El VIH/sida llegó a Cuba, en fecha imprecisa, durante el primer lustro de la década de 1980, en la sangre de los combatientes de las guerras en África y de los colaboradores —civiles y militares, de distintas profesiones— en varios países de ese continente. Una vez de regreso a la Isla, los portadores —la mayoría, sin saberlo— comenzaron a diseminar el virus. Sin embargo, la primera información en la prensa nacional sobre una muerte por sida —aparecida el 26 de marzo de 1986— apunta en otra dirección. Se trataba de un artista cubano que había estado trabajando en Estados Unidos. De acuerdo con la noticia, «esta persona, que era escenógrafo de profesión, contrajo la enfermedad en Nueva York, adonde había viajado por cuestiones relacionadas con su trabajo en 1982». Por el sitio donde apareció la información (página 1 del periódico Granma, órgano oficial del PCC), el espacio que ocupó y el contenido de la misma, más que una nota necrológica se trataba de una comunicación editorial.
Apenas unos días después de esa publicación, como consecuencia de una política sanitaria en curso, se abrió el primer sanatorio para casos VIH/sida en una finca llamada Los Cocos, situada entre Santiago de las Vegas y el pueblo de El Rincón, en el municipio habanero de Boyeros, al sur de la capital cubana. Tal institución, en los primeros tres años, estuvo bajo custodia militar, y a partir de 1989 pasó al Ministerio de Salud Pública.
La función que debía cumplir aquel sanatorio, así como los que se crearon después en otras provincias del país, era brindarles atención médica a esas personas y ayudarles a vivir con el VIH, pero también aislarlas del resto de la sociedad. Esa política de internamiento obligatorio a los portadores del VIH y a los enfermos de sida estuvo vigente cerca de diez años en Cuba. Justamente ese régimen sanitario, las normas y métodos que se aplicaban, así como el sanatorio mismo, ocuparon gran espacio en muchos de los cuentos que se escribieron alrededor del tema. La presente compilación da muestras de ello.
El sanatorio de finca Los Cocos fue una comunidad muy peculiar. En aquella especie de burbuja social convivían personas muy diversas entre sí; era una suerte de muestrario de la sociedad cubana en cuanto a profesiones, religiones, credos, ideologías, géneros, o preferencias sexuales. Y en tanto había músicos, pintores, diseñadores, ingenieros, médicos, periodistas, egresados de carreras humanísticas, y mucho tiempo libre, era lógico que nacieran y crecieran grupos de arte y literatura.
Hacia 1992, invitado por Ana María De Rojas, asistí al taller literario que ella atendía en el sanatorio. Luchando internamente con los prejuicios, acompañado por otros profesionales de la literatura, traspasé los muros de aquel sitio arcano. Fue un día mágico, una de esas experiencias que te marcan la vida para siempre. De golpe y porrazo, los jóvenes que integraban el taller literario me cambiaron radicalmente los estereotipos que nos habían creado sobre los portadores del VIH. Eran personas que no parecían estar enfermas de nada, con un aspecto envidiable, y desprendían tal generosidad, amabilidad, agradecimiento hacia nosotros por estar allí, compartiendo con ellas, que potenciaban en alto grado el diálogo, la comunicación. De ese primer encuentro fecundo surgieron amistades que trascendieron la literatura.
Como cuenta Ana María en su testimonio, el taller literario del sanatorio, ese acto fundacional en el que ella participó al atreverse a penetrar en un espacio desconocido y satanizado, abrió una puerta que poco a poco se fue ensanchando. Esa puerta la traspasaron no pocos escritores y profesores para dialogar y potenciar el crecimiento del taller que posteriormente sería nombrado La montaña mágica, núcleo germinador del proyecto cultural comunitario de igual nombre. Luego, la puerta se abrió más aún, pero hacia afuera, y permitió la salida de los miembros del proyecto a distintos encuentros culturales en la capital.
En 1997, Ediciones La Palma, radicada en Madrid, pero con clara vocación por la literatura cubana, publicó Toda esa gente solitaria. 18 cuentos cubanos sobre el sida, una compilación de relatos realizada por Lourdes Zayón Jomolca y José Ramón Fajardo Atanes. El conjunto autoral estaba integrado por miembros del taller literario del sanatorio junto a otros jóvenes escritores. Se trataba de un registro muy valioso del tema en la Isla. Un año más tarde, en La Habana, Ediciones Extramuros publicó La noche comienza ahora, pequeño tomo de cinco cuentos de Miguel Ángel Fraga —fundador del taller literario—, un avance de No dejes escapar la ira (Letras Cubanas, 2001), cuyos diecisiete cuentos recorren una amplia diversidad temática alrededor del VIH/sida. En 2018, Ediciones La Palma volvió a interesarse por la narrativa cubana sobre el VIH/sida y publicó —en su Colección Cuba— la novela testimonio Casa cercada, del propio Fraga, un libro esencial para conocer, desde la pupila de un protagonista, la vida en Los Cocos, una narración surgida del diario del autor durante su estancia en aquel sitio (1992-1997), el Diario de un sobreviviente, como bien reza el subtítulo. Ahora, un cuarto de siglo después de la publicación de Toda esa gente solitaria, Ediciones Hurón Azul, heredera y continuadora de la vocación de La Palma por la cultura insular, es la encargada de un nuevo libro coral de relatos de autores cubanos con el VIH/sida en su centro.
DEL CUERPO Y LA NOCHE INSULAR
El virus de inmunodeficiencia humana (VIH) se adquiere, fundamentalmente, por las relaciones sexuales; por tanto, el sexo es un asunto casi siempre presente en la narrativa del sida, así como el amor y la muerte. Sexo, amor y muerte es la triada que recorre casi todas las historias de este libro. Los que cambian son los escenarios, los personajes, los asuntos, los argumentos, y las maneras de contarlos. Hacer el amor, esa construcción lexical que convierte el acto sexual en una acción amorosa, adquiere una carga trágica cuando ese acto te puede costar la vida. Entonces, amor=sexo=muerte. En muchos cuentos de este libro se expresa esa ecuación, esa metáfora del sida, aunque no necesariamente con los tres elementos.
En «Ejercicio de imaginación», de Jorge Alejandro Camacho, el amor como sentimiento o emoción no está presente. Oscar, el protagonista, «colecciona amores como sellos», pero ya sabemos que el narrador se refiere a conquistas. Oscar es un ligón, un tipo «muy cotizado por las chicas, que se lo fornican con asombrosa asiduidad». Mas, esa facultad ligona le juega (verbo principal del cuento) una mala pasada, pues lo conduce a contraer un virus que resulta similar a una condena de muerte: «si la ciencia no logra tenderle la mano con un recurso nuevo e inesperado, sus días están contados».
Gervasio, el personaje de «Huitzel y Quetzal», de Alexis Díaz Pimienta, está muy distante del personaje de Oscar. No es un conquistador, sino un hombre tímido, pero la casualidad, o el destino, le envió a Maritza y él creyó haber encontrado el amor de su vida cuando en realidad le dio una carta marcada por la muerte. Como Oscar y la innombrada muchacha de «Ejercicio de imaginación», Gervasio y Maritza también terminan en el sanatorio. Solo que el desenlace es a la usanza «romántica»: «tendrás fecha de boda, luna de miel, cerveza, y el cuerpo de Maritza para siempre, hasta que la muerte los separe».
¿No te da miedo la muerte?, le pregunta Giliana a Andrés (en «Umbral», de Ricardo Arrieta). La muchacha es seropositiva y su condición tensiona al máximo la relación: «tocarla era tocar una llama que estalla antes de extinguirse». La muerte, en forma de tiempo que se agota, está gravitando siempre entre ellos, pero el amor aquí tiene otra connotación: para Andrés, «hacerle el amor era también hacerla vivir». El acto sexual se expresa, igualmente, con otras metáforas, y la propia Giliana se ofrece como una fruta para el consumo: «ven, cómeme». Un desafío al que Andrés responde con un acto supremo de sacrificio amoroso. La ecuación se completa entonces con el tercer elemento.
El amor es un imposible en «Una nueva estación», de Karla Suárez, porque una barrera infranqueable se interpone entre ella y Joao (seropositivo). En realidad, el sentimiento amoroso, las emociones, el pálpito del amor, toman posiciones en ambos, pero el temor al contagio es un muro demasiado alto. El amor aquí se establece como conflicto, aunque de distinta forma en cada caso. Para ella, la proyección de él, casi todo el tiempo, es un enigma: «el amor se parece demasiado a la duda»; para él, el amor es un problema sin solución, «debajo de cada piedra hay un problema y es mejor no levantarlas». Pero es ella quien deja constancia de la tesis del cuento: «hay tantos lenguajes, tantas formas de amar que no pueden ser cortadas por un virus, ni por el peor virus, que es la ignorancia ajena, la marginación, el enterramiento de los vivos, y tú estás vivo, soy tan feliz, que aunque ya tenga que irme y esté lejos no dejaré que el invierno vuelva a ser tu estación».
La «aventura sexual memorable» que vivió el personaje protagónico de «Castigo y crimen» (de Ronaldo Menéndez), se convirtió en su pesadilla. Lo enredó en un complot letal contra su persona, y una vez conocidos los detalles, sintió una doble sentencia: por el sida y porque, dicho a la manera de Borges, «no había destino para él sobre la tierra: había matado a un hombre». El relato despliega la metáfora del sida como enigma, secreto, ente innombrado y fatal.
La condena y la paranoia de la persecución, también la sufre la muchacha de «La piel de Inesa», del propio Ronaldo. De ella solo sabemos que está «enferma de la carne y la sangre». La historia es lóbrega y en su tejido narrativo los personajes transitan por un espacio-tiempo borroso, difícil de asir, ocultos entre la bruma de un mal sueño: «Me escondo como si hubiera matado a alguien, y tú siempre me buscas», dice la muchacha enferma, que aparece y reaparece en un laberinto (otra vez Borges) de trenes que atraviesan la noche y amenazan, en el último acto, en un juego macabro, con la embestida final.
Oscura, brumosa es, de igual modo, la historia de Ariel, el personaje de «El arte de volar», de Ernesto Santana, quien vuela hacia la muerte en medio del delirio y la fiebre; antes, nos enteramos de algunos fragmentos de su vida, como la guerra en África, episodio fatal, quizás el origen de su mal, no de la enfermedad, que vino de Rita. Pero no hay rencor para ella en la hora última, cuando amor y sexo confluyen en la imagen de la muerte: «Marita tenía los senos tan suaves como los labios, igual que los senos y los labios de Rita María, pero sus ojos eran agujeros negros. O acaso así los quiere ver ahora, mientras cae por ellos».
En cambio, el rencor y el odio sí toman posesión del otro relato de Santana, «November rain», cuya trama gira alrededor de la culpa y el perdón con una perspectiva trágica. Una noche de intenso placer, en tiempos de sida, se puede convertir en una maldición, una condena que cae sobre ambos cuerpos, sea quien sea el culpable.
El sexo, asumido como expresión liberadora de los sentidos, sin que importe el precio a pagar, es expuesto en «De nalgas al fondo», de Miguel Ángel Fraga. El personaje, referido por otro, ejerce su voracidad sexual como una cabalgata de placer perpetuo, pero ya en su fase de enfermo, la muerte ingresa en su discurso desde un humor muy negro, sarcástico, y la vida ya no es alegría, sino un calvario. El relato expresa, desde el título mismo, la filiación homosexual de los personajes. Sus únicos puntos de contacto, en el resto de los cuentos, son «Gunilla» y «La noche comienza ahora», del propio autor; y «En la diversidad», de Yoss.
Centrado en el descubrimiento de la identidad bisexual del protagonista —Leonardo—, el tópico de la muerte no ocupa espacio en el cuento de Yoss; en cambio, la palabra vida aparece mencionada en doce ocasiones. Pero Leonardo no experimenta su existencia con desenfreno —al menos no como el mencionado personaje de Fraga—. El punto de giro en su vida, al revés del otro, se produce cuando se contagia: «Tuvo que llegar el Sida, el final, la Gran Limitación, para que me aceptara a mí mismo por primera vez». Entonces…,
«Quizás fue el conocimiento de que mis años tenían ahora un plazo […] lo que me hizo preguntarme por qué cojones no los había vivido hasta las heces».
Vivir sin mañana, vivir el momento, es el leitmotiv y carta de presentación en el escenario de «Gunilla», de Fraga, que traza, en su peculiar monólogo, el relato identitario de un travesti con VIH. Si el personaje de Yoss se encontró a sí mismo al contraer el virus, Gunilla halla en el sanatorio el reconocimiento en escena que nunca tuvo antes: «aquí he alcanzado lo que he querido». Y, en contraste con esa búsqueda de aceptación interior, sin dobleces, de Leonardo, para Gunilla lo importante es desdoblarse, convertirse en otra, ser otra:
«No quiero que vean a la cantante a quien interpreto sino a Gunilla, la estrella temperamental que soy». Su definición de sí mismo es parte de ese performance en que vive sus días: «Soy una mentira feliz». Es a lo que más se puede aspirar en su condición y circunstancia. Pero la muerte no está invitada en «Gunilla», porque, «¿Cuántos momentos nos quedarán? Hay que pasarla bien, lo que nos falte que sea por una tristeza menor».
La tristeza es el sentimiento que prima en «Río abajo», de Eduardo Hernández. Para el personaje narrador, la vida es una embarcación que navega en una corriente indetenible, y ese flujo está a punto de lanzarlo al abismo. En sus minutos finales, mientras escucha el sonido que lo acerca a la sima, él trata de rescatar los mejores recuerdos y dejar un legado de alegría. El amor aquí no es el sexo, sino el sedimento de los años compartidos, y ese fruto de ambos que los trascenderá. Es el único cuento del conjunto que se enfoca en un drama familiar (padre, madre, hijo).
Dramático, intenso, es «El desesperado amor de los ahorcados», de Amir Valle, que traslada su argumento a escenario y ambiente mexicanos. La cultura del país azteca está presente en el relato desde la cita de Rulfo, que no es gratuita. Pero es la muerte la que extiende su sombra desde el primer párrafo, con la peor imagen del sida. La muerte es la pareja fatal —horca y verdugo— del amor desde el título mismo. Y es la muerte, anunciada en el cuerpo de Celene, la que cierra —para Carlo— el camino de reencuentro con el amor.
Si el cuento de Amir Valle narra los últimos momentos de un enfermo de sida, «La noche comienza ahora», de Miguel Ángel Fraga, se enfoca en el inicio, cuando aún la enfermedad no ha invadido el cuerpo, pero solo el anuncio del VIH en la sangre instala la angustia, el desasosiego; aunque no es la muerte lo que provoca el espanto, «lo inminente es la idea del rehén, la sociedad que me destierra hacia un lugar donde el morbo genera sentimientos de impotencia y muerde los pecados. Adiós futuro».
El cuento de Fraga expresa, con autenticidad —el autor lo vivió en carne propia— la carga de estigmas que tuvo el VIH/ sida en sus primeros años, cuando se le identificó con un virus propio de los homosexuales: «Ahí tienes por tu promiscuidad, tu prostitución, tu extravagancia. Un índice marca mi entrecejo. Ese es maricón, escupe y sigue».
Toda enfermedad cuyo desenlace sea mortal a corto plazo, provoca en quien la padece similares estados emocionales: miedo, tristeza, dolor, angustia, pesar; pero en el VIH/sida se sumaba, además, el temor a los prejuicios, a los estigmas, al rechazo familiar y social, a la marginación. Esos elementos están presentes en estos cuentos porque su escritura data de los años en que la terapia antirretroviral apenas era conocida y la información que poseía la población en general sobre el virus, la enfermedad, los portadores y los enfermos, era escasa y limitada, por tanto potenciaba los prejuicios.
Como el sanatorio se menciona en casi todos los relatos, ya sea como sitio de convivencia o como espacio simbólico, tener conocimiento de la política sanitaria que se aplicaba en Cuba con relación al VIH/sida y el régimen de vida sanatorial en los primeros años, en la primera década, es un complemento necesario para el lector de este libro. Sin ese conocimiento es difícil entender un cuento como «Sin reservas», de Pedro Pérez Rivero.
El cuento de Pedro narra la relación de amistad que se establece entre una muchacha, recluida en el sanatorio, y su acompañante: aquellas personas que designaban para custodiar a los internos —los que aún no eran confiables— cuando salían de la institución. Ese custodio se les pegaba como una estampilla todo el tiempo para fiscalizarles cada movimiento. Pero había acompañantes que llegaban a convertirse en verdaderos amigos del custodiado, como sucede en este relato, que refiere además, el difícil proceso de tránsito y adaptación de la portadora a su nueva vida.
Los relatos aquí presentes, desde una multiplicidad de voces y formas expresivas, reviven los años en que el VIH/sida se asentó en la Isla, extendió su sombra en la sociedad, y derivó en encierros, aislamientos, marginaciones, secretos, políticas que suscitaron polémicas en variados campos: la salud, la ética, la moral, las costumbres, el derecho, el sexo, el amor… Las metáforas del VIH/sida en la literatura se nutrieron con aquellas realidades y conformaron un imaginario que ahora, tres décadas después, se constituye en historia. En el presente, los tratamientos antirretrovirales y la información disponible han variado la carga de significados. Despojado de su mayor sustento dramático, su halo trágico, el tema ya apenas aparece en la literatura. Sin embargo, otro virus —circunstancialmente dramático y fatal— recorre ahora el mundo y es muy probable que cuentos y novelas que se están escribiendo los conecten a ambos en sus tramas. Tienen muchos elementos en común.
La Habana, septiembre de 2021.