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Botas rusas

Con sus botas soviéticas, lustradas con puro humo, Héctor afronta un día más en su escuela y encarna el personaje de Frondoso en la clase de Literatura, donde el coro repite: “Fuenteovejuna, señor”; y le sale inesperadamente tan bien —como si en sus entrañas habitase un actor que muestra sin querer su talento—, que todos lo aplauden, especialmente Gabriela.

—¿Nada nuevo? 

—Sí. El sábado hay una fiesta y el domingo nos espera el Robert —contesta Rony dando un par de brincos.

—¿Cómo coño vamos a trasladar ese saco, Rony? —interroga Héctor con aire preocupado.

—En una mochila, en tres viajes.

—¿Vale la pena?

—Confía en mí.

—¿Por qué he de hacerlo?

Héctor mira fijamente a Rony.

—Porque eres mi mejor amigo.

Rony ríe con desparpajo.

—¿Tienes una mochila?

—Y hasta un neceser de mi tía Lola. Yo pienso en todo.

Héctor, entre incómodo y ansioso, vuelve al mediodía al taller. Por dos pesos un tipo mal encarado y don nadie reduce los bordes de sus botas y, por otro peso, le vende una hoja para lijar. Pasa toda la tarde lijando hasta que desaparece el vinil oscuro que cubre las botas y con pintura, que su tío dejó en casa hace unos meses, altera poco a poco el color.

Mientras hace su alquimia, junto a la cerca, vuelve a soñar con Ana, con sus dientes parejos, con ese lunar que la torna exótica y su nariz perfecta. Si se volviera invisible, tal vez podría infiltrarse como una hormiga en su casa, en su cuarto que tiene un balcón lleno de begonias, acostarse a su lado sin ser visto y oler su cuerpo cuando duerma desnuda.

La soñaste una vez y al despertar estabas húmedo. Sólo esa vez, en ese sueño, ella te miró y lo hizo con ternura, y subieron a una moto, que era una Berjovina rusa con alas verdes de dragón. Volando iban sobre Holguín, en un domingo. La gente y las casas se veían tan pequeñitas que te inspiraron lástima, y siguieron volando y besándose en el vuelo.

Después estaban en una plaza, donde había olmos y un monumento que no puedes recordar. Ni a una sola persona vieron allí. Se besaron. Besos salobres, besos amargos. Una extraña melodía de The mamas & the papas vino desde las sombras. La besaste otra vez y ella se fue transmutando en arena, en granos de arena, en aire que se va.

Si ella se fijara en él, su proa seguramente cambiaría. Eso cree y la creencia lo sostiene esperanzado y, a veces, se adentra en la ciudad y recorre la calle donde Ana vive y se asombra mirando hacia un portón que nunca se abre, hacia un jardín solitario y luminoso, hacia un enigma. Ella nunca está y él regresa alegre, porque al menos pudo rozar ese sueño.

Ana es una ensoñación y Héctor cree encontrar sus ojos en los ojos de actrices de las películas del sábado por la noche, que ve con la esperanza de que aparezca algún grupo de rock, aunque sea de Europa del Este. Sueña con Ana y un confort nunca visto en su barrio, al que tan sólo adornan, en este húmedo atardecer, tres papalotes más azules que el cielo.

Y si te duermes, Héctor, y cuando amanezca tu casa es otra casa con muchas habitaciones de color blanco, y sales a la calle con un pitusa auténtico (un Levis o un Lee) y una manjata o un pullover que exhiba una foto de Supertramp o Suzi Quatro, y flote al fin tu melena en el viento. Y si te duermes y en la noche hay hechizos y se acaba de una vez esta angustia.

Y si te duermes y cuando amanezca estas calles dejan de ser de tierra y en vez de basura hay flores en las esquinas, y, en lugar de letreros mal escritos que convidan al trabajo voluntario, encuentras publicidades lumínicas donde se anuncie un concierto de Led Zeppelin. Y si te duermes hondo y despiertas con el sol y descubres a Ana, sin ropa, junto a ti.

Su padrastro no está, ha de llegar más tarde en bicicleta con medio saco de cemento robado en esa oscura fábrica donde trabaja. Lo verá quitarse la camisa frente al televisor, improvisando una discusión sin rivales sobre los juegos de beisbol; comer lo que haya en la cocina y, después, con un molde metálico y mezcla, fabricar cinco bloques en la intemperie.

En un siglo, podría edificarse toda una urbe con esos bloques fabricados en el clandestinaje; en cien años, parecerá una broma sumamente negra haber reprimido el rock con prejuicios ultramarinos, pero aún no llega esa época y hay que seguir lidiando con la furia cotidiana, las carencias y la pasión, que cruzan como un arado por el pecho de Héctor.

Se recuesta contra los bloques más viejos que forman ya un gran muro y que serán usados cuando el gobierno otorgue un permiso para poder construir y emerjan desde el aire, la magia y el mercado negro arena, grava, polvo de piedra y cabillas. Al menos, hay una ilusión o tal vez todo sea una ilusión, como estas botas pintadas de un rojo casi púrpura.

No quisiera estar ahí, en esa favela, entre vecinos hostiles y tráficos marginales para ir sobreviviendo. Sabe que no todos son malas personas, sabe también que ninguno comparte otro horizonte más allá del barrio, como si el barrio fuese un país sometido por la fatalidad y la reiteración de los fracasos. 

Eso piensa también de sus parientes: remolcan una cadena oxidada.

Los amigos de infancia seguro han de casarse con sus vecinas e intentarán urdir un cuarto o una choza junto a sus padres. Tendrán hijos y oficios mal pagados, deseos de que lleguen los carnavales para divertirse y alucinaciones por los juegos de beisbol que televisan, panzas antes de ascender a los cuarenta años y anécdotas sobre la cola del pan.

—Ya está la comida —oye a su madre con una frase que repite cada noche y él hace una mueca.

—¡No me interesa comer la misma porquería de siempre! Voy a juntar dinero para irme a un buen restaurant, donde comeré langostas y camarones.

—En ninguna parte venden aquí langostas y camarones. ¡Esto es lo que hay, malagradecido!

Antes, respetaba más a su madre. Ahora, no le duele decirle lo que piensa, gritarle alto todo lo que siente, y no sabe si el antiguo respeto se debía a la conmiseración por la escasez con que mal viven, aunque eso sería auto apiadarse, porque él también habita en esa pobreza y sabe que unas palabras de consuelo no remiendan la penuria.

Queda poca luz en el cielo y quiere aprovecharla en su experimento. Aún le falta poner pintura, que todo quede rojo, como dicen que es el color de un mar. Luego, en su minúsculo cuarto, hará pesadas tareas escolares, pero le alienta saber que mañana hay una fiesta y que aún puede leerse, bajo un tenue bombillo, algunas páginas de El corsario negro.

Ahí desea estar: dentro de un libro, dentro de una película, en acción incesante, en tramas más profundos y recompensas mayores que esta barriada lamida por la mugre, comer arroz con huevos u oír cómo ruge su padrastro cuando cansado duerme. 

Quisiera huir por una callejuela de adoquines, con faroles de amarillenta luz, que se agote al final en una playa llena de barcos.

Si perteneciera a otro siglo, se habría vuelto marinero. Le gusta el mar en un Holguín que transpira lejos de los litorales. Ha soñado con habitar sobre las aguas, fuera de la civilización, sin horarios homicidas ni reglas que obedecer más que lo imprescindible para sobrevivir en una casa-bote, a la que sólo podrían arribar pocos humanos y tal vez algún perro.

Nunca pensaste que estas cosas te pasarían. Les ocurre a otros. Los sucesos terribles les pasan a ellos, a quienes miras siempre en la distancia, pero ahora te están pasando a ti y no al vecino ni al pariente remoto ni a un personaje de la telenovela, Héctor. Estás enamorado y sabes, aunque no deseas reconocerlo, que no te corresponden, que te ignoran.

Con un clavo, dibuja un laberinto que semeja la piel de un caimán. “El lunes pensarán en la escuela que alguien me las trajo del extranjero y quizá Ana se fije en mí”, piensa en voz alta en el fondo del patio mientras su madre lo observa distante y compasiva. Tras un poco de aire, ya están listas las botas y, con clara de huevo, seguro brillan como charol.

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Botas rusas – Agustín Labrada Aguilera

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