Beretta
No fui a verlo al hospital, a pesar de que un amigo común me llamó por teléfono:
—Servando está muy grave.
Es durísimo eso de ir a ver a un hombre que una ha amado y encontrárselo lleno de tubos y conectado a una máquina. Además, ni se iba a percatar de mi presencia.
Aguardé la llamada del día siguiente. Como suponía, sonó el desconcertante timbre. Sólo pregunté:
—¿En qué funeraria está?
No me agradan los velorios pero era ineludible que fuera. Quería verlo por última vez. Parecía dormido, como la mayoría de los cadáveres, ya limpios y bien vestidos, dentro de una de esas cajas horribles donde semejamos un sueño reparador gracias a la eficiencia de los empleados necrológicos.
Había muchas personas. De ellas, conocía a pocas. Le habían puesto su uniforme militar, colocado encima sus medallas y el local apestaba a flores marchitas.
Me acerqué y escudriñé su rostro. Un escalofrío recorrió mi cuerpo: él me había sonreído. Aún bien muerto se burlaba de mi amor tonto, desde los lindes del mundo ultraterreno. Con mis dedos deposité un beso sobre el cristal.
Sentada en una dura silla —los sillones son para los familiares— escuché los comentarios. El amigo común se sentó a mi lado, ansioso de hablar, de explicarme lo que había pasado. Quizás se había dado cuenta de que no había preguntado lo usual en esos casos:
—¿Cómo fue?
Vano intento humano de explicarse lo inexplicable, desentrañando misterios, o queriendo hacer retroceder el tiempo con aquello de si hubiera ido de inmediato al hospital, si el médico o la enfermera hubieran tomado más interés… y cosas por el estilo, ante lo irremediable; si en definitiva, por cualquier azar o el transcurso de los años, todos terminamos igual.
—Servando era muy mujeriego.
Asentí. Nadie como él conocía de mi antiguo amor por el difunto. Ante mi silencio, continuó:
—¡Roxana está rematadamente loca!
—No la veo… —musité mientras hacía el intento de buscarla con los ojos entre los concurrentes.
—Está presa. Le vació el cargador completo de la Beretta…
Me sonó a mala palabra, debido a mi ignorancia sobre armas de fuego. Traté de imaginar cuántos disparos habrían sido, pero no me animé a preguntar.
Los dos recordamos la ocasión en que ella creyó haber visto desde un ómnibus a Servando en una moto con otra mujer, se tiró corriendo y apuntó con la pistola que llevaba, al infeliz, que por suerte se quitó el casco.
—Él no quería más nada con ella —acoté.
Afirmó nuestro amigo con la cabeza y comenzó a disertar una extraña teoría entre psicológica y filosófica sobre los celos. Le di la razón en todo. En realidad, compartí su opinión: nadie puede obligar a otro a que lo ame. Ni mucho menos caer en esos desmanes de algunas mujeres que acuden a cualquiera para hacer un “amarre”. Le conté la anécdota conocida por mí sobre Arcadio, el famoso babalao de Guanabacoa, a quien vino una esposa a verlo para “amarrar” al marido; y luego, al otro día, la amante para lo mismo. Resultado: el hombre se enteró (alguna de las féminas debió habérselo confesado) y le dio dos tiros al babalao, el que menos culpa tenía, así pasa. Por suerte, se salvó. Me escuchó con ojos de asombro. Riendo, concluí con una teoría muy propia:
—El mejor amarre a un hombre se hace en la cama.
Me acompañó en las risas, pero cuando se dio cuenta donde estábamos cerró la boca de inmediato y me dio la razón.
—Es una lástima que Servando no se casara contigo.
Un latigazo en la espalda no me hubiera hecho peor efecto, pero me encogí de hombros para restarle importancia al asunto. El volvió a despotricar contra Roxana:
—No lo dejaba vivir, y ya habían terminado hace tiempo.
—Pero fue muy duro para ella que él se divorciara de su esposa para casarse con otra; y luego, teniendo un hijo… —intercedí, soy muy solidaria con mi género.
—¡Qué va! Cuando ella salió embarazada, él se molestó, pero como Servando estaba loco por un varón…
—¿Una especie de chantaje emocional? Sin embargo, le salió el tiro por la culata.
Apreté los labios, no era el momento ni el lugar adecuado para hablar de tiros. Nuestro amigo guardó un respetuoso silencio durante unos segundos. No obstante, periodista al fin, volvió a la carga:
—Lo que no logro explicarme es por qué lo mató con una Beretta, si ella tenía su propia Makarov… supongo que los investigadores lo averigüen.
—Duelo entre policías —concluí de buen humor.
Por la cara de espanto de mi amigo, tuve que ponerme seria. Recordé cuando conocí al mayor Servando, en ese entonces era teniente y le gustaba piropear a cuanta mujer pasara por el frente de Empedrado y Monserrate, donde en ese entonces estaba Criminalística. En aquella época yo vivía en Empedrado y Aguacate, por lo que ese lugar era trayectoria obligada en mi recorrido hacia la escuela donde impartía clases de Literatura. Quién se lo diría a quien tantos crímenes investigó, ahora le tocaba que investigaran el suyo.
Cambié el rumbo de mis pensamientos, no lograría nada con los recuerdos. Pregunté ingenuamente:
—¿Y cómo supo Roxana que él estaba en ese momento con otra mujer?
Comprendí la indiscreción cometida: pero, periodista al fin, ensimismado en su dolor, no se percató. Siempre fueron excelentes amigos y vecinos, y le agradecía a Servando los cuidados que tuvo para con él durante su postoperatorio.
—Alguien la llamó por teléfono y se lo dijo.
—¡Ah! —suspiré— entonces seguramente ella salió corriendo y no llevaba su pistola encima.
—Sí, tienes razón —contestó aprobatorio— porque la Beretta pertenecía a Servando; un regalo por su eficiencia en el trabajo.
En ese punto de la conversación me era imposible quedarme callada; era más fuerte que yo.
—¿Y qué hizo la otra mujer?
—Saltó desnuda por la ventana.
—¡Qué espectáculo! —contesté saboreando las palabras.
Un digno final. No pude evitar un brillo de alegría en los ojos, así que disimulé con un pañuelito floreado, muy oportuno para este tipo de situaciones. Y nuestro amigo continuaba muy compungido.
Nos pusimos de pie, imitando a los demás, en instantes, partiríamos hacia el cementerio. Se escucharon los llantos y griticos de varias mujeres. Allí estaban las hijas, las ex esposas y quién sabe cuántas amantes. Me mantuve firme como en una parada militar, no soy dada a expresar mis sentimientos en público. Hasta a mi amigo se le escaparon unos sollozos, un poco histéricos, para mi gusto.
Después del entierro, donde otro militar, con muchas estrellitas en la gorra, nunca he aprendido las diferencias entre los grados, alabó las virtudes del difunto: padre ejemplar, hijo amoroso, oficial dedicado a su trabajo, sin importar las horas de sueño, y… muchas más, pero tuvo el buen tino de eludir lo de esposo ejemplar.
Ya de regreso en mi casa, cerré la puerta y di rienda suelta a mis emociones. Reí y lloré a la vez. Mi cómplice, desde su mudez, me censuraba, y lo descolgué. Ya no me interesaba que sonara.
María del Carmen Muzio. La Habana, 1947. Narradora e investigadora
Narradora e investigadora de temas históricos. Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas. Autora de las novelas policiales El camafeo negro (Editorial Capitán San Luis, 1989), Sonata para un espía (Editorial Capitán San Luis, 1990) y La cuarta versión (Editorial Capitán San Luis, 2000). Obtuvo la Primera Mención del Concurso de Literatura Policial Aniversario del Triunfo de la Revolución en 1989, y el Segundo Premio en 1991. Con el libro Los perros van al cielo obtuvo en 2000 el Premio de ese concurso en la categoría cuento infantil. Recibió Mención en el XV Concurso Internacional de Relato Policial Semana Negra de Gijón, España, 2002, con el cuento Una novela para Dostoievski, que fue incluido en la antología Confesiones (Nuevos Cuentos Policiales Cubanos), Ediciones Unión, 2011. Miembro de la UNEAC.