Básica
Cuántas veces quise cobijarte bajo mis alas, y no quisiste.
Mt. 23, 37.
El psiquiatra preguntó:
¿Por qué tanta crueldad? —me le quedé mirando.
Sus ojos querían esperar unos segundos, pero su boca habló enseguida:
¿Quién es la mujer de la foto? —mi madre.
Si fuera posible saber cómo consiguió el apartamento —el inspector se interpuso. Miré a los policías de mi escolta; miré a la taquígrafa y al abogado.
La sociedad apuntaba hacia mí con un reflector, su rostro se colocaba tan cerca de mí como los miopes. Un interrogatorio es eso.
¿Cómo sucedió este asunto? Responda.
Pagué por el apartamento mientras el dueño trataba de descubrir un mensaje de buena conducta en mi cara. “No le parezco un modelo de persona, ¿verdad?”, pregunté. Añadí algo hiriente o no sé qué barbaridades mías le reventaron los tímpanos, al parecer le comuniqué algo con los dedos, se espantó en retirada y estuvo a punto de caer en las escaleras. Volvía la vista cada dos peldaños, como si me faltara la boca mientras estaba detenido allí y lo miraba y no movía un músculo hacia el interior en tanto no desapareciese. Luego pasó un mes sin apuro. Durante las primeras semanas los días fueron de 48 horas. Siempre que sonaba el teléfono me quedaba esperando un puntazo en el pulmón. No necesité agarrar el aparato ni anclarlo en la mejilla para saber quién llamaba. No deseaba escuchar la inmediata frase con que aquello al otro lado de la línea diría lo que tenía que decir, lo que sentía en su corazón, aumentando cada vez más sus posibilidades. Quise hablar, pero la voz se impuso desde su propio abismo: “¡Básica!” Quise responder a esa forma vacía de ver el mundo, si quedé pasmado es por culpa de mi cabeza, que no paraba de doler y amenazaba con reventarse por los oídos; una sensación de estilete en mi costado acompañaba mi inquietud, lo he dicho. El tono anunció que el hombre —sí, era un hombre, un perdedor maduro, calvo a juzgar por la fuerza de su angustia― había abandonado otra vez el auricular sin enriquecer sus argumentos. Eché un vistazo a la pared donde la única foto muestra a una madre horrible que ha sufrido mis continuos arrestos, mis años de cárcel y mi primer asesinato. Eché una ojeada al moblaje, no lamenté la ausencia de sillas ni el colchón en el suelo, me molestaba la mesa en la sala, bajo el bombillo, y aquel teléfono a mi lado, pero eran cuestiones absolutamente necesarias. Pensé en la mujer. Aquel compañero de celda había hablado de su mujer. Recordé que me había acorralado en la litera, contra la pared, tocaba mis nalgas y me llamaba “Básica”. Sonó el teléfono, la celda desapareció de mis obsesiones: “¡Básica!”, dijo la misma voz. Colgué. En el baño había una cadenita que se columpiaba libremente, la usaban los antiguos inquilinos para descargar sin ponerse de pie o algo así. Era agradable. Pasaba horas en el baño, pensando en las dos mujeres que conocí, pero siempre al llegar el momento las imágenes se largaba dando taconazos hacia algún sitio. En su lugar volvía mi compañero de celda, con el estilete en mi costado. Yo no era de esos. Mi madre me crió para casarme con una mujer, tener tres hijos, un trabajo decente, pero mi compañero de celda desde el primer día comenzó a trabajar sobre mí. Sentía su barba y su calvicie por detrás, dando sacudidas entre mis omóplatos. Una madrugada farfulló que su mujer tenía las mismas caderas, las nalgas de lujuria pura ―en ese momento me la introdujo―, mi poderoso retroceso también. Me mordió la espalda y no hice el mínimo alarde de sufrimiento. Esperaba la mordida, tenía fama de hacer tres mordidas en la espalda antes de correrse. El horror no me convenía, su estilete apuntaba hacia la base de mi pulmón. Halé la cadenita, el agua hizo remolinos y se llevó todo. Volví al teléfono, apenas la voz del teléfono dijo lo suyo, colgué. Era un apartamento tibio, con vista a una playa discreta. Y yo barbudo, con los ojos ardientes, sin posibilidad alguna de gritar pues un nudo en la garganta ataba por entonces las respuestas, pude resistir una vez más el timbre del teléfono. Volví a la habitación, empuñé el aparato y la voz del perdedor maduro dijo con fuerza: “¡Básica!”, luego se le escapó un suspiro y la comunicación se fue a pique. Hijo de puta, pensé, volví al balcón, el mar conectaba sus susurros con los susurros del compañero de celda que seguía con su forma de caminar dando coletazos en mi memoria como un pez en el muelle. El mar, con la misma torpeza contra los arrecifes; la playa, con el mismo sudor de los bronceados; el apartamento, con su modesta y lejana presencia, obtenido para un asunto en mitad de la nada. Con mis pocas posesiones en una cartera había entrado para esperar. Ya sabía de la mujer y el hijo, me disponía a ejecutar el trabajo y a cerrar mis propios períodos, pero el teléfono sonaba y sonaba. Volví a recordar la conversación sobre la mujer, o lo que dijo a mis espaldas mi compañero de celda antes de propinarme la segunda mordida. “Mi mujer se sumerge en perfume y pide que le muerdan la espalda. Vamos, ¡pídemelo!” Aceleró sus empujones y la pintura de la pared se me incrustó en la cara. “Aquí tú eres mi hembra”, dijo, lo dejé hacer, sonó el teléfono, todo escapó de pronto. El apartamento se había oscurecido y volvió a iluminarse con aquella única luz sobre la mesa. Agarré el aparato y dije: “¡Loco! ¡Loco! ¡Estúpido!” La voz sufrió una debilidad, un estremecimiento, y después dejó caer su frase “¡Básica!” con sutil excitación. El tic tic de la línea, sin variaciones, me hizo recordar a mi compañero de celda, también parecía un jadeo.
Recuerdo que a la tercera mordida mi espalda era una lástima. Sentí el líquido correr por mis muslos. Preguntó si me había pasado lo mismo que a él y cuántas veces. “Dos”, mentí. Quisiera parecer distraído con los detalles, los días consisten en una liturgia bien estructurada y antigua donde este tipo de cosas se recuerda constantemente, sin el menor esfuerzo. Las primeras semanas es como un golpe en el estómago, después uno aprende a escaparse del dolor y se inyecta anestesia sólida, aunque, obvio, soy un fantasma. No exagero. El quejido de un recién llegado se estiró por las celdas como una manta y bajo ella se extendieron los que oían en la penumbra sin haber podido morder a nadie. Se sintió eso. El murmullo general de las masturbaciones nocturnas, ay, ay, ay. “Me gustas, Básica”, confesó. “Vamos, ¿cómo la tengo?”, me adoctrinaba en la mentira. “Soberbia”, valoré. Pedí darme la vuelta y abrazarlo. Se hizo el duro, pero bajó el estilete para conceder más libertades. Le puse una pierna encima, le acaricié el pecho, lo atonté por horas. “¿Por qué tanta crueldad?”, inquirí. De inicio, no respondió. Podríamos haber abundado y me hubiera creído, pero ya para entonces el estilete ―su estilete― le había abierto una sonrisa en la cadera derecha, o más arriba. “¿Dónde?”, no quería responder. “Ah, no quieres responder”. Comenzó a sudarme con un líquido pringoso. Me sudó todo el cuerpo en un ratico. Obvio, le saqué los datos necesarios, después le vacíe los huevos uno por uno para cobrarle la violación de tres meses de edad. Sufrió un poco, pero me hice unos cortes y todo quedó parcialmente compensado. Al otro día, cuando el sol debió mantenerse en levitación sobre la cárcel, los oficiales me encontraron desmayado junto al muerto, nuestras sangres corrieron y se coagularon juntas; nuestra suerte corrió y se coaguló lo mismo, en clara alusión al asesinato en defensa propia, que, por cierto, no sabía si era eso, asesinato. El fiscal me lo explicó en una frase de dos minutos.
Luego escuché que mi madre lo supo.
El teléfono sonó en el instante en que el apartamento comenzaba a despertar. Era el colmo. Lo agarré de prisa y esperé, la misma voz dijo: “¡Básica!” Mamá estaba muerta, fue un tiempo con lunas que desembocó en un tiempo impreciso y en la carta de un pariente aclarando la situación. “Ha muerto en naturales circunstancias”, decía. “Deberá entenderse como una muerte intranquila pues no vio a su hijo, nadie tuvo oportunidad de cuidarla. El corazón se le partió y la encontraron empotrada en sí misma a los tantos días del mes de diciembre del año más incierto, te lo aseguro. Ha sido natural que muriera, supongo, mientras su hijo acababa de asesinar a un bendito. Sin conocer la opinión del empleado de la morgue, con solo mirarla en su reposo, podría decirse que tu madre murió cuando anochecía”. El dolor me hizo crecer la barba. De la cárcel salí rabioso, un poco calvo e insomne, pero recordaba los detalles que había arrancado al violador antes de morir. Tenían una costumbre que se cumplía anualmente. Ahora, en el balcón, el día estaba abierto en un abanico de luces y olores. Intentaba contenerme entre las barandas cuando sonó el teléfono. No quería responder, pero me moví en esa dirección, sabía dónde estaba el auricular y cuál sería mi gesto para elevarlo hasta la oreja. “¡Básica!”, dijo la voz.
De regreso al balcón, los vi. La gente se saludaba en las aceras, marchaban a sus trabajos concediéndose saludos. Pronto el lugar estuvo vacío. Una mujer y un adolescente de la mano se internaron por el camino de la costa en dirección a la playa. El adolescente se desnudó y se metió en el agua profundamente. Su adorable cuerpo resplandecía, sentí asquerosos deseos hacia él, como si yo fuera una puta. La mujer quedaba indefensa, en la orilla.
¿Reconoce el cable? —el inspector tenía cara de gente sin apuro.
Por encima de su cabeza extendieron un cable rojo. La luz de la sociedad se movió para cederme algunos derechos, pero una mano la volvió a detener sobre mí.
¿Reconoce el estilete? —el inspector tuvo una verruga en la mejilla derecha, ahora está operado.
El interrogatorio se interrumpió. Sonó el teléfono.
¿Me permiten? —dije señalando el aparato sobre la mesa.
El psiquiatra negó enseguida. Me abalancé sobre él y todos cayeron sobre mí.
¡Déjenlo! —el inspector apartó los brazos de los policías de la escolta, de la taquígrafa, del psiquiatra, todos volvieron a sus puestos.
Levanté el auricular. La voz dijo: “¡Básica!”. A juzgar por lo escuchado era el mismo hombre calvo de cerebro retorcido. “Muy bien”, dije a los demás, “ya podemos continuar”.
Las calles estaban vacías, me subí en la mesa por fin y saqué un trozo del cable de la electricidad. Lo partí con los dientes. Bajé las escaleras corriendo y estuve en la playa en un segundo, llegué justo cuando una ola chocaba contra los arrecifes y levantaba espuma para salpicarnos la cara. El muchacho nos vio desde lejos, en cuanto comenzó a acercarse a nado la madre comenzó a morir, el cable le hizo un surco alrededor del cuello y toda la cabeza se le puso azul. Soltó un poco de espuma en dos oleadas espantosas, aparté la cara, no para mirar al muchacho, aunque lo viera finalmente a mitad de camino, sin saber de qué manera podía apresurarse más; aparté la cara por el asco, por lo horrible que se le puso el rostro. Seguí trozando la carne hasta que llegó el bello estúpido y se puso a vomitar en la orilla. Ya casi iba a ir sobre él cuando sonó el teléfono. Estaba ahí, junto al cadáver. No me inmuté, no era momento de descolgarlo, debía concentrarme en el adolescente porque quizás diera pelea. Me tapé los oídos. A propósito, la cabeza me quería estallar. El adolescente se acercaba. Sí, lo confieso, levanté el teléfono y enseguida la cabeza se calmó. Sin esperar un instante, con más excitación que nunca, la voz en línea lo dijo bien claro: “¡Básica!”, después recibí un golpe en el mentón que me hizo caer de costado. No tuve más remedio que colgar. El adolescente se movía frente a mí. Fue cuestión de extraer el estilete y mirar a los ojos del agua. Recordé el nombre de su padre en los ojos del agua.
Repito, el apartamento estaba en una zona tranquila, donde la gente acostumbraba a celebrar cumpleaños en la playa. Era un sitio encajado en la arena, menospreciado por los santos, un barrio obrero de seis edificios horribles y un puñado de casas lejanas con sus caminos y sus vendavales y sus autobuses llenos de irresistibles trabajadores con casco que comenzaban a desembarcar a las cinco de la tarde. Una bicicleta pasaba a veces. Una familia rumbo a la playa, para el festejo más íntimo. Un par de maestras de escuela a la deriva, llenas de niños preguntones. Lo observé todo desde el balcón. Si gritaban o no ante el hallazgo era de una particularidad insignificante. El teléfono comenzó a sonar, estaba más cerca de mí, colgaba de la barandilla hacia el abismo y me suplicaba atender. Levanté su lomo negro y dije: “¡Hola!”, pero la voz no hizo concesiones.
El apartamento era deplorable, luego el estado en que lo dejaba, con todas mis mierdas por el piso y solo la fotografía de mi madre bajo el brazo.
¿Qué le sucede? ¡Míreme a los ojos! —pero sus ojos no tenían nada especial.
El inspector se secó la cicatriz reciente de la verruga. Eso era yo, una verruga.
¿Por qué lo hizo? —el psiquiatra era más idiota todavía.
De nada hubiera servido explicarles. La taquígrafa carraspeó. Miré a los policías más agraciados del mundo, pedí permiso para atender de nuevo la llamada. Todos observaron en silencio al inspector.
¡Hola! —sostuve.
¡Básica! —dijeron al otro lado.
Obvio, la voz no quería hacerme concesiones.
Orlando Andrade. San Germán, Holguín, 1978. Poeta y narrador
Ha publicado: Parcos, atroces y dementes (novela, Ed. Holguín, 2010), La piel de la madera (poesía, Ediciones Holguín, 2012), Ellos cantaron Happy Birthday (cuento, Ed. Sed de Belleza, 2014), Mesyè Prezidan (novela, Ed. Oriente, 2014) y La diáspora (2984) (novela, Ed. Bokeh, 2015). Mantiene inédita su cuarta novela Ensayo beat para Liana Bird.