Apnea
And so you see, I have come to doubt
All that I once held as true…
Paul Simon (Kathy’s Song)
El trece de febrero a las once y treinta y tres minutos de la noche Primitivo Roca dejó de respirar. Recuerda la hora con exactitud porque miró el reloj de pared en el mismo instante en que se acabó el juego. Respiró por última vez antes del lanzamiento del zurdo Sarría, contuvo el aliento con el swing de Paco Torres y se mantuvo en suspenso durante la eternidad en que la bola viajó rumbo a las cercas del jardín izquierdo. La siguió ensimismado, con el grito de jonrón temblándole en la garganta, entre vapores de ron, para finalmente verla desaparecer en el guante del Correcaminos Guillén, escamoteada con vileza la victoria inminente, el campeonato anhelado, la fiesta color añil.
Primitivo quedó mudo. Se tapó la cara con el pañuelo para no presenciar el triste panorama de la celebración de los “orientales”, pero no pudo evitar que golpeara sus oídos, proveniente del solar vecino, la atronadora avalancha de la conga santiaguera.
Quince minutos más tarde apagó el televisor, cerró las ventanas, puso la tranca y pasó los seguros a la puerta, bebió un último buche de “chispa” para aliviar las penas y recién entonces se percató que llevaba todo ese tiempo sin respirar.
Fue una sensación extraña que, sin embargo, asimiló con total ecuanimidad.
Lo primero que intentó fue obligarse a inhalar de forma voluntaria.
No lo logró.
De alguna forma el aire que penetraba por su nariz no llegaba a los pulmones, tal y como venía sucediendo unas quince veces por minuto de forma espontánea desde que tenía uso de razón. Intentó tomar el aire a través de la boca pero sucedió lo mismo. Algo andaba mal en su cuerpo, y no transcurrió mucho tiempo antes de que hilvanara un razonamiento inquietante: si no podía respirar, ¿cómo es que aún seguía vivo?
Entonces llegó el pánico.
Primero fue una frialdad que recorrió su cuerpo paralizando cada músculo, luego la sensación de sumergirse en un remolino que se lo tragaba, inexorable, como el lento deglutir de una anaconda.
Primitivo no sabía mucho acerca de los mecanismos de ventilación del cuerpo humano. Se contentaba con comprender que, para vivir, el aire debía llegar a los pulmones y que, cuando uno fumaba, el humo iba a parar allí y los llenaba de mierda y luego venía el cangrejo y los mordía. Mucho menos conocía de los procesos moleculares de la respiración. Eso sí, de una cosa estaba seguro: Todos los vivos tenían que respirar. Sólo los muertos podían darse el lujo de una apnea tan prolongada.
“¿Me habrá dado un infarto con el singao jueguito ese?”, pensó. “Mira que Josefina me lo decía siempre: —Primo, no cojas tanta lucha con la pelota que te va dar una cosa un día”.
Ahora, si estaba muerto, ¿cómo era que lo seguía viendo todo igual, oliendo los mismos olores, y escuchando la cabrona conga que se empeñaba en colarse por los resquicios de las ventanas?
“Tanto lío y tanta cosa y al final la muerte va a ser la misma mierda que la vida”.
Luego lo pensó mejor y llegó a la conclusión de que no debía estar muerto y que quizás fuera sólo una pesadilla demasiado real. Se pellizcó los brazos con furia enfermiza, mas las brumas del sueño no se desvanecieron para devolverlo a la realidad.
“Va y resulta que es algún tipo de milagro y hasta me convierto en santo”, elucubró a continuación Primitivo. Él nunca había profesado ninguna religión, aunque tenía cierto respecto por algunas deidades. “Ná, ¿y si dicen que es asunto del demonio y me hacen como en El Exorcista? ¡Pa la pinga, no quiero ni pensar en eso!”.
Después de darle muchas vueltas al asunto decidió que debía acudir a la Ciencia. ¡Qué para algo estaban en el siglo XXI, carajo! Agarró el teléfono y llamó a su cuñado Bebo, médico del Cardiológico. Quedó en verlo de inmediato en su casa.
Recorrió con paso rápido las quince cuadras que lo separaban de la casa de su hermana. Incluso, corrió los últimos cien metros para tratar de forzar su organismo a respirar. Nada. El aire no pasaba. Como si una barrera invisible bloqueara el paso de la mezcla gaseosa por su tracto respiratorio.
Bebo salió a atenderlo al portal en short y chancletas. Se sentaron frente a frente en las mecedoras de madera y Primitivo le soltó a quemarropa.
—No sé qué me pasa cuñao, hace como una hora que no puedo respirar.
El galeno lo miró con la conmiserativa expresión de un mal psicólogo.
—A ver mi cuña, ya sé que la vida está dura y que te debes sentir sólo después que se te fue Josefina…
—No no, no has entendido ná mi hermano —interrumpió—. ¡Qué no puedo respirar de verdad, asere! ¡Qué el aire no me entra!
—¿Qué clase de yerba te fumaste, Primo? Ahora sí que estas jodío viejo.
—Coño, que es verdad, compadre, tienes que creerme. Trae el aparato ese que usan ustedes para oír los pulmones.
Bebo entró en silencio para no despertar a la familia y regresó con un estetoscopio. Examinó al paciente durante un tiempo.
Cuando rebasó el segundo minuto comenzó a preocuparse.
—Vamos primo, respira, no jodas más.
— ¡Que estoy tratando, compadre, pero te digo que me es imposible!
Después de diez minutos Bebo no podía estar más pálido. Con manos nerviosas sacó el esfigmomanómetro y le midió la presión arterial. Luego lo miró con los ojos muy abiertos en el rostro demudado y dijo con voz de ultratumba:
—Esto no es nada normal.
—¿No has oído hablar de algo así alguna vez? Quizás allá en Rusia donde pasan cosas raras y hay hombres morsas y esas cosas…
—Primitivo —explicó Bebo con voz átona—, el record Guiness de apnea en un ser humano es de nueve minutos. Una foca aguanta como promedio quince y un cachalote puede pasar hasta una hora y media bajo el agua. Tú has estado, según dices, más de una hora sin respirar. ¿Te das cuenta? ¿Sabes en qué consiste la respiración?
—¿Es por eso del oxígeno no? —inquirió Primitivo.
—El aire que respiramos lo usamos para obtener la energía necesaria para mantenernos vivos. O sea, Primo, que la gente se muere si no respira. Primero les sube la presión sanguínea y se ponen cianóticos, luego van dejando de funcionar los órganos, falta oxígeno al cerebro y luego al corazón y adiós. De hecho, en nuestra cultura occidental dejar de respirar equivale a la muerte. Dicho en otras palabras: a los efectos del pensamiento científico actual deberías estar muerto.
Primitivo tragó en seco.
—Tienes que ingresar ahora mismo en el hospital —sentenció Bebo.
—¡A esta hora! ¿Qué me van a hacer?
—Habrá que hacerte un chequeo completo, tomografía, rayos X, análisis de sangre, no sé, cuanta prueba se nos ocurra.
—No tendrán que meterme cuchilla, ¿no?
Bebo lo miró con expresión circunspecta.
—No sé cuñado, eso no te lo puedo asegurar.
—Mejor vamos a dejarlo pa mañana, Bebo. No puede ser tan urgente, ¡si yo me siento bien, asere! No me duelen ni los callos.
—Te espero mañana temprano entonces, Primo. Debemos saber qué está pasando contigo. No me explico incluso como puedes hablar si el aire no circula a través de la laringe. Esto pudiera ser una epidemia nueva, algo infeccioso, ya sabes, la guerra biológica…
Primitivo Roca regresó de la entrevista con su cuñado aún más deprimido que cuando llegó. No le gustaba para nada la perspectiva de servir de cobayo. Después de conversar con Bebo le resultaba evidente que la Medicina no tenía ninguna explicación y que sería sometido a largas, y quizás dolorosas, intervenciones. ¡Y él estaba campana! De hecho, se sentía aún mejor que antes, ya que al ahorrarse el cotidiano ejercicio de respirar había eliminado también la sensación de ahogo y de malestar que la rutinaria actividad provocaba en sus ennegrecidos pulmones de fumador empedernido.
Regresó a su casa arrastrando los pies. Pensó en hacer algo que lo ayudara a levantar el ánimo y olvidarse de este inquietante asunto. Mas era ya muy tarde para armar el tinglado del dominó en el barrio, los socios debían estar en los brazos de Morfeo, tratando de olvidar la derrota, y a los “orientales” no quería ni verlos hasta que se le pasara el berrinche.
“¿Y si busco a Reglita, la jabá del solar, y echo un buen palo?”, pensó y de inmediato desechó la idea. Temía que la preocupación pudiera afectar su hasta hoy invicta virilidad. “Primero muerto que despretigiao”.
A mitad de camino decidió ir a sentarse un rato al Malecón. Sabía que no podría dormir y ese era el lugar más fresco de la ciudad. Se acomodó en el muro mirando hacia el océano, los pies colgando sobre el arrecife, lo más separado que pudo de las parejas que se besaban muy apretadas en un acto que constituía todo un reto al calor imperante.
Contempló los pequeños barquitos de pescadores, el brillo fosforescente del mar y la luz del faro que giraba, metódica, barriendo la costa con su aire fantasmal. Miró las estrellas que exponían tímidas su luz apocada sobre una ciudad que las ignoraba. Se acordó de Josefina y las horas que compartieron en ese lugar. Rememoró los años más duros, cuando comían arroz con col y dulce de cáscara de naranja, cómo ella nunca había perdido su dulzura ni aún en aquellos días aciagos del ocho por ocho, cuando aprovechaban las ocho horas sin electricidad para amarse a la luz de una vela y luego se tumbaban a maquinar juntos sueños y esperanzas. O las idas y venidas en la Forever Bicycle por las calles oscuras y erizadas de baches.
Siguió dándole vuelta a la manija y se acordó de otras mujeres con quienes se había sentado en este mismo lugar. Más acá o más allá, pero en el mismo muro que se extendía único e indivisible, protegiendo del mar a ese pedazo de ciudad que tanto amaba, porque lo había visto crecer y hacerse hombre y caerse a piñazos con algún socio, o besar a una jevita y luego llevársela discretamente para la posada de 11 y 24.
Por esos vericuetos del pasado divagaba su mente, tratando de olvidarse de su preocupación actual, cuando le sorprendió una voz cercana a su derecha.
Giró la cabeza. Como a cuatro metros un hombre de corta barba blanca y gorra de los Yanquis de Nueva York pescaba sentado en el muro. O hacía que pescaba, como siempre sospechó Primitivo, que se engañaban a sí mismos los habituales del Malecón.
Le resultó raro no haberlo visto cuando llegó. Estaba seguro. ¿Cómo no acordarse de este viejo fornido, con camisa blanca de mangas cortas, short de caqui y pies enfundados en sandalias de cuero? Su figura le era familiar. Sí, le recordaba a un personaje que había visto en alguna parte, aunque era incapaz de precisar dónde.
—Compadre, olvide a esa jeva —repitió el hombre.
Trató de sonar circunspecto.
—Si se dirige a mí, compañero, por suerte o por desgracia no tengo mujer en quien pensar.
—Es una metáfora, compadre —contestó el viejo con una sonrisa ancha.
Su voz tenía el inconfundible acento del anglosajón que ha pasado mucho tiempo practicando el castellano.
—No entiendo, mayor. ¿A qué se refiere?
—Mira, Primitivo, ¿acaso crees que no sé por lo que estás pasando?
Esta vez lo miró con los ojos muy grandes y se quedó mudo. Podía jurar que no había hablado con ese viejo en su puta vida.
—Debo decirte que no eres el primero al que le pasa eso.
—¿Qué es eso? —atinó a preguntar Primitivo, poniendo el énfasis en el demostrativo.
—Me refiero a no respirar —puntualizó el viejo.
Primitivo volvió a enmudecer.
—Mira, Primo, sabemos que, bajo determinadas circunstancias, respirar puede no ser necesario. De hecho, muchas personas no lo hacen y siguen existiendo por años.
—Oiga, señor, como se llame…
—Ernesto —lo interrumpió el de la barba.
—Okey Ernesto, usted parece que lo sabe todo, no sé si será médico, adivino o de la seguridad, pero, ¿no cree que si fuera cierto ya hubiera salido por la prensa y…?
—Hubiese salido, querido, —lo interrumpió el hombre—, si alguien se atreviera a confesar que puede vivir sin respirar.
—No entiendo.
—Que simplemente hacen como que respiran.
—¿Cuántos?
—Miles, quizás decenas o cientos de miles, ¿quién sabe? Andan ahora mismo por esta y otras ciudades y, como tú, se han percatado de que no pueden respirar y que, a pesar de ello, siguen existiendo.
—¿Por qué no lo dicen?
—¿Lo dirías tú?
Primitivo suspiró.
—Sí, es más fácil embarajar el tiro y hacer como que sigues respirando…
—Parece.
—¿Y por qué a mí?
—¿Has tenido por un momento la sensación de que el mundo que habitas ya no te pertenece? ¿Qué se te escapa la vida aparentado ser otra persona? ¿Qué te mueves por senderos trillados como un papalote que describe en el aire las filigranas que le dicta la mano que agita el hilo? Algunos me han dicho algo así. Sólo tú puedes encontrar tus verdades o tus mentiras.
Una sorda angustia tiñó la voz de Primitivo.
—¿Qué coño puedo hacer?
—Es tu decisión, lo único que me es dado es ayudarte a entender un poco lo que te está pasando.
—Debería matarme si tuviera valor —dijo mirando con fijeza algún punto impreciso sobre la línea del horizonte.
—Es una opción —respondió Ernesto—. Cuando mi padre la tomó lo tildé de cobarde. Luego descubrí por mí mismo que el acto de tragarse el cañón del fusil y halar el gatillo no guarda relación con el valor de una persona, ni con la hombría. Es tan sólo una opción.
El hombre lanzó la caña de pescar. Primitivo la vio girar en el aire y brillar una última vez en la superficie del mar Caribe, como un pez de plata a la luz de la luna, antes de desaparecer en la negrura del oleaje que rompía contra la escollera. Cuando volvió la vista, su acompañante había desaparecido.
Estaba solo otra vez. Solo, con una revelación que aún no se atrevía a digerir.
Miró al mar y pensó que podría muy bien cruzar nadando las noventa millas sin temor a ahogarse. Unos años atrás quizás lo hubiera intentado, a pesar de los tiburones.
Hoy no.
Hoy debía encontrar un camino propio o seguir aparentando que no pasaba nada.
Se incorporó y echó a andar sobre el muro en dirección a la bahía, primero despacio, midiendo muy bien cada paso, cuidando siempre de no pisar las grietas. Poco a poco fue aumentando el ritmo de su marcha hasta que, sin darse cuenta, se encontró corriendo. Una velocidad que no creía capaz de desplegar a su cuerpo desgastado por los años de mala nutrición y el abuso del alcohol y el tabaco.
Las preguntas de Ernesto retumbaban dentro de su cerebro sacando esquirlas de pensamientos que hasta ese momento estuvieron aletargados, inmóviles y protegidos dentro de un entramado de falsa seguridad. Hacía años que no había pasión en sus acciones. Quedaba la pelota, es cierto; sin embargo, cada vez significaba menos. Ya ni ánimo tenía para ir hasta el Latino a ver los juegos.
Acuciado por la necesidad había renunciado a ejercer como Técnico Medio en
Química para irse a trabajar en la panadería. Mas con cada litro de aceite o cada kilo de harina robados —o “luchados”, para emplear el eufemismo de moda—, algo se iba endureciendo en su interior como un gozne que se oxida.
A la altura del parque Maceo ya sus pies casi no tocaban la solidez del concreto. “Se parece a los sueños que tenía cuando era chama”, pensó. Aunque el golpear del aire saturado de salitre en su rostro, y la sensación de agobio que aun le producía su incapacidad para respirar, le recordaban que estaba despierto. Quizás más vivo de lo que había estado en muchos años.
Desde que se fue la Jose había dejado de buscar el amor. Tomaba a las mujeres de paso, sin afectos, un simple acto liberador de sus necesidades, como comer o defecar. Una vez redimidos sus apremios solo pensaba en quitárselas de encima lo antes posible.
¿La política? Esa otra mujer hacía tiempo que le importaba un pito.
Torció a la derecha en Prado y comenzó a remontar la solitaria calle. Un par de borrachos dormían tirados en los bancos de piedra, custodiados por los leones del bronce. Dobló a la derecha en una de las primeras calles. Esta vez no iba a rehuir los barrios feos, el olor rancio de la orina acumulada en los zaguanes, las fachadas despintadas, los salideros de aguas negras, los edificios apuntalados, el hedor de los amontonamientos de basura en las esquinas. “Esta es también mi ciudad, aunque me dé vergüenza aceptarlo”.
La muerte, sí, una opción. ¿Y dónde quedaba aquello de “…un hombre puede ser destruido pero nunca vencido…?”. Muerte-destrucción, vida-derrota, todo muy complicado.
Supo entonces que aún no era el momento de aceptar ni su destrucción ni su derrota. Seguiría corriendo hasta el final, daría vueltas en el intrincado laberinto de esta ciudad ambivalente hasta que repararan en él, hasta cubrir las grietas de su mediocridad y romper el absurdo cerco de la apnea con alguna pasión nueva, nacida en la errática intimidad de sus entrañas.
Carlos Duarte. La Habana, 1962. Narrador
Doctor en Ciencias Biológicas. Premio en el Primer Concurso Internacional Sinergia, Realidades Alteradas, 2008. Un relato suyo fue seleccionado para Fabricantes de Sueños 2008, de la AECFT. Primer Premio del Concurso de CF de la revista Juventud Técnica, 2008. Mención Especial en el Concurso Luis Rogelio Nogueras de Ciencia Ficción, 2010. Finalista en el III Certamen Internacional de Poesía Fantástica miNatura 2011. Es uno de los fundadores del Taller de Literatura Fantástica Espacio Abierto y uno de los editores de la revista digital Korad. Cuentos suyos han aparecido en antologías de Argentina y Cuba, en diferentes ezines.