Aquellos tiempos felices
Para Heydi en su cumple.
Sí, mamá, fui yo quien la mató. Es verdad que me dio calabazas una pila de veces y yo quería vengarme. ¿Quién dijo que a esa edad no hay criminales? Claro que los hay. Y era mi momento.
El pre se prestaba para eso. Un edificio viejo, como todo en esta ciudad, lleno de recovecos, murciélagos en el pasillo, pestes, escaleras y aulas rotas. Nadie iba a investigar tan a fondo: un accidente más. Lo pude hacer en la escuela al campo ―¿cuándo la quitarán?, crea más pérdidas que nada: comidas, tiempo y calidad de trabajo, eficiencia― pero preferí hacerlo en este escenario de destartale. Sí, mamá, yo la maté, ¿quién dijo que somos el hombre nuevo?
Me parece que camino por los viejos pasillos, las aulas a un lado, al otro las escaleras. No estoy sola, conmigo están un montón de gente traslúcida, que son atravesadas por los muchachos y los maestros. Gente joven, muerta de alguna forma, aquí mismo, la mayoría sin cuidados, ni en su casa, aunque acallaron sus desapariciones. Otros dicen que estoy muerta, al igual que ellos, asesinada de forma similar. Estoy triste y no lo puedo entender. Di mi corta vida a una causa, creí ciegamente en ella, me sacrifiqué, iba a una escuela con un edificio horrible, sin condiciones, pero nunca me quejé creyendo que si soportaba, iría a la universidad y ya con mi título ayudaría a construir la nueva sociedad para mejorarlo todo. No llegué. Me mataron. Ellos me lo dijeron y me acordé de todo. Un niño de diecisiete años, con familia ausente de su vida ―y tengo que aclarar que no era negro, a pesar del barrio en que vivíamos todos―, pero estaba en el pre, en los últimos grupos ―ahora les contaré eso como lo sé―, se enamoró de mí y no aceptó mi respuesta. No pudo lidiar con el no. ¿Qué podía hacer?
Me gustaba la chiquilla, diecisiete años, bonita, muy bien formada a la cubana, inteligente, del grupo uno ―es otra historia―, militante…me enamoré pero ella no. Y la maté. Fue fácil: esa mañana decidí probar suerte por última vez y la cité a la azotea para ver desde arriba el matutino, le dije. Y la muy puta fue. Le pedí ser mi novia y dijo NO por cuarta ocasión. Y la empujé. Cayó en medio del matutino, escachada y llena de sangre. Se acabó la historia de amor. No entiendo por qué me mató, yo fui a la azotea por curiosidad, para ver algo cotidiano desde otra perspectiva. Pero su obsesión por mí era muy grande e incontrolable y me mató, a sangre fría. Truncó sueños y mi hermoso futuro. Me alegro que ya no era virgen, aunque al final fue una vulgar violación que no dejó nada claro de las relaciones entre hombre y mujer. Vi un hermoso y rosado pene erecto, fui besada, tocada, estrujada. Se acostaron arriba de mí, estuvieron adentro de mi vagina pero no tuve orgasmo. No valió la pena pero no morí virgen.
Cuando pasé al pre, a un iluminado de “arriba” se le ocurrió la genial idea de hacer un escalafón entre las siete secundarias del municipio. Yo fui el número seis ―de las primeras― y por eso caí en el grupo uno. Un grupo asqueroso, con la mitad llena de militantes perros, con una feroz competencia entre todos. Aprendí con ellos, a pesar de todo. Me dijeron lo de los grupos hechos por el número de escalafón municipal. Me reí. Así quedaba yo al final, asere. Y me tocó en el grupo 22. Pero en el uno había una niña muy linda. Tenía que ser mi novia. Seguro. Él estaba bien pero su coeficiente intelectual no. Traté de quitármelo de encima por las buenas. Seguía insistiendo, bastante molesto, incluso en la escuela al campo intentó darme la cañona. Y fue peor. Lo decidí: lo haría a la fuerza, sería mía de cualquier forma o moriría por mis manos. Eso es amor. Yo esperaba palabras bonitas, flores, poemas, un futuro esplendoroso. Y eso no estaba en sus planes. No era amor.
La escuela ocupaba toda una manzana. Era vieja, tenía muchos años el edificio pero habían puesto el pre ahí. Y antes la secundaria. La azotea se veía toda rota y en el último piso de aulas, ya sin paredes muchas. Los alumnos habían botado por las ventanas los exigüos pupitres ―cambiando los citadinos el nombre de la entonces secundaria por solar―. Efectivamente, iba un componente de las clases bajas que ni la disciplina lograba aplacar. Y así se “educaban” los hombres del futuro.
Subieron a la azotea en buenas migas pero él trató de besarla cuando estuvieron más cerca. Una vez más ―como antes, como ahora― ella lo rechazó. Furibundo, se puso rojo ante su rostro. No veía, no podía respirar. Y la empujó. ¿Qué se piensa? Ni que estuviera tan buena. Dio un corto grito, trató de aguantarse y cayó al vacío. Era lunes, así que el matutino era general. Todos los grupos, los años, profesores en el patio del centro. Convocados a la fuerza. Había que leer las efemérides, hacer honores a la bandera. Y ella cayó muerta, llena de sangre interrumpiendo la ceremonia y destrozando el día de los asombrados adolescentes.
La escuela al campo. La Revolución lo instauró diciendo que era una idea martiana de conjugar el estudio con el trabajo. Eran 45 días en contacto con guajiros, campo, hambre, mosquitos y calor. Donde los padres llegaban cargados de comida sacada de cualquier parte, incluso la bolsa negra, para que sus retoños no murieran de inanición. Eran 45 días enfrentados a ladrones, compañeros sin escrúpulos, sexo entre alumnos y con profesores: nada apto para su edad ni apegado a “los niños son la esperanza del mundo”. Eso sí: aprendían a defenderse de una manera casi feroz en ese corto tiempo. Pasado el período obligatorio ―los que estaban enfermos y no podían ir tenían que presentar una historia clínica fundamentada― se sentían ya grandes y maduros, lejos de las reglas rígidas de sus casas, aunque los mayores apenas llegaban a los 18 años.
Tengo 17 años y no soy virgen. Fui violada por un maestro joven en la famosa escuela en el campo. Ni siquiera tenía novio. Estaba aquel chiquillo del pre, ¿Mario?, pero no me gustaba tanto. Conocí a un hombre y me acosté entre plantas, a la luz de la luna, sin saber todavía del amor.
Julio era profesor de literatura, me embobó con poemas y caí en su trampa. Sin pensarlo, por pura curiosidad, perdí la virginidad. Era un profesor, repito.
Los pasillos del viejo edificio. Lleno de murciélagos, ratas y fantasmas. Ya nada sería posible. Todo por culpa de un despechado. Esos siempre sobran en toda época. Mi destino estaba trazado. Por triste que parezca.
Me iría del país. Total, no le importaba ni a mi familia, ni al pre. Ella no estaba ya y me había convertido en un asesino. Me asqueaba el país. Unos socios de la cuadra se piraban, lo tenían todo preparado para esa noche y me invitaban. Antes que llegara la fiana a detenerme. Podía llegar o no a mi destino, ¿qué importaba si moría en el intento? Nadie me atraparía. Ya era un asesino. El mar me esperaba. Olas furibundas. Agua en paz. Cielo encapotado. Sed. Sol. Ya sé, mamá, que nunca leerás esto, pero a pesar de todo, fueron tiempos felices.
8 de mayo 2023.
Yamilet García Zamora. La Habana, 1965. Narradora
Licenciada en Letras por la Universidad de La Habana. Maestra en Museos por la UIA de México, DF y Doctora en Teoría Literaria por la UAM de Iztapalapa, México. Trabaja como Profesora de Redacción y Literatura en la Universidad Panamericana, la UNITEC y el CAM, donde también imparte cátedra a la maestría en museos.