ahora no importa. Solo debe interesarnos el hombre que va por la acera. Lleva gafas de aumento. Negra y plástica la montura. Es joven, negro. Suda a mares…
Tienes razón, es una frase manida. Pero es la que pensará la mujer.
El muchacho viste de azul y blanco. Sí, los mismos colores del Chevrolet. La mujer también lo advertirá. Incluso sonreirá.
Tras la imagen que estalla en su cabeza, la mujer, o el interior de la cabeza de la mujer, es un súbito flujo de palabras. Primero fue la luz o la imagen, luego el verbo. Estoy en ese continuo fluir, de una manera singular formo parte de su mapa de recuerdos. Ella me ve de azul y blanco y apenas demora en recordar la combinación de colores con la que pintaron el taxi. Y sonríe.
Cuando desde el taxi me deje atrás se quedará pensando en la frase “ese muchacho suda a mares”.
Debería consignar lo siguiente: el negro joven que soy no es exactamente el joven negro de su mapa de recuerdos. Por alguna razón me asocia con ese otro hombre. Quizá por los dreadlocks, las gafas o mis facciones. Ese a quien le recuerdo me dobla en edad y formó parte de su vida. Sin embargo no creo que a usted, en este devenir, esta sucesión de eventos de una vida entreverada en la de otra persona, le interese verdaderamente recordarlo. Ya se verá. Y si sucede el olvido entonces habrá, digamos, un vacío. Si no adviertes ese vacío el negro que me dobla en edad no es importante para este devenir. Ese hombre pudo haber sido su profesor en el bachillerato, ¿o acaso el vecino de los altos?, tal vez un amigo del padre, un tórrido amor fugaz, quizá una combinación que derivara al platonismo.
Ella me ha visto más de una vez. Incluso una tarde de otoño —si se ajusta la definición de otoño en nuestro contexto— compartimos uno de esos automóviles americanos de los 50’s. Ella sí es capaz de ubicar y reconocer mi rostro. Porque esa mujer no está, todavía, en el mapa de mi memoria. El mapa de mis recuerdos. Ahora solo veo demasiada gente y mucho tráfico y es alta la humedad y el calor y es una suerte vivir a pocas cuadras de Marina y San Lázaro… Una frase bien vulgar me ahorraría una digresión, una innecesaria digresión sobre julio y este país al mediodía.
Un breve y tórrido archipiélago.
Cuba.
La Habana.
Centro Habana.
San Leopoldo.
Y el visible extrañamiento en el lenguaje.
Una suerte de tamiz la curaduría en el lenguaje.
Un filtro para decantar, de lo real, lo verosímil.
Aunque no tenga sentido.
La incongruencia del dispositivo de enunciación respecto al contexto de la imagen.
Tienes razón, es imposible incluirla en un encuadre si la mujer no está en el mapa de mi memoria ni en el territorio descrito por ese mapa. ¿Un desliz? ¿Acaso es imposible narrarla si ella es nadie o nada para mí? ¿Sería de antemano un fracaso?
Tienes razón, implica un alto riesgo describir lo que nunca se ha observado. Entonces deberías aceptar lo siguiente: no soy ese joven de los dreadlocks y las gafas de montura negra, ese de azul y blanco sudando a mares, sino una mujer muy blanca de poco más de cuarenta años, lejana la huella del acné en las mejillas. Necesito espejuelos para leer de cerca. Viajo por veinte pesos en un automóvil americano blanco y azul construido en los años 50 del siglo pasado.
Por el momento solo sería capaz de revelarte que vivo en un pueblito en las afueras de la ciudad, sumido en el ocaso, rompe el mar sobre la roca a pocos metros de mi casa. Y nunca digo “las afueras”, tampoco “periferia”, sino “extrarradio”.
Por lo tanto soy una mujer. Una mujer real. Tengo una cámara fotográfica a la que llamo máquina fotográfica, porque justo es eso: una máquina para tomar fotografías.
Pero no soy el inicio de esta historia. En el inicio, recuerda, no fue el verbo sino una imagen.
Soy una mujer. Una mujer real que ha decidido traer a la memoria parte de su vida, para ello he construido una imagen. En ese constructo hay un auto americano, una mujer viaja en él; un hombre joven y negro, con gafas de aumento y dreadlocks, camina en la acera.
Soy esa mujer que ha pensado una máscara.
La máscara es el rostro y el cuerpo de un hombre.
La comodidad de llevar una máscara.
La habilidad en el uso de la máscara.
Soy la máscara.
Entonces puedo decir: soy el hombre de los dreadlocks y las gafas.
Y el libre fluir de su conciencia.
Y su voz.
Por lo tanto soy el verbo y el extrañamiento del lenguaje.
¿Soy una suerte de paradoja porque encarno lo que vino después? ¿Acaso soy una imagen o historia en estado larval que irá tomando forma y sentido por obra y gracia de mi propia voz, donde el cuerpo de un hombre es el mío?
Desanda el mapa de mi memoria sin saberlo.
Puestos a recordar, pongamos que su rostro sí está en mi mapa de los deseos.
Tentación,
dudas,
miedo.
Tendré que llenar un vacío. Demasiados espacios en blanco. Debo pensar, por ejemplo, su apartamento. ¿Cómo será la casa? Y los vecinos, el hambre y su rabia, ¿cómo serán?, y el dolor y sus miedos. Debo pensar la familia de este hombre aunque casi todos hayan muerto —la muerte como posibilidad, como certeza—. Debo saber cuál es su noción del amor —el amor como posibilidad, como certeza—. Y sus dudas. Y su disposición a mentir.
Sé de la necesidad de incluir otros detalles, esos que llegan a saberse en la intimidad. La verdadera intimidad. Si ese hombre está en el mapa de mis deseos… ¿Sus deseos podrían parecerse a los míos? Incluso podría entreverar en el devenir de ese hombre parte de mi vida:
Mi casa
El mar
Mis dudas
Los miedos
Mis muertos, todos mis muertos
La rabia
Mi noción del amor
¿Mis hijos también?
¿También mi perro?
Por el momento debes aceptar una convención o una doble ilusión: la de la mujer trigueña en el auto, muy lejana la huella del acné en su rostro; ella ha ejecutado un salto hacia atrás, un viaje a su memoria, exactamente regresa a un mediodía de julio, el día que vio en la avenida San Lázaro a un negro joven. El recuerdo de ese día en que me ve.
Digamos entonces, para propiciar la doble ilusión o el enmascaramiento: Sudaba a mares, la agonía que solo tendría fin una vez llegara al apartamento. Mi apartamento.
Isliada Editores. La Habana
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