Site icon ISLIADA: Portal de Literatura Contemporánea

Belén Arazaluz sueña que mata a George Bush

Dispárenme como a Blancornelas

Dispárenme como a Blancornelas

Y, sin embargo, me doy cuenta de que estas narraciones vicarias,
que un nostálgico de sueños ignotos ha intentado imaginar, 
son tan sólo pobres suposiciones, pálidas ilusiones, inútiles prótesis. 

Antonio Tabucchi

La madrugada del 26 de octubre de 2002, Belén Arazaluz, reportera ensenadense, se sueña a sí misma planeando el asesinato de George Bush. El escenario de su sueño es la habitación del modesto hotel de San José del Cabo a donde llegó a dormir esa noche después de resignarse a que el viático aportado por el periódico no le alcanzaría para mucho más. El entorno onírico aparenta ser idéntico al del cuarto donde duerme y sueña. Acaso la única diferencia es que en su sueño Belén gira insomne sobre la cama mirando los números rojos del reloj digital que destellan en la oscuridad de la habitación. Un reloj idéntico al que brilla mientras la reportera lo sueña marcando las 4:03 a.m. Idéntica es también la lámpara empotrada sobre la pared, las sábanas verde pistache y el vaso medio vacío de agua sobre el buró.

La razón por la que está en Los Cabos tampoco es diferente en el sueño. Belén Arazaluz es una reportera de 28 años que ha sido enviada por el periódico El Vigía a cubrir la cumbre anual del Foro de Cooperación Asia Pacífico a celebrarse en Los Cabos, Baja California Sur. Los grandes hoteles del corredor turístico, ocupados en su totalidad por las delegaciones de los países participantes, son impagables para su siempre tacaño diario, así que Belén ha ido a buscar un alojamiento modesto en el centro de San José.

Al día siguiente —o mejor dicho dentro de unas horas— el presidente de Estados Unidos, George Bush, aterrizará en Baja California Sur a bordo del Air Force One, pero en el sueño de Belén el texano ya ha llegado a la península y está muy cerca de ella, a unos pocos metros, durmiendo, para ser exactos, en la habitación de al lado. En su sueño Belén tiene insomnio y da vueltas por el cuarto. La razón por la que no puede quedarse dormida es porque está planeando el asesinato del mandatario estadunidense que ejecutará cuando salga el sol.

La imagen del sueño se transforma en una pantalla dividida en dos. Del lado izquierdo se ve a Belén Arazaluz girando sudorosa sobre el colchón hostil; del lado derecho a George Bush durmiendo plácidamente sobre una cama igual. En un principio Belén no piensa en los detalles del asesinato que va a cometer y su sueño redunda obsesivo sobre el invisible cordón umbilical que une a un magnicida con su víctima. Su nombre quedará unido por la eternidad al de George Bush, como el de Lee Harvey Oswald ha quedado unido al de Kennedy, y el de León Toral al de Álvaro Obregón. El nombre del magnicida es una marca hecha con hierro ardiente en la biografía de gobernante asesinado. En los días o las horas previas al gran crimen, la futura víctima ocupa la totalidad de los pensamientos del futuro magnicida, mientras que el político, por regla general, no conoce ni hace en el mundo a su asesino. En su pantalla dividida, Belén representa en cuenta regresiva el correr de los minutos previos al asesinato. Bush duerme y ella planea. Dentro de muy poco se encontrarán.

De repente la imagen del sueño ha cambiado. Imposible saber si ya ha amanecido y hay que prepararse para ejecutar la obra. ¿O las imágenes forman parte del diseño de su plan repasado en el insomnio? El caso es que Belén Arazaluz se ha vestido de mucama y porta una charola con tazas de café y jugo de naranja. Lleva una falda azul corta, un delantal blanco y se ha amarrado el pelo en una escultural cebolla. Bajo el delantal lleva oculto un revólver. Belén se mira en el espejo del cuarto y se siente deseable. Lo que ve reflejado es la cachondísima imagen de una conejita o una pin up girl, una mucama de película porno a punto de ser desnudada. Aquello empieza a transformarse en un sueño erótico. Belén va al encuentro del hombre que va a matar, pero los nervios y el cosquilleo son los propios de aquel que se acerca a la furtiva encerrona con un amante. La sensación es idéntica a la que tuvo en su adolescencia, cuando soñaba que su padre se la cogía en la cocina de su casa y ella despertaba húmeda y culpable. Sabe que va a hacer algo muy peligroso, algo prohibido, pero sus nervios la están acercando demasiado a la excitación. ¿Tendrá esa carga erótica el instante previo al magnicidio?

Belén Arazaluz es consciente de que un presidente estadunidense tiene a su servicio agentes del servicio secreto, e intuye que debe haber muchísimos ocultos en el hotel y sus alrededores, pero, por alguna razón, burlar la vigilancia y lograr entrar a la habitación del mandatario no es un tema tan importante dentro de la historia. Le basta su traje de mucama para hacerse pasar como parte de la servidumbre y no despertar sospechas, si bien no debe burlar vigilancia alguna. En su sueño tampoco es sorprendente que el presidente se aloje en un hotel tan modesto. A Belén tan sólo le preocupa que el arma oculta tras el delantal no vaya a caerse a la hora de colocar la charola sobre la cama donde la aguarda el texano. Siente que se va a desnudar, o van a desnudarla, e irremediablemente el arma rodará por la alfombra.

Belén ya ha entrado a la habitación, pero entonces todo se transforma. El sueño se torna estático y silencioso. George Bush no está sobre la cama, sino dentro de una tina de baño antigua colocada en medio del cuarto; está tomando un baño de espuma y lleva una toalla amarrada a la cabeza. La imagen ha quedado congelada. Lo que Belén sueña no es una fotografía, sino una pintura neoclásica que representa a Bush sangrante en la bañera; su cabeza, envuelta en una toalla, yace caída sobre su hombro. Lo que más resalta es un brazo colgando fuera de la tina y el agua pintada de rojo. A unos metros está Belén con su traje de mucama cachonda. La pistola se ha transformado en un cuchillo manchado de sangre que Belén sostiene en su mano izquierda. Repara entonces en que ese es un cuadro de la revolución francesa pintado por un artista belga cuyo nombre ha olvidado. Bush, en la tina, es el incendiario gacetillero Jean Paul Marat y ella es la bella girondina Charlotte Corday que acaba de asesinarlo. Por su crimen será aprehendida y llevada a la guillotina cuatro días después. No recuerda en qué momento le enterró el cuchillo, pero se siente invadida por una calma postorgásmica. El cuchillo siempre será más erótico que la impersonal bala.

Belén-Charlotte mira a Bush-Marat hundirse entre las burbujas ensangrentadas, y piensa que tiene una sed inmensa y que no le importaría beberse entera el agua de esa tina aunque esté llena de jabón y sangre. Repara entonces en que no es necesario beber de la bañera, pues a un lado, en su buró, hay un vaso al que todavía le queda algo de agua, y ella aún está en la habitación del hotel, planeando el crimen que va a cometer mañana, pero la sed no la abandona. Si bebiera el agua, acaso las imágenes se disiparían y ella tomaría conciencia de estar sola en la habitación de un hotel barato, pero lo único real es la sed creciente y la imposibilidad de abrir los ojos. Por primera vez aparece un destello que le hace intuir que acaso Bush y la tina ensangrentada no sean reales; que Marat fue asesinado por Charlotte en 1793 y que Bush jamás escribiría dentro de una tina de baño ni sobre un escritorio, y en realidad bajo ninguna circunstancia.

En la oscuridad de la habitación brillan los números del reloj digital: 4:17 a.m. A tientas busca el vaso sobre el buró. Apenas queda un fondo y el agua está tibia. La sed no la abandona pero no tiene fuerzas para levantarse de la cama. Los vodkas de la noche anterior empiezan a cobrar factura.

Imagina o sueña que se levanta al baño y pega su boca al grifo del agua, pero en sus labios sólo está la almohada pegajosa por el sudor. Recuerda o sueña a su amiga Buenaventura Atondo explicándole que los sueños cuyo escenario es la habitación donde una duerme, son en realidad desdoblamientos del yo interior, una suerte de viajes astrales involuntarios. Fue también Buenaventura quien imaginó hace una semana lo del magnicidio.

Belén fue la más sorprendida cuando su director editorial le notificó que ella sería la enviada al foro de la apec. Aquella congregación de mandatarios en Baja California Sur sería la primera cobertura foránea de su carrera. Lo normal hubiera sido que enviaran a Víctor Hugo Rábago, el cuarentón reportero estrella de El Vigía, pero el director empezaba a estar harto de sus consuetudinarias borracheras, que solían tornarse más feroces e intensas cuando salía a trabajar fuera de Ensenada.

Cuando esa misma noche le contó a Buenaventura que iría a cubrir una cumbre con los líderes más poderosos del planeta, ésta no dudó en decirle que si el destino la pusiera a unos metros de George Bush, no dudaría en matarlo.

—Imagínalo Belén, te inmortalizarías como salvadora de la humanidad. Matar a Bush ahora, cuando está a punto de inmolar al Medio Oriente en un altar de sacrificios, sería el equivalente a haber matado a Hitler en 1938 —dijo Buenaventura mientras bebía un mezcal pendenciero.

Belén, por supuesto, no la tomó demasiado en serio. Buenaventura se define a sí misma como anarquista. En su adolescencia tocó el bajo en un par de agrupaciones de grindcore y crust punk, cuyas canciones sobre holocaustos nucleares e insectos radioactivos ella componía. Ahora conduce una ong (de la que ella es única integrante) dedicada a recoger perros de la calle. También practica el veganismo, sin hacerle asco a los tacos de tripa cuando está ebria. Irremediablemente acaba las veladas citando a los románticos anarcoterroristas rusos que mataron al Zar Alejandro ii. También está secretamente enamorada de Belén, pero eso no lo confiesa pues las anarquistas no se enamoran, si bien su vida parece tener sentido por el par de veces en que la ha besado en los labios en medio de sendas borracheras de las que Belén prefiere no acordarse.

Buenaventura peroró e insistió con necedad borracha en que ella no dudaría en asesinar al presidente de Estados Unidos si se le presentara la oportunidad. Cuando Belén le habló de la vigilancia extrema del servicio secreto y le hizo ver que sería materialmente imposible acercarse al texano con un arma oculta, Buenaventura insistió en que eso es lo que hace diferente a un gran magnicida dispuesto a torcer para siempre la historia de la humanidad, de un simple matoncito de barrio. Buenaventura le pidió que la llevara con ella acreditada como reportera, fotógrafa o ayudante de cualquier cosa, pero Belén prefirió hacer como que no escuchaba.

Buenaventura le aseguró que podría conseguirle un arma, una pistola pequeña que ocultaría fácilmente entre su ropa para sacarla cuando sólo unos metros la separaran del objetivo. Se comprometió incluso a mandar esa pistola por paquetería terrestre a una dirección específica en Baja California Sur para evitarle el riesgo de ser sorprendida por los controles aeroportuarios.

—Prométeme al menos que lo intentarás —insistió Buenaventura sin soltar la casi vacía botella de mezcal.

Belén se limitó a hacer esfuerzos para no prestarle demasiada atención, pero la perorata de su amiga hizo mella en sus pensamientos. En lugar de planear una cobertura que marcara diferencias y ofreciera un plus a los lectores de El Vigía, Belén se sorprendió a sí misma imaginando los obstáculos a vencer si viajara a Los Cabos con el único propósito de matar a Bush. No es que le preocupara demasiado el futuro de Irak ni que le pareciera particularmente aberrante la idea de cubrir una conferencia encabezada por un aspirante a genocida, pero piensa que si tuviera varias vidas para regalar, como en un videojuego, una de ellas la consagraría en convertirse en una magnicida estrella. Sería divertido verse a sí misma opacando de un plumazo a Osama Bin Laden como el gran rostro del mal en la Tierra, y entretenerse con las mil y una teorías de complots y conspiraciones que se tejerían en torno a ella. Lo mismo sería una guerrera islámica de Al Qaeda que una comunista trasnochada, una agente de la cia o una matona del narco sinaloense. En su fuero interno reconoce que, en efecto, hay más adrenalina y trascendencia en la labor de una magnicida que en la de una ordinaria reportera en un pequeño periódico en el puerto más septentrional del Pacífico mexicano. Mientras se dirigía rumbo al aeropuerto en compañía del fotógrafo Guillermo Demián Lozano, Belén pensó que, entre un millón de acciones y caminos posibles, el asesinato de George Bush sería el acto que más rápidamente la elevaría a una suerte de estrellato universal. En cuestión de minutos su nombre y su foto estarían en todo el mundo. En los tiempos de Kennedy no había internet, y pese a ello, en noviembre de 1963 el planeta entero supo vida y obra de Oswald.

Belén iba pensando en la logística del crimen mientras cruzaba los controles de seguridad en el aeropuerto de Tijuana, donde tomó el avión que la llevó a La Paz, desde donde abordaron un camión rumbo a Los Cabos. Pensar en la historia de lo que podría haber sido su vida y la historia de lo que podría ser, era uno de los pasatiempos favoritos de Belén Arazaluz. El papel de magnicida era uno de los muchos que había representado en sus pensamientos, todos más fascinantes que su rol de reporterita de la fuente empresarial, enfrascada en una monótona relación con un novio posesivo y atada a la condena de Sísifo, que supone reportear en cualquier diario del mundo. Una de las pocas posibilidades que la vida reporteril ofrece para romperle un poco los dientes al engranaje, es poder salir a hacer coberturas foráneas, y a Belén le emocionaba la idea de poderse subir por vez primera a un avión a cuenta del periódico e ir a trabajar al otro extremo de la península. Aunque su jefe le advirtió y machacó que se olvidara de vacaciones y se concentrara en enviar por lo menos diez notas diarias con entrevistas exclusivas, siempre hay una dosis de euforia cuando la aleatoriedad permite fugarse de la rutina. Por lo menos le habían puesto de compañero de trabajo a un fotógrafo que no era un divo.

Guillermo Demián, enajenado feligrés de liturgia rockera, se pasó el viaje entero hablando de ir al Cabo Wabo, el antro que Sammy Haggar regentea en Cabo San Lucas. Después narró mil y una leyendas sobre celebridades autoexiliadas en el sur profundo de la península. Si hasta el mismísimo Keith Richards eligió Los Cabos para casarse.

Por supuesto, al aterrizar en La Paz las cosas no fueron tan sencillas. Tuvieron que esperar un par de horas para subirse a un camión, y, al llegar tres horas después a su destino, encontraron el extremo sur de la península transformado en un bunker bélico. Miles de soldados del Ejército Mexicano custodiaban la carretera y los hoteles donde se alojaban los mandatarios y sus comitivas, e incluso había barcos de guerra blindando la playa. Las delegaciones gubernamentales de Australia, Brunei, Canadá, Chile, China, Hong Kong, Indonesia, Japón, Corea del Sur, Malasia, México, Nueva Zelanda, Papúa Nueva Guinea, Perú, Filipinas, Rusia, Singapur, Taiwán, Tailandia, Estados Unidos y Vietnam se relajaban jugando golf frente al Pacífico, bajo un cielo infestado por helicópteros militares que zumbaban como abejorros

Encontrar un alojamiento ajustable a lo magro de sus viáticos tampoco fue cosa sencilla. Tras deambular por improbables barrios cabeños, encontraron un sitio que derrochaba modestia e informalidad en la colonia Zacatal, donde pudieron encontrar una habitación para cada uno.

Después se trasladaron en taxi al futurista centro internacional de prensa en Cabo del Sol, un mal intento de estación galáctica montada bajo una burbuja plateada de vinyl que no resistió la hostilidad del viento, y esa tarde se desinflaba lentamente como llanta ponchada ante la angustia e impotencia de los organizadores. Bajo ese horrendo esperpento, el presidente mexicano, Vicente Fox, pensaba celebrar una cena de gala con sus homólogos del litoral.

Por la carretera se toparon con una magra manifestación de menos de 30 globalifóbicos, una marcha de protesta de un llamado Frente Cabeño denunciando el despojo de tierras ejidales, y con una concentración de coreanos practicantes de cierta arte marcial clandestina perseguida por el gobierno de Seúl. Al llegar se enteraron de que el presidente ruso, Vladimir Putin, había tenido que suspender su viaje cuando tenía ya un pie en el avión, pues un comando terrorista checheno había tomado un teatro en Moscú y amenazaba con matar a cientos de rehenes.

Belén cumplió con tundir tecla y mandar cinco notas de color y ambiente, describiendo al balneario transformado en fortaleza y la burbuja reventada. Su director editorial cumplió con llamar cada quince minutos al celular para ejercer presión y exigir exclusivas imposibles. Aunque en teoría se trataba de un foro eminentemente económico, y las delegaciones participantes lo hacían en calidad de economías y no de naciones, el gran tema era el terrorismo. Menos de un mes antes se había cometido un atentado en Bali con un saldo de más de 200 muertos, y si Bush había accedido a viajar hasta el extremo sur de la península bajacaliforniana, no era para impulsar la economía regional sino para cabildear votos a favor de su guerra en Irak.

Pasadas las once de la noche, retornaron en taxi a su humilde hotel después de haber visto a López Dóriga trasmitiendo en vivo desde la burbuja reventada y chismear con mil un colegas procedentes de los más improbables rincones. Lo coherente tras una jornada agotadora, es caer rendido en la cama, pero cuando un reportero ha salido de viaje, hay un mandamiento irrenunciable que lo orilla a beber e improvisar pachangas. Belén compró una botella de vodka y Guillermo Demián dos six de cervezas.

Al ritmo de la música traída por el fotógrafo —puro power metal alemán— bebieron con urgencia cosaca mientras masticaban intrigas e injusticas laborales y se comían viva a la redacción de El Vigía. Agotado el chismorreo y el rasgado de vestiduras, Belén se puso a hablar de los infortunios de tener un novio posesivo y de las serias dudas que tenía ante la inminencia del matrimonio, pero Guillermo Demián no la escuchaba y se limitaba a sacudir la cabeza a ritmo de Blind Guardian. Después peroró algo sobre pesadillas apocalípticas en ciudades devastadas en las que se dedicaba a fotografiar niños calvos. Tal vez el foro de la apec sería la antesala del gran holocausto nuclear que acabaría de devastar al mundo. En algún momento de la velada, Belén llegó a considerar la posibilidad de un espontáneo acostón con el fotógrafo, más por vengar viejos rencores con el novio celoso y sacarle todo el jugo aventurero al viaje bajo la máxima de “lo que pasa en Los Cabos se queda en Los Cabos”. El problema es que Guillermo Demián parecía más emocionado improvisando guitarreos en el aire y narrando sus fantasías de convertirse en fotógrafo oficial del Armagedón, y a Belén pronto le quedó claro que tendría que ser ella quien cargara con la iniciativa de la cogida con un compañero que le caía simpático, aunque no la atraía en lo absoluto.

Ocho cervezas y media botella de vodka después, pasadas ya las dos de la mañana, Guillermo Demián anunció que se iba a su cuarto a dormir. Con el vodka y el cansancio bailándole en la cabeza, Belén aún tuvo tiempo de ponerse un camisón y apagar el celular rebosante de llamadas no contestadas del jefe y del novio. Cayó derrumbada sobre la cama, y entonces irrumpió el sueño del traje azul de mucama, el cuchillo ensangrentado y George Bush desangrado en la bañera como Marat. Después la sed machacona, las ganas de beberse de hidalgo esa tina de burbujas y sangre y la intuición de estar inmersa en las garras de una pesadilla necia y pegajosa.

Los números rojos del reloj digital hieren la oscuridad. 4:19 a.m. Belén ha cruzado el umbral entre el sueño profundo y la duermevela alucinante. Tiene los ojos abiertos, ha podido beber algo de agua pero no puede levantarse de la cama. El cuadro de Marat y Charlotte Corday se ha derretido en su cabeza, y ahora sólo aparece a cuadro su amiga Buenaventura Atondo diciéndole que el mundo cuenta con ella y no puede fallar. El heroísmo y la inmortalidad la aguardan a la vuelta de la esquina. Dentro de unas horas será más célebre y legendaria que Gavrilo Princip, Ravignac y Oswald juntos. Buenaventura sigue a cuadro y Belén le dice “estás loca, mátalo tú”, pero las palabras no le salen y su amiga sigue perorando sobre la gloria y el heroísmo del magnicida.

La consistencia de las imágenes ha cambiado. Ya no es un cuadro neoclásico sino una estampa de la burbuja galáctica desinflándose mientras George Bush y su comitiva hacen su arribo para la conferencia de clausura. Belén está sentada en primera fila y de su pecho cuelga una cangurera, dentro de la cual lleva la pistola cargada que Buenaventura le ha hecho llegar por paquetería hasta el hotel. Los mandatarios no llevan traje, sino guayaberas blancas de manga larga. Belén piensa que la sangre es más estética sobre los colores claros. Bush, rodeado por un montón de orientales, se ha sentado al centro del presídium. El moderador de la conferencia ha dicho que sólo habría derecho a una pregunta por medio de comunicación, siempre y cuando se hubieran anotado. Belén será la sexta en preguntar, pero de repente recuerda que en ningún momento vio que anotaran su nombre en una lista, y quiere levantarse a reclamar y decir que ella es la número seis, que su turno debe ser respetado, pero la conferencia ya ha iniciado, y cuando intenta levantar la voz, se encuentra con una reportera japonesa diciéndole que se calle. Belén tiene pensando preguntarle a Bush si la guerra de Irak forma parte de sus negocios con las petroleras, pero un reportero filipino , el segundo en la lista, ya ha abordado la guerra en Irak, y el moderador lo interrumpe diciéndole que ese no es el tema de la conferencia. Belén piensa entonces preguntarle por la lentitud de los cruces en la garita de San Ysidro en Tijuana, e imagina que una respuesta de Bush a ese tema, sea cual sea, es su pasaporte a la portada del periódico, pero entonces recuerda que está en esa conferencia para matar al presidente de los Estados Unidos, no para hacer preguntas, pero, carajo, no cualquier reportero tiene la oportunidad de cuestionar frente a frente al político más odiado del planeta, y entonces Belén considera la alternativa de preguntar y después sacar su pistola para así cumplir con el deber de reportera y de magnicida. El problema es que, si dispara inmediatamente después de hacer la pregunta, no tendrá tiempo de mandar la nota, e imagina los regaños del director editorial. Inmersa en estas dudas, escucha al moderador de la conferencia pronunciar su nombre: Belén Arazaluz, El Vigía, pero cuando va a lanzar su cuestionamiento sobre los cruces fronterizos su lengua se traba y su voz se ahoga en las profundidades. La cangurera sobre su pecho pesa horrores, como si en lugar de una pistola cargara un yunque. Sus cuerdas vocales siguen sin poder emitir sonido alguno y el moderador de la conferencia ya ha pedido pasar a la siguiente pregunta. Desesperada, Belén intenta abrir el estuche, pero el zíper está atorado. La conferencia va a terminar de un momento a otro y la maldita cangurera no se abre. Belén se da cuenta de que todos la miran. Voltea hacia el presídium y su mirada se cruza con la de Bush, que la observa con una risita irónica.

Los números rojos del reloj digital marcan las 5:39 a.m. El vaso sobre el buró está vacío y la sed se ha tornado más canija. Además tiene ganas de mear. Un presagio de luz se cuela por la ventana. Sobre la mesita alcanza a distinguir la botella de vodka y se le vienen ganas de vomitar. Belén piensa que si se levanta al baño perderá su turno para hacer la pregunta y disparar la pistola, pero ahí no hay sala de conferencia, ni moderador, ni mandatarios. Sólo una cama sudada y revuelta donde no hay amante alguno durmiendo a su lado y yace el presagio de una cruda monumental que ya hace su arribo

La sonrisa irónica de Bush no acaba de borrarse del todo cuando el agua fría de la regadera cae sobre su rostro, pero ya no piensa en su turno para la pregunta y el balazo, sino en dónde carajos conseguirá una Aspirina, una Coca-Cola en punto de congelación y alguna poción mágica que le permita despistar a la resaca en una jornada tan larga como la que le espera. Al salir de la bañera se mira en el espejo y piensa si Guillermo Demián hubiera al menos apreciado ese cuerpo que hace unas horas hubiera tenido a su disposición. Enciende la tele, y el noticiero matutino de Televisa presenta imágenes del aeropuerto de Los Cabos, donde en poco tiempo aterrizará el Air Force One. Aún desnuda y escurriendo, Belén camina por la habitación en busca de la muda de ropa interior y la blusa blanca que ha elegido para el día. Su pie descalzo pisa un bulto sobre la alfombra. Es una cangurera negra con un bordado en verde y rojo alrededor del zíper. La única explicación posible es que Guillermo la haya dejado olvidada, pero no recuerda que el fotógrafo llevara algo aparte de sus discos y sus cervezas. El estuche aparenta estar vacío, pero el zíper está atorado. Belén se viste lentamente y piensa que el maquillaje deberá hacer magia para no delatar la huella cruel de la cruda y la desvelada sobre sus ojos rojos. Cavila que de un momento a otro llegará a su celular la primera llamada histérica de su jefe, aunque sin duda será el novio quien llame antes para preguntarle a dónde carajos se fue anoche, por qué traía apagado el teléfono y con quién chingados se fue a la cama. Belén medita la posibilidad de mantener apagado el celular, pero el estridente ring del teléfono de la habitación la arranca de sus cavilaciones. No son ni el novio ni el jefe, sino la recepcionista del hotel informándole que ha llegado por mensajería un paquete para la señorita Belén Arazaluz, y le pregunta si quiere pasar a recogerlo a recepción o si prefiere que se lo envíen a su cuarto. En la tele, el reportero describe la silueta del Air Force One, que ya se distingue en el horizonte.

Para comprar el libro aquí: 

https://www.nitro-press.com/?disparenmecomoablancornelas

Libros

Exit mobile version