I
Llegué a la playa antes que la guagua de pasajeros, compré un granizado y me senté frente a la pizzería a esperar por Oscar Gonzalvo, que no era uno de mis informantes, sino un rubio alto, atlético, especialista en la bolsa negra. Quería encargar un parabrisas para el auto de mi padre, que amenazaba con podrirse en el patio.
Después del granizado, sudé bajo el sol de agosto. Los pinos y las hojas de uvas caletas ondularon mecidas por una brisa caliente que vino para pegarme la camisa.
El papá de Oscar y el mío combatieron en Playa Girón, en la Limpia del Escambray, miembros del Batallón 106, en Angola, y mutilados de guerra del mismo combate. Nosotros casi repetimos la misma hazaña: círculo infantil, primaria, secundaria y preuniversitario sin despegarnos, peleando por los caramelos, los lápices de colores, las libretas y los sacapuntas, las mismas novias… Por eso decidí optar por la única carrera de licenciatura en Derecho, en la especialidad de Contrainteligencia, y romper con la tradición de nuestros padres.
El calor me llevó al agua y braceé un rato antes de regresar a la orilla. Ninguno de los bañistas, agrupados como cucarachas a la sombra de las uvas caletas, me prestó atención y me tendí en la arena, hasta sentir una extraña sombra, como si me cubrieran del sol. Me incorporé, preocupado, para quedar frente a un cuerpo más hermoso que la sonrisa de su rostro.
—Vi tus ropas colgadas en esos gajos y las reconocí —dijo maliciosa.
Era Zoraida, una colega con quien tuve relaciones por dos años, los que terminaron meses después de su graduación. Su pelo negro, húmedo, cubría sus hombros extraviándose entre los senos, parecidos a picos de fresa; en su piel, detenidas por el bronceador, las gotas de agua ocupaban lugares que más de una vez fueron míos.
Quedé embobecido más tiempo del reglamentado, lo que motivó su asombro.
—¿Pasa algo? —dijo. No esperó respuesta y jaraneó—: ¿No me digas que olvidaste cómo yo lucía en trusa?
—No, lo que bien se aprende no se olvida —dije envalentonado y, como sabía que le gustaba el ron, la invité a tomarnos unos tragos.
—¿De verdad…? —dijo y dudé de si se refería a la invitación o a lo que bien se aprende y pasé a la ofensiva
—¿Dónde nos damos los tragos? —ella parpadeó risueña.
—¿Mi casa o la del capitán Abreu?
En la mañana del lunes desperté con los pasos de Zoraida, iba de un lado a otro sin decidirse a planchar el uniforme.
Me levanté y fui hacia ella. Pasé mis manos por sus senos y estremecida se pegó más a mí. Un pedazo de cielo se colaba por la ventana, espiándonos.
—Tienes que irte ya, Adrián —imploró y la aparté.
—Sí, ya sé, tu marido regresa del seminario. No sé cómo soportas a ese viejo.
Empezó a planchar el uniforme y aproveché para vestirme. Con la esperanza de un nuevo encuentro me vestía con lentitud, mirándola a hurtadillas.
—Me voy, mañana nos vemos en la Unidad —dije con sequedad.
Zoraida se colgó a mi cuello.
—Mírame, coño —soltó nerviosa—, ¿crees que es vida lo que llevo con Roberto? No, qué va a ser vida… huele a carne podrida y en la cama para qué contarte. Se la dio de bueno y me hacía el trabajo. Me emborrachó la primera vez y desperté aquí toda llena de chupones, ¿qué le iba a decir a mi mamá? He querido dejarlo, pero dice que me pega un tiro. El muy perro, si agregara que se mata él también; pero no, me pega un tiro y ya. Para colmo, quiere que lo espere en el aeropuerto.
—No te preocupes —dije después que se desahogó—, si tú quieres, yo no lo dejo tocarte un pelo.
Se pasó las manos por la cara y me dejó ver una media sonrisa.
—Claro que quiero, no sabes la falta que me haces —dijo, besándome.
La acompañé a la guagua de los pasajeros que viajarían con destino Gerona–Habana. Yo tenía el caso de varios robos de bicicletas, una pandilla que hacía de las suyas con un poco de suerte y, luego de despedirla, organicé las pistas a seguir, pues el tiempo en compañía de Zoraida había detenido la investigación.
Trabajé hasta entrada la noche. Pasada las diez regresé a la casa con un hambre atroz y enormes deseos de tomar una ducha. La turbina del edificio seguía rota y me rehusé a buscar agua en la cisterna, calenté parte de la que tenía en pomos dentro del refrigerador y me lavé un poco; luego preparé unas tostadas de pan y una jarra de limonada.
Desperté muy cansado. Me dolía el cuerpo como si hubiese sido lecho de una manada de elefantes. Me estiré antes de levantarme. La camisa de mezclilla, que me acompañara desde el domingo, estaba tan sucia y estrujada como el pantalón y los eché en el maletín que un día de esos le llevaría a mi madre.
Llegué temprano a la oficina, me sorprendió ver al capitán Norge delante de dos abultados expedientes. Estaba sentado en su butaca y la foto del Che colgaba a sus espaldas.
—Buenos días —dije, esperando un gruñido de mi jefe, pero sus ojos, cansados y enrojecidos, se clavaron en los míos.
—¿Y eso tú por acá? Yo te hacía de vacaciones —dijo con sarcasmo.
Para no tener que mentirle guardé silencio. Pareció comprender, quizás porque de vez en cuando se cogía sus días libres, y no mencionó más mi pequeña escaramuza.
—Coge un bulto y léetelo. Al mediodía quiero un análisis detallado —notó mi asombro y se estiró en la butaca—, yo amanecí aquí clavado; en la tarde tengo que despachar con el mayor García: los robos de bicicletas continuaron en tu ausencia y él quiere cerrar este caso cuanto antes.
Tuve deseos de decir: “nosotros también”, pero sonaría irónico por mi ausencia. Por eso desvié su atención.
—Era de esperarse —jaraneé—, yo no soy el autor de esos robos.
Se encogió detrás de los papeles, transformándose en un hombrecillo gris, detrás de la resplandeciente foto del Che. Agarré uno de los expedientes y busqué la puerta.
—¡Espérate un momento! —ordenó, deteniéndome en seco— Ayer, a eso de las dos de la tarde, violaron y le quitaron la bicicleta a una estudiante de politécnico. Quizás la violación y los robos estén vinculados.
—Sí, pudiera ser —dije, recostado a la puerta; si la reunión con García era a las siete de la noche, podía olvidarme de estar en la exposición del negro Milanés.
—Por eso, trabajarás con el capitán Abreu y su gente —continuó imperativo—, ellos tienen algunas pistas.
La propuesta me sacudió de golpe. El capitán Roberto Abreu era el esposo de Zoraida, tuve que hacer de tripas corazón para fingir un entusiasmo flaco y guardarme las frases nada elogiosas que pronunciaría en el silencio del pasillo.
A las doce le devolví el grueso fajo de papeles que logró ampollarme los dedos. Allí estaban los posibles modus operandi, zonas, delincuentes fichados… A la una participé de un encuentro con los jefes de sectores, luego estuve pegado al teléfono localizando algunos agentes.
—Ya me voy —dije, pues no tenía por qué estar en la reunión con García.
El capitán López Núñez asintió con la cabeza. Lo conocía desde que nos mudamos al reparto militar de Sierra Caballos. Iba a la casa detrás de mi hermana Margot y escuchaba boquiabierto las historias sobre el Ejército Rebelde que le hacían mi padre y el viejo Gonzalvo. Después se fue para Angola; regresó sin un rasguño y con las insignias de teniente. Un día llegó y yo oía un casete de Frank Delgado, apenas escuchó aquello de: Angola, mi novia procuró calor humano, mi perro un nuevo dueño y hasta puede suceder que algún día me llamen veterano…, soltó las manos de mi hermana Margot y se levantó del sillón muy pálido, miró con odio a la que fuera su novia durante la misión en Angola —aunque le conocíamos otros novios en ese mismo tiempo— y juró histérico que se casaría con la primera negra encontrada en su camino. Unas semanas después —para tranquilidad de la familia y disgusto del viejo—, cumplía su promesa.
Ahora seguía mirándome como quien también pensó estas cosas, y perdonó los deslices de mi hermana, a mi vieja que nunca lo invitó a comer, el constante parloteo de mi padre y del viejo Gonzalvo por hacerse los héroes, o quizás vivía feliz con la prieta que trajo de Guantánamo y que las lenguas decían era angolana.
—Adrián —dijo sin manosear los papeles que tenía encima del buró—, mañana te quiero parte del equipo de Abreu. ¿OK?
Hice un gesto de consentimiento y salté de alegría. Tenía tiempo para llamar a Zoraida y proponerle ir a la exposición de Juan Andrés Milanés.
II
La mañana amaneció calurosa, obligándome a buscar unos cubos de agua a la cisterna y bañarme. Me dolía la cabeza por los rones tomados en la exposición, a la espera de Zoraida. No apareció y solo logré emborracharme y hablar de más. Creo haber soñado que el capitán Abreu se reía con sus dientes manchados de tabaco, Zoraida le acariciaba su enorme barriga e intentaba combatir la flacidez de su pene.
Me vestí con ropa limpia, en el maletín apretujé la ropa sucia que llevaría a mi madre. Otra vez escucharía su perorata sobre la necesidad de que asentara cabeza; que te cases de una vez, diría, si yo le aclarase que tengo sentada la cabeza en los hombros.
Llegué a la oficina del capitán Abreu pasadas las ocho y ya estaban reunidos. Detrás del buró de formica permaneció inclinado en la silla. Con el pelo encanecido, despeinado y sin afeitar, semejaba un preso sacado del hueco, tras una semana sin ver peine. Zoraida parecía distraída, apenas levantó la vista cuando Abreu pidió al teniente Silva que me cediese sitio en su butaca.
—Disculpen la demora —dije y Abreu hizo un recuento antes de continuar trazando la estrategia de trabajo para las próximas cuarenta y ocho horas.
Hubo un instante en que despegó la vista de la carpeta que traía y nos miró a todos. Yo no aparté mis ojos y él se quedó observándome.
—Dime, ¿teniente…?
—Teniente Adrián —le informé, presentí que él sabía de mi antigua relación con Zoraida— ¿Y el semen de la violación?
El teniente Silva se apresuró en responder.
—Usaron preeeservativos —gagueó sonriente.
Unos tipos esperan para robarse una bicicleta y andan con preservativos por si la víctima es mujer violarla sin dejar huellas de semen, a la vez que se protegen. Demasiado meticulosos. Tenían que saber que ella pasaría por allí, planearon el robo y la violación
—¿Los conocía Roxana? ¿Cuántos eran? ¿Uno, tres, diez?
El capitán Abreu desechó mis hipótesis. Sucedía así en las películas, dijo con sarcasmo.
—Mejor visitamos a unos amigos míos —dijo, señalándome—, Silva y Zoraida irán a los CDR cercanos al sitio de la violación.
Nuestras primeras entrevistas fueron infructuosas. Abreu manejaba despreocupado por las señales de tránsito. Uno de sus amigos me miró desconfiado y tosió varias veces antes de decidirse a hablar.
—Por acá estuvo el Bala. Quería que le pintara la bicicleta, fue el viernes, lo recuerdo porque el compresor se me rompió y tuve que esperar al lunes para llevarlo al taller.
—¿Dónde vive el tal Bala? —indagó Abreu.
Su amigo dejó nacer una sonrisa y se encogió de hombros en el sillón. El pequeño ventilador apenas movía el aire caliente de la sala y los tres sudábamos.
—No lo sé, capitán —me miró apenado y prosiguió—, ya no ando con esa gente, pero el Bala no es de estar en un mismo sitio.
No me gustaban los soplones, aunque sabía que necesitábamos sus servicios. Según abuelo Ramón, por un diezmo te delataban con los soldados de Batista. Son la peor raza de una sociedad —gritaba abuelo sentado en el portal, mencionando nombres que nadie conocía—, no importa si lo hacen por justicia, por treinta talentos como Judas, o para alimentar a los hijos. Un soplón es un soplón.
Volvimos a los recorridos. Había que encontrar al Bala. El calor de la tarde me pegaba al asiento y el vaho escapado del asfalto nos hacía ver cortinas de vapor en la distancia. El capitán manejaba despacio mientras la gente corría como hormigas locas que regresan al hormiguero.
Dimos una caminata por la calle principal y regresamos al auto.
—¿Nos llegamos a casa de la muchacha violada? —me sugirió.
—¿Para qué? —miré el reloj: pasaban de las cinco— Silva iba a entrevistarse con ella.
—Sí, te dejaré en tu casa, yo iré a la unidad; mandaré a circular a ese Bala.
Luego, como si fuéramos amigos, soltó la lengua: necesito una ducha, afeitarme y tener un tiempito para Zoraida.
—Sí, eso es bueno —dije, maldiciéndola.
Nos despedimos frente al edificio y subí al cuarto piso. Un ejercicio recomendable a gordos, pero no para tipos de mi talla. Apenas abrí la puerta noté un papel en el suelo, lo recogí y reconocí de inmediato la letra:
“Por la mañana recogí mis cosas y regresé a casa de mis padres: no aguanto más. Llámame.”
Debajo, en forma de posdata, “Zoraida” e incluía el número telefónico.
Me bañé temprano, en la televisión pasaban unas aventuras pésimas que descarté. Puse el casete de Silvio y busqué la botella de ron. Conté hasta el séptimo trago, luego dejé esa manía. Llegó un momento en que Silvio calló y yo no le hice caso: forcejeaba con dos enanitos cornudos que me pinchaban los ojos cada vez que trataba de abrirlos.
III
Apenas pude moverme cuando sonó el reloj despertador. Me lavé la cara y la boca con el agua que había en el refrigerador y corrí a la oficina. Detrás de mí llegó Silva, muy pulcro, demasiado planchado y adulador.
—¿Cómo les fue ayer? —dije amistoso, queriendo saber de Zoraida.
—Meee fue bien —gagueó—, Zoraida piiidió uuuna licencia.
—Está bien —aseguré, rehusando escucharlo—, cuando llegue el capitán haces la historia completa.
Sonrió agradecido mientras acomodaba las charreteras del uniforme.
—¿Vaaaamos a su casa? —invitó, lo miré extrañado— Pasa sisisiempre: ella se mooolesta y él se emborracha.
La puerta de la casa del capitán Abreu estaba abierta y llamamos. Silencio. Pedimos permiso a nadie y entramos. Sobre una mesa movible el televisor permanecía encendido, al lado del sofá dos botellas de ron vacías. El espejo de la sala devolvió mi imagen, el teniente Silva husmeaba en los cuartos.
—Ven acá —dijo, desapareciendo detrás de una puerta.
Allí estaba Abreu tal y como en las mañanas debía verlo despertar Zoraida: echo un guiñapo. La borrachera lo hizo vomitar, el piso y parte de las sábanas tenían restos de arroz, tomate y frijoles, formando bultos de comida en descomposición. Una botella de Santa Cruz había rodado hasta el closet. La destapé y bebí. Delicioso. Le brindé a Silva que rehusó. Me di un trago largo y la puse en una de las gavetas de la cama, entre la lámpara de noche y una carta de Zoraida.
No pude contenerme y mientras Silva luchaba por despabilar al capitán, me sumergí en su lectura. Los ocho meses de aquel matrimonio estaban en una cuartilla llena de insatisfacciones por… ¡nuestra separación! “Es mi culpa por consentir una relación que nunca iba a darme placer.”
Coloqué la carta en la gaveta. El capitán despertó, me clavó los ojos sin curiosidad y se pedó como lo que era: un puerco.
Entonces quedó tendido en la cama, sin preocupaciones.
— ¡Qué peeeste…! ¡La agarró bueeena anoche! —ironizó Silva y me alejé de ellos.
El capitán no demoró en sentarse en la cama.
—Estoy jodido, Zoraida me botó como a una colilla —confesó.
En vez de soltar la carcajada de emoción que me inundó, le aconsejé:
—Por qué mejor no se baña. Andamos en un caso de robos de bicicleta y violación.
Levantó los ojos y me llegaron llenos de odio. Iba a falsear la historia: diría que un militar compañero suyo, integrante de su equipo, había destruido su matrimonio. Comprendí que este no era mi mundo, no sentía vocación por aquel trabajo, ni deseaba compartir la hipocresía de otros colegas.
—Nosotros conversaremos luego —dijo desafiante, antes de volverse a Silva—, ¿tienes el resumen de ayer?
—Sí, capitán —y le alargó unos papeles.
—No, mejor dáselos a este —me señaló—, que los lea en voz alta, voy a bañarme.
Pensé insubordinarme, pero la letra del informe era de Zoraida y decidí leerlo. Hablaba del encuentro con la muchacha violada. Según el doctor, Roxana Muñoz Pérez sufría una amnesia anterógrada, con un estado depresivo marcado; no era virgen al momento de la violación, ni se encontraron huellas de lucha.
—Yaaa está en su casa —informó Silva.
Un rato después íbamos hacia allá. El auto dobló por la calle central del reparto y adelantó a un carretón cargado de carbón. Veinte pesos por saco, decía el cartón que colgaba al lado del hombre.
— ¡Oportunistas! —dijo Abreu con desprecio—, si no los atajamos a tiempo se harán ricos.
El teniente Silva afirmó presto, yo pensé en mi abuelo Ramón; había sido carbonero y aseguraba que era uno de los peores oficios. A mí, cuando pequeño, me hacía repetir su frase célebre: el que trabaja la tierra se hace tierra. Era su modo de prevenirme para que nunca me dedicara a las labores del campo.
Roxana Muñoz Pérez, dieciséis años, estudiante de politécnico, 1,65 de estatura, 62 kilogramos, piel blanca, ojos pardos… eran datos recogidos en el expediente policial. Un hombre gordo y blanco, de ojos amarillos verdosos, con un bosque de vellos sobresaliendo por su camiseta, nos abrió la puerta. Vestía pantalón verde olivo talla extra y su voz sonó suave y pausada.
—Sí, ¿qué desean? —dijo a modo de saludo.
El capitán Abreu se identificó y nos presentó.
—Quería hacerle unas preguntas a Roxana —informó.
—Es mi hija, tomó un diazepám y está dormida, ¿yo puedo ayudarlos? —dijo y nos mandó a sentar mientras nos traía café.
Sobre el televisor una foto de los quince de Roxana. Colgada a la pared, la imagen del Che nos observaba con fijeza. Dejé de mirar la quinceañera y me tomé el café con los ojos sobre el Che. Nunca se lo reproché a mi padre, pero al mudarme al apartamento que heredé de mi abuela, quise llevarme las fotos de Camilo y el Che que él le regaló al capitán Norge.
Puse la taza en la bandeja y escuché al capitán.
— ¿Su hija tiene novio? —indagó a rajatabla.
—No, ella es una buena muchacha, ¿sabe?
— ¿Alguna discusión en el politécnico?
El hombre abrió los ojos y negó con la cabeza.
—No entiendo por qué le hicieron eso. La bicicleta es lo de menos, yo crío puercos; puedo vender uno y ya, pero lo otro, ¡eso yo no lo perdono…!
Su voz desafiante recorrió la casa. Había mucho dolor en su mirada de súplica.
—Cálmese —le pedí—, su hija es muy hermosa, tendrá algunos pretendientes, aunque ella los rechace.
—Mi niña solo piensa en el estudio —aseguró, levantándose de la silla.
Miré a mis compañeros con deseos de gritarle al hombre que tenía al frente que despertara: “¡Señor, señor, se equivocó de siglo! ¡Vuelva atrás o deje vivir a su hija!”
—Bueno —dijo Abreu a tiempo—, este es mi teléfono, cualquier cosa que recuerde, no deje de llamarnos.
Con el pretexto de encontrarme con unos colaboradores, me separé de ellos y cogí en dirección de la casa de mis padres. La vieja me vio llegar y se secó las manos con el delantal que acostumbraba a ponerse mientras cocinaba.
—Hola, por acá —dije, acariciándola como se merecía.
— ¡Qué abrazo! —jaraneó, luego buscó mis ojos— ¿Qué pasa ahí dentro? —dijo y me alborotó el pelo.
No podía mentirle a mi madre.
—Zoraida se divorció —dije y la vi asentir.
—Ella vino buscándote —dijo camino de la cocina, la observé abrir el termo y servirme café—, seguro no has tomado una taza en todo el día.
Suspiré con el primer sorbo, no era un café mezclado con chícharo, le faltaba ese amargor molesto que se te pega al paladar, pero tenía las iniciales del buen café: caliente, amargo, fuerte, exquisito… No era Zoraida lo que me traía preocupado.
—Vieja, me voy de lo militar, el viejo formará un berrinche, pero yo no tengo vocación para esto.
— ¿Y Zoraida?
—Será mejor para los dos. Luego, si se decide, la pongo a trabajar conmigo.
—Entonces, ¿va en serio?
— ¿…?
—Lo tuyo con Zoraida. Lo del trabajo no importa; a mí tampoco me agradó que estudiaras eso por zafarte de Oscar. ¡Mira hasta donde llegó el quererlos hermanar! —se pegó, susurrándome—, él anda con una mexicana que ya lo invitó a México.
La miré extrañado de que supiera tanto.
—Oye, ¿de dónde sacaste tanta información?
—Es verdad —se defendió al pellizcarme—, Gonzalvo se lo dijo a tu padre, resulta que ese viejo anda de lo más emperifollado porque su hijo va a salir del país, y eso no es todo.
—¿…?
—Si llega a México cruzará la frontera con Estados Unidos, dice que se acogerá a la Ley de Ajuste Cubano. ¿Te imaginas? Si tu padre juega dominó con Gonzalvo que consiente que su hijo se vaya del país, ¿cómo va a ponerse bravucón porque cambies de trabajo?
—¡Estás apretando! —alabé su filosofía— En lo que cocinas algo rico, buscaré a papá en casa de Gonzalvo.
—Está bien, así tengo tiempo de plancharte la ropa que te tienes aquí lavada.
El viejo Gonzalvo descubrió mi presencia.
—¡Miren quién llegó! —gritó cariñoso y cojeó aprisa— Dame un abrazo, muchacho. ¿Sabes que Oscarito va de visita a México?
—¿…?
Lourdes, su esposa, dejó de mover las fichas del dominó mientras mi viejo sonreía orgulloso desde su asiento. Llegué junto a él y lo abracé.
—¿Y tú qué haces sin uniforme? ¡Cogiste vacaciones otra vez! —jaraneó.
—Ojalá, pasé a darles una vuelta, ¿qué calores, no?
El ventilador con motor de lavadora rusa rugía sin apenas mover las hélices. Lourdes aprovechó para secarse con un pedazo de toalla el cuello y los brazos.
—Este agosto tiene más calor que el verano pasado —aseguró Gonzalvo—, ¡secó la mata de mango! Oye, ¿cómo te va en la Policía?
—Me va… —dije sin deseos de mentir y desperté la alarma en mi padre.
—¿Tuviste algún problema? —dijo y quedó observándome.
Negué con la cabeza.
— ¿No vas a saludar a tu amigo? —atajó el viejo Gonzalvo— Está en su cuarto; imagínate, se cansó de esperar una carrera como la tuya y matriculó Inglés, ¡qué bien le fue! —echó a reír como diciendo: qué relación tiene el inglés con el viaje a México— Se casará con esa mujer; ¿tú vendrás a la fiesta? Ella es un poco mayor, pero muy elegante, usa unos perfumes…
Lourdes le cortó la inspiración con un manotazo.
—¡Te has vuelto loco! —me miró para que la asesorara— Adriancito es militar, si va a la boda de una extranjera pierde el trabajo.
Yo no tenía deseos de ponerme a explicar una ley que apenas conocía.
—Voy a ver al señor don Oscar —dije, entrando a la casa.
Oscar Gonzalvo estaba acostado con unos audífonos puestos. Hizo un gesto para que me acercara y me golpeó el hombro como acostumbrábamos.
—¡Quién se irá a morir! —dijo, quitándose los audífonos y se golpeó el pecho como hacía en el preuniversitario al contarme sus conquistas amorosas— Tengo un pie aquí y otro en México lindo y querido… —tarareó.
Me senté en la cama y Oscar comenzó a rascarse la cabeza.
—Voy a dejar lo militar —le dije.
Él chifló bajito y volvió a golpearme.
—Tu viejo se pondrá del carajo, tú sabes que él y mi padre ven por tus ojos.
Yo había pasado cinco años de universidad y dos de graduado. Sin embargo, acudía a Oscar para hablar estas cosas: él me inspiraba más confianza que mis compañeros de trabajo, aquí podía sentirme libre de presiones.
—¿Cuándo te licencias? —dijo, pensativo— Yo quiero que seas el padrino de mi boda. Tú eres mi amigo desde fiñe, my brother.
—Lo sé, pero todavía no me licenciarán; llevo un caso de robos de bicicleta, ¿te acuerdas de Zoraida? Trabajamos en el mismo caso: una estudiante a la que le robaron la bicicleta y la violaron, pero a lo que vine: me van a chapistear el carro del viejo y necesito comprar un parabrisas.
—Yo estoy más tranquilo que una estatua, pero te ayudaré con tus dos preocupaciones; tengo unos socios en La Habana que pueden conseguirme un parabrisas, y sin moña.
—¿Cuánto me cuesta?
Apretó con fuerzas la almohada y me golpeó en la cabeza.
—Nada, yo voy el sábado para La Habana a buscar la jevita, nos vamos a pasar unos días allá en mis trámites y te lo traigo… regalado.
—No, qué va, Oscar. Si es así, olvídalo.
—¿Qué carajo pasa, Adrián? —dijo furioso y lo vi sentarse en la cama— Tú eres el hermano que no tuve, tu viejo y el mío se han cuidado las nalgas durante cincuenta años. Eso no cambiará por irme del país. Además —intentó aligerar tensiones—, así tengo carro y chofer de confianza cuando venga de visita.
No iba a pelear porque Oscar se empeñara en ahorrarme dinero.
—¿Y lo otro? Lo de los robos de bicicletas —preferí decir.
Se levantó y fue hasta el closet, de una camisa sacó un papelito medio estrujado.
—Yo no tengo vocación para trompeta, pero si eso ayuda a que te liberen, voy a transar. El martes vinieron a ver si quería llevarme unas bicicletas para La Habana, les dije que estaba quitado de eso. No me creyeron y dejaron su dirección; si te sirve, ahí la tienes.
Me entregó el papel y respiré sobresaltado. Se trataba del Bala y la dirección era por la circunvalación Norte: el mismo lugar en que violaron a Roxana.
—Si me apuro, seré el padrino de tu boda —bromeé camino a la puerta—, y nosotros no le decimos trompeta a la gente que nos ayuda, sino colaboradores.
—Vete a la mierda —gritó, aceptando la broma—, son chivatos, soplones, informantes…
Lo dejé con su glosario de calificativos y avisé a mi vieja para que me guardara comida. Si actuábamos rápido habría más probabilidades de obtener las pruebas de los robos, con suerte aparecía la bicicleta de Roxana. Solicitaría el licenciamiento apenas cerrara el caso y le propondría a Zoraida que viviéramos juntos; ¡tenía unas ganas de verla!
Abreu y el teniente Silva estaban en la oficina, dibujando un mapa de los sitios con mayores facilidades para esconder las más de cincuenta bicicletas que habían sido robadas en ese mes.
— ¡Los tenemos! —casi grité, poniendo frente a ellos la dirección, luego conté todo, menos quién era la fuente de información.
—Llamaré a García para que comience el operativo —dijo Abreu, desganado.
Los autos patrulleros llegaron detrás de nosotros, un cordón policial rodeaba las dos casas apartadas de la carretera por una franja de marabú.
El capitán Abreu tocó a la puerta semiabierta.
—Pasa que estamos colando —invitó una mujer y Abreu repitió los toques.
Enseguida escuchamos el sonido de unas chancletas.
—Oye, te mandé a… —la mujer, una mulata gruesa, entrada en años, se detuvo con la boca y la puerta abierta.
— ¿El Bala está? —dijo Abreu, andábamos de civil, pero la mujer pudo olernos.
—¡Aquí no hay ningún Bala! —alzó la voz y bloqueó la puerta.
Hubo unos ruidos dentro y dejamos a los testigos forcejeando con la mujer para que soltara al capitán, enfrascado en cruzar por aquella puerta.
Un tipo salió corriendo y chocó contra uno de los policías, rodaron por el suelo y los demás lo esposaron. Nosotros corrimos detrás del supuesto Bala.
—Entró al marabú —dijo un policía y pedí estrechar el cerco.
Candela. Al marabú hay que darle candela, quemarlo un buen rato, luego es fácil entrar y hacer un horno, decía en su locura el abuelo Ramón.
—Tiene que haber un limpio, si hay un horno sin quemar, puede que esté dentro —dije.
Encontramos tres hornos pequeños quemando y uno grande a medio sacar, pero ni rastros del Bala. Los sacos llenos estaban arrinconados al montón de paja que utilizaban para sellar los boquetes de candela.
Registramos la paja y nada.
—No puede escaparse —refunfuñaba Abreu, todo estrujado—. Las bicicletas están ahí, los muy cabrones estaban colando Guachy.
El capitán Norge miró al cielo, desalentado.
—Tiene que haberse enterrado en un hueco; hay que volver a caminarlo todo antes que caiga la noche.
Abuelo Ramón contaba en su delirio que él y sus hermanos ayudaron a los alzados, llevando armas y municiones dentro de los sacos de carbón. No era un invento de ellos, por eso en ocasiones pasaron grandes sustos con la guardia rural.
Apunté hacia los sacos de carbón y los demás me entendieron.
— ¡Aaacá está! —gagueó Silva, tratando de inmovilizarlo.
El Bala no tenía color definido en ese instante, su cabeza era un montón de paja seca que revoloteó en el aire. Ayudado por otros policías, Silva logró inmovilizarlo y colocarle las esposas.
—Muy bien, Adrián —dijo solemne el capitán Norge, dándome unos golpecitos en el pecho—: quizás proponga tu ascenso.
Quise explicarle que no lo hiciera, pues esa noche redactaría mi solicitud de licenciamiento: que yo no sentía vocación para esa actividad, pero, ¡maldita manía de los jefes! Norge corrió a unirse al mayor García, dejándome con las palabras en la boca.