Capítulo 1/2
Abrí los ojos y ahí estaba La Verga, reposaba majestuosa e imponente junto a mi almohada. Desde que dormía con ella mi sueño era más tranquilo. Ya no me despertaba a las tres de la mañana con ataques de ansiedad que provocaban arañarme los brazos hasta sangrármelos. Ahora descansaba de un jalón siete horas en promedio por noche. La seguridad de tener cerca La Verga era suficiente para sentirme poderosa, toda una cabrona, capaz de cuidarme sola, una completa y perfecta hija de la chingada.
Me tallé los ojos para terminar de despertar. Bostecé con una flojera descomunal. Me senté en la cama, que seguía calientita, y recordé los mejores momentos de la noche anterior; aunque algunos se habían convertido en fragmentos borrosos, sin duda el momento épico fue cuando le pateé los huevos al cabrón que intentó manosearme en el camión, eso sí estaba nítido en colores brillantes en mi mente. Sonreí al recordar la cara que puso y el aullido que lanzó cuando sintió la fuerza de mi bota en sus huevos. Se lo había ganado el bastardo.
El reloj marcaba las seis y media de la mañana, tenía el tiempo suficiente para darme mi manita de gatita, tomar mi café y llegar, como siempre, temprano al trabajo. No hay nada que me moleste más que la gente impuntual, por eso siempre soy la primera en la oficina. El día me esperaba con mil pendientes para resolver, sobre todo porque se acercaba la Expo ganadera, parte vital de mis actividades laborales como una flamante asistente de marketing de una empresa agroindustrial, así que los minutos me apuraban.
Llegué quince a las nueve, mi jefe, un sueco malaleche ya estaba en su asiento de don Mandón, ese apodo se lo puse por su neurosis y exigencias. Nunca olvidaría el primer día de trabajo, me mandó a 150 kilómetros lejos de la oficina, sólo por un papel especial que le gustaba para escribir recados. Si, era un mandón hijo de sueca madre. El mote, solo yo lo conocía, no podía decirlo frente a mis compañeros porque todos se creían el perro faldero del patrón e irían con el chisme de su sobrenombre. “Si supieran que Don Mandón pensaba que todos eran unos pendejos, a ver si seguían de lamehuevos”, reflexionaba calladamente.
Isabel Tierra Frías, así decía mi credencial de asistente de marketing de Maicin, empresa de semillas de maíz y sorgo. Entre mis múltiples y variadas actividades tenía que elaborar los folletos que se llevarían este año a la expo ganadera y que don Mandón quería en un nuevo formato, “más vintage”, me dijo, o algo que los hiciera destacar entre los demás forrajeros. “Si diera más barata la semilla de maíz para forraje, no necesitaría mejores folletos y por lo tanto, yo no tendría que trabajar tanto”, pensaba mientras lo maldecía entre dientes.
Me dispuse a trabajar como todos los días, estática frente a la computadora, con los audífonos puestos para no escuchar el tedioso alrededor y añorando las cuatro de la tarde, la hora de salida. En el transcurso de la jornada, pensé que lo mejor sería pedir un permiso para realizar la misión, era el momento indicado para comenzarla de lleno. Redacté un oficio con mucha propiedad solicitando quince días francos y se lo llevé directamente a don Mandón.
—¿Puedo pasar? —pregunté tímidamente desde la puerta.
—Adelante —respondió una voz grave con un ligero acento agringado.
—Jefe, disculpe que lo moleste y lo intempestivo de la solicitud —le extendí el documento que tomó con enfado— pero me surgieron unos asuntos personales en mi ciudad natal que debo resolver, en el oficio que le doy viene más detallado, pero necesito el permiso sin goce de sueldo —concluí con un ruego seco.
Don Mandón se me quedó viendo con sorpresa pero sobre todo, reprobación. No esperaba que le pidiera eso de la noche a la mañana.
—¿Por qué hasta ahorita? Sabes que tenemos la expo encima, eso es lo que me molesta de los mexicanos, su informalidad —escupió duramente.
—No es informalidad, es una necesidad urgente, es una de las prestaciones que debo tener como empleada. Y aparte, ya dejé todo listo para la expo.
—Si es necesario, preferiría que renunciaras. Me molesta todo de última hora, al “ay se va” como ustedes dicen.
Me llevé las manos a la cabeza, estaba por comenzar una de esas jaquecas que aparecían después de hablar con don Mandón, así que decidí fajarme la camisa, apretarme las bragas y contestar con aplomo:
—No voy a renunciar, tengo tres años trabajando aquí. Córrame entonces —le escupí con mi mejor cara de valemadres.
—No te voy a correr. Renuncia tú —contestó hosco el desgraciado.
—No voy a renunciar. Córrame usted —pensé que a ver de qué cuero salían más correas.
—No te voy a correr. Renuncia tú.
—No voy a renunciar. Córrame usted.
Podría haber seguido con esa discusión sinsentido hasta la eternidad, pero recobré la cordura en medio de la tensa situación.
—Está bien, creo que tiene razón, así que me desdigo. No le pido autorización, sólo le aviso que me tomaré diez días para realizar mis diligencias. Si usted quiere despedirme, hágalo. Gracias y buenas tardes —le dije y me di la media vuelta para salir triunfante, meneando de un lado a otro el trasero, me importaba un prepucio lo que mi jefe decidiera.
Don Mandón no pudo decir nada.
Eran las siete de la tarde, el sol se escondía entre un montón de edificios destartalados, la luz menguaba mientras terminaba de vestirme con una camiseta negra, pantalones ajustados del mismo tono y amarrarme con doble nudo las botas negras que llegaban a media espinilla. En la mochila —igualmente negra— guardé unas barras energéticas, una libreta con direcciones garabateadas y una botella con agua. Coloqué la gorra negruzca y eché un vistazo al espejo: asentí. Me veía bien. Agarré La Verga, la miré como se mira a la pareja cuando uno está enamorado. Observé detalladamente su contorno luminoso, su forma que se acomodaba a la perfección en mi mano, era de ahí, ese hueco en la palma diestra pertenecía a La Verga, como le decía de cariño —porque además ese era su nombre de bautizo—, a la Glock 42. Revisé que estuviera cargada y la coloqué delicadamente en la sobaquera izquierda. Enseguida puse una navaja de mariposa en un doblez elástico que tenía el pantalón a la altura de la rabadilla. La chamarra negra con cierre frontal fue lo último que me puse antes de salir del departamento. Era noche de cacería. ¡Van a ladrar, perros!
Había visto en las noticias que en la colonia Doctores rondaban un par de tipos asaltando muchachas y tratando de secuestrarlas. Me dirigí ahí. Tomé el metro y cuando llegué a la estación sentí que desde ese momento, alguien me observaba. Eché un ojo a todos lados y distinguí a un tipo con bigote que me parecía bastante sospechoso. Fingió no estar mirándome cuando volteé a verlo, pero alcancé a darme cuenta que sí lo había hecho. Clásico de los cobardes.
Salí a una de las calles solitarias que rodean el metro. Eran poco más de las ocho de la noche. La oscuridad ya lamía todos los ángulos de los callejones. Caminé rumbo a un lote baldío que estaba cerca de la zona. El tipo de bigote me seguía de cerca. Conté los pasos necesarios y paré en seco, di la vuelta y quedé frente al hombre que me seguía. Estábamos solos en la nada urbana.
—¿A dónde tan solita? —dijo burlonamente el tipo, mientras se acercaba con una navaja en la mano.
—¡A dónde me dé mi chingada gana, pendejo! —respondí desafiante.
—¡Vaya, vaya! ¿Con esa boquita comes? Parece que tenemos aquí a una malhablada, pero yo te voy a enseñar a usar la boca para otras cosas.
—¡Tú no me vas a enseñar ni madres! —grité.
—¡Vas a ver ahorita, pinche perra! —vociferó el tipo mientras lanzaba un navajazo que esquivé fácilmente.
Agarré el brazo del bigotón y se lo doblé hacia atrás, obligando a que soltara la navaja. De reojo vi que se aproximaba quien parecía ser su compañero, un hombre treintón con gorra y una pistola en la mano.
—¡No sabes con quién te metiste, pendeja! ¡Te vamos a matar y hacer cachitos! —gritaba con dolor el tipo de bigote mientras le seguía aplicando una llave en el brazo derecho.
—¡Tú eres el que no sabe con quién se metió, cabrón! —lo empujé fuertemente, tirándolo al piso y saqué con un movimiento fugaz La Verga del costado izquierdo—. Pero antes, te voy a decir una última cosa: ¡ya te cargó La Verga, madafaker!
Le disparé justo en la frente. Un orificio perfecto del que borboteó un géiser sanguinolento. Giré 45 grados a la derecha y le asesté una bala en el ojo izquierdo al secuaz, que ya me estaba apuntando, pero fue más rápida mi mano que la del imbécil.
El ojo quedó destrozado en el pavimento junto al cuerpo de su dueño. Caminé contoneando el trasero de forma victoriosa, rumbo al metro. Mi labor había terminado por esa noche.
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