Narrativa

Apartamento H

Huele a mierda.

Desde al menos diez metros antes de llegar a la entrada al solar, huele a mierda. Todos los días. Lo mismo cuando regreso de la gimnasia matutina que cuando vuelvo en las tardes de la bodega o el mercado.

Siempre apesta.

Es un aroma impreciso; una mezcla de olor a mierda de perro, de gato, de cerdo, de pollos, de niño, de anciano, de gente normal; mierda dura, líquida, de vegetales, de carne, con parásitos… Lo mismo viene de los baños comunes, porque algunos apartamentos aún no tienen el suyo propio, que se escapa por las rendijas de las puertas entreabiertas o las persianas de las ventanas. El olor penetra hasta mis neuronas, mi estómago, hasta mis ganas de amarrar dentro de una sábana mis ropas interiores, un par de pulóveres, toalla, short, colgarlas en el palo de la escoba, largarme de este pestilente solar y acampar debajo de un puente. Los de la autopista son más tranquilos que los de la ciudad. Allí podré hacer mis necesidades tras los árboles o entre los matorrales, sin necesidad de echar agua.

Sin embargo, hoy, al pasar por las puertas y ventanas de los primeros apartamentos, el olor no es tan fuerte como acostumbra, hasta que llego a la puerta de mi morada, de mi gruta, de ese cuarto de seis por seis metros que cobija un sofá, un televisor ruso, un librero lleno de viejas revistas Sputnik y antiguas ediciones Huracán, la mesa del comedor con una silla, una cama camera con ocho bloques de hormigón como patas debajo del bastidor, el fogón, la balita de gas, un cordel amarrado a dos clavos en una de las esquinas para colgar la ropa, y un inodoro improvisado en otra: se tupe una vez por semana y permanece así hasta el día en que entra el agua. Ahí sí respiro un fuerte olor a mierda, como si la tuviera dentro de mis propias narices, dentro de mi propio cuarto.

Aún no me decido a abrir; ya introduje la llave en la cerradura, pero temo enfrentarme al escenario que pueda haber dentro. 

Valoro tres posibilidades:

a) El perro orinó y cagó junto a las patas del sofá. Porque no bastan los chancletazos, las noches sin comer, las zambullidas en un cubo con agua; si no lo saco bien temprano en las mañanas, no aguanta y esparce sus necesidades por cualquier rincón de la casa.

b) Danay y Limay aún dormidas en la cama: el perro ladrándoles para que lo saquen a la acera y ellas en el limbo, porque las dosis de alcohol y polvo de anoche estuvieron excedidas. Las chicas me pagan quinientos pesos al mes porque les alquile el cuarto. No es mucho, pero si valoro otras cuestiones, sí es buen pago, como por ejemplo, casi siempre me dejan mirar cuando se desnudan y se aman e incluso a veces me han invitado a que participe con ellas; pero al final debo dormir en el sofá y dejarles la cama. Se levantan desnudas, van al inodoro, escucho el chorro y siento el olor a heces, luego el chapoteo cuando se lavan sus partes y los portazos cuando se marchan a la calle a trabajar. Porque hay que hacer dinero, me dicen al salir.

c) El perro aún no ha consumado sus necesidades, pero Limay y Danay se fueron temprano y dejaron el inodoro tupido, por lo que ahora debo yo buscar un cable y metérselo. Como aún es bien temprano, podré salir con el cubo a ver de qué tanque tengo oportunidad de robar un poco de agua para echarle.

Acerco el oído a la puerta y no escucho ningún ruido dentro.

Abro. El perro durmiendo encima del sofá. Apenas me levanto, no pierde un segundo y ocupa mi lugar. Echo una olfateada en derredor y creo que no ha consumado sus necesidades. Limay y Danay se han ido. La cama está tendida. El inodoro limpio. Dentro de mi gruta se aligera la peste. 

Me quito el mono deportivo que me regalara hace más de diez años un jugador del equipo Industriales, amigo desde la niñez. Ambos jugábamos a la pelota, y yo incluso corría y bateaba mucho más que él, pero mi desinterés por el estudio y el trabajo, sumado a la temprana adicción por el alcohol, el cigarro y las putas, me alejaron de los entrenamientos. Ahora me conformo con salir todas las madrugadas y darle quince o veinte vueltas a la manzana, despacio, no para entrenar sino apenas para hacer una mínima catarsis de todas esas ansias reprimidas por no haber sido el deportista que siempre quise ser.

El escenario dentro no es ninguno de los tres calculados, por lo que no alcanzo a explicarme de dónde procede dicho olor. Vuelvo a asomarme al pasillo… Apenas abro la puerta, ya la peste casi no me permite respirar. 

Salgo y miro hacia la entrada, hacia el final; puede que haya alguien en el baño con males estomacales. Ayer trajeron a la carnicería el picadillo de soya, y de seguro se comió toda la cuota de un tirón, a ver si de esa media libra su cuerpo al menos digería diez gramos de carne.

Camino sigiloso hacia el baño. Siento un ruido en su interior. Me detengo. Escucho una voz que susurra y otra que gime. Dos pasos. Me agacho detrás de uno de los tanques de 55 galones, pero desde esa posición no oigo nada.

Mi madre, antes de marchar al imperio, siempre me recriminaba por escuchar la música tan alto: «Mijito, así te vas a quedar sordo antes de llegar a viejo». Sordo no estoy, pero a veces ya me cuesta entender lo que dicen las personas, sobre todo si no me hablan de frente. Aún en el aeropuerto, fui a despedirla con audífonos y me repitió su requiebro. Mi padre solo me dio unas palmaditas en el hombro y me dijo: «No le hagas mucho caso, siempre quiere controlarlo todo». «En cuanto pueda te mando dinero para que te mudes de ese solar apestoso», agregó entonces la vieja, hace casi cinco años.

Me pongo de pie. Avanzo otros dos pasos, y dos más, hasta llegar a una mesa llena de tarecos que me sirve de refugio. Los susurros y los gemidos son más nítidos. Solo me separan cinco metros del baño, de su puerta de madera llena de rendijas y orificios, por lo que no me será difícil descubrir la identidad de los protagonistas de la función. Escucho como si el clímax dentro del baño aumentara y avanzo ya sin tanto cuidado, pues si quiero enterarme no puedo tardar.

Llego hasta la puerta y no dudo en asomarme. ¿Quién me lo iba a decir? Bueno, cualquiera; en un solar todo se dice, todo se supone y nada se confirma, pero mis ojos sí acaban de confirmarlo: Ernestinita, la hija de Ernestina, sí, la hija de la mismísima responsable de vigilancia del cedeerre, con las manos apoyadas en el inodoro y la grupa inclinada, recibiendo las embestidas de Ricardo, el negro que siempre anda lleno de cadenas y dientes de oro, o al menos de algún metal similar, pues quien alardea tanto suele presumir de mucho más de lo que en realidad tiene.

No alcanzo a definir por dónde la ensarta, si por el sexo o por el trasero, pero sí presencio cómo en el final del clímax casi convulsionan. Escucho un pedo ruidoso y con fuerte olor. Ella le exige que se aparte enseguida, que se caga, y se sienta en el inodoro; lo que me hace pensar que la estaba poseyendo por detrás.

Me alejo.

El gato negro de María Fernanda, la mujer que tira las cartas, me mira desde su ventana, con sus ojos amarillentos como dos linternas en el gris del amanecer.

Lo ignoro.

Camino de espaldas, no sé si para confirmar si abren y me descubren, o porque aún deseo quedarme mirando a la mujer más apetecible del solar. Aunque Limay y Danay también son dos mulatas que se las traen. Ellas no se llaman así, claro; me mostraron una vez sus carnés, pero no pude memorizar los verdaderos nombres, de lo largos y complejos que son. Total; como «luchan» juntas, se hacen llamar así ante los turistas. «Es más comercial», me dijeron.

Cuando las dos se desnudan y comienzan a acariciarse se me pone más dura que el bate de aluminio con el que practicaba cuando aún no tenía ni veinte años, hace más de treinta. Ellas me llaman, se empinan las dos y debo sacarla de una y meterla en la otra, y así hasta que estoy a punto de eyacular y se los digo y ellas terminan de sacármela con sus bocas y se la reparten mitad por mitad como buenas amigas que son.

Hoy es viernes.

Los viernes y los sábados mis inquilinas muy rara vez vienen a dormir. Casi siempre ligan algún extranjero que se las lleva a un hotel, así que sólo regresan el domingo en la tarde para adecentarse un poco, dormir, y el lunes poder salir temprano para el trabajo.

Viven conmigo hace casi un año y nunca me han dicho dónde ni en qué trabajan de día. No tienen tipo de vender en una cafetería, menos en un agro, ni de recorrer cuadras proponiendo cucuruchos de maní o cuadritos de pollo con tomate. A veces las he sorprendido con unos sobrecitos y me dicen que es limpiador de ropa. Yo no les creo, pero disimulo. No es mi problema a qué se dediquen, mientras que me paguen el alquiler.

Hoy es viernes.

Yo no trabajo ningún día.

Con el dinero que me pagan, la comida que traen y el sexo que me proporcionan, no me hace falta comprar nada. Hasta alguna ropa me regalan de vez en cuando. Por eso, desde que ellas vinieron a vivir conmigo, dejé la gerencia en la empresa y de paso olvidé por completo a Camila, aunque no puedo negar que a veces pienso en ella y me masturbo.

Casi estoy ya de nuevo en la puerta de mi apartamento y solo ahora vuelvo a reparar en el olor.

No lo sentí detrás del tanque de 55 galones, por lo que no debía salir de casa de Paco, el gordo vendedor de ron. Tampoco de detrás del bulto de trastos, justo bajo la ventana de Lucrecia, que tiene cuatro niños con año y medio de diferencia, y el menor apenas gatea. Ni siquiera del cuarto de Cascabel y Mazapán, que limpian la casa solo los fines de año. Tampoco cuando me acerqué al baño ni en el regreso. Solo aquí, en la mismísima entrada de mi gruta, porque no me gusta llamarla casa, mucho menos hogar, sino cueva, gruta o algo parecido, cuando más morada.

Empujo la puerta.

Entro.

Cierro.

Aminora el olor. Me agacho y miro debajo de los escasos muebles. El perro ladra; le abro y sale. Vuelve el olor. Dejo la puerta abierta para que la iluminación me ayude a descubrir de dónde proviene tan indeseable e ilocalizable aroma.

Debajo del sofá, nada.

Bajo el librero, la mesita del televisor o la silla sin una pata que sostiene el quinqué y otros enseres, nada tampoco.

Debajo de la cama, nada.

Entre los zapatos, nada.

Por los rincones de la pared, nada.

Bajo el ropero, nada.

El inodoro y sus alrededores, mucho más limpios de lo normal, apenas con un ligero hedor a orine. Nada.

Regreso junto a la puerta y vuelve a acrecentarse el olor. La palpo, pego la nariz y la huelo, desde el piso hasta donde alcanzo. 

Tampoco es la puerta; el olor parece estar en todas partes y en ninguna.

Huelo la cerradura.

Salgo al pasillo.

Dos niños corren desde la entrada. Al pasar junto a mí, uno de ellos se voltea y cubriéndose la nariz con una mano, me grita: «Señor, ¡qué peste a mierda!». Siento ganas de darle un cocotazo o mandarlo a freír tusas, pero el chico tiene razón. Me huelo las manos, bajo los brazos, miro la camisa, la abro y observo mi abdomen, mis pectorales, los zapatos. 

El olor está en todas partes y en ninguna.

Desisto. 

Iré a acostarme un rato hasta que sea la hora del baño. Al traspasar el umbral, de reojos, creo ver una jabita de nailon, colgada del pie de amigo donde un día, por recomendación de la cartomántica, tuve una maceta con una tuna.

Vuelvo a salir. Me paro de frente a la puerta que exhibe en el medio la H que identifica mi apartamento, para que el cartero pueda dejarme alguna misiva por la rendija entre la puerta y el piso. También el cobrador de la luz y el del agua depositan sus recibos por la misma rendija.

A cada lado, en ambos pies de amigos, una jabita colgante. Acerco la nariz a una, luego a la otra. No tengo la menor duda. Huelen a mierda. Es mierda. Alguien, quizás con prisa, o para no cargar con ellas hasta el depósito plástico de la esquina, las colgó junto a mi puerta.

No me consta que haya vecinos que quieran cobrarme alguna vieja deuda con una doble ración de heces. Pero supongo que siempre hay envidioso, gente que cree que por alquilarle a dos jineteras estoy podrido en billetes. Prefiero pensar en una broma o un descuido.

Casi las agarro con la mano, pero reacciono. ¿Cómo deshacerme de ellas sin tocarlas, sin ensuciarme? Solo tengo un cubo con agua para bañarme en la tarde. 

Entro. Me siento en el sofá. Cavilo. Si utilizo el pozuelo plástico o la palangana, luego también tendré que lavarlas, y así gastaré la única reserva del líquido más preciado que existe en el planeta… y que según dicen, pronto no existirá. 

No tengo otra vasija.

Me paro frente al ropero.

Solo tengo dos pulóveres y otra camisa. Las otras, todas las que me han regalado en estos meses Limay y Danay, así como las que usaba para trabajar en la empresa, las he vendido una a una, para comprar ron.

Una toalla.

Una frazada.

Una sábana.

Cuatro calzoncillos, sí… pero en uno sólo no cabrán las jabitas y no puedo darme el lujo de botar dos. La ropa de Limay y de Danay, intocable; se molestarían en grande y por lo menos se negarían a pagarme una mensualidad para compensar el gasto de reponerlas… o a lo mejor hasta deciden irse, y de qué viviría entonces.

Ah, esta camisa no me es conocida. A lo mejor pertenece a algún amigo de ellas.

Está limpiecita.

Lindísima.

Huele mejor que toda mi ropa, incluso que la de ellas. Mejor. Así se puede disimular el olor a mierda.

¿Y cómo las descuelgo?

No tengo tijeras.

Solo un cuchillo. Pero tendría que sujetarlas para cortar y podría embarrarme.

Ya sé.

Voy al cajoncito que guarda los útiles inútiles de toda casa. Revuelvo un poco hasta que encuentro el destornillador.

Regreso al pasillo. Voy hasta el lugar donde están los trastos y cojo una silla de madera.

Me subo al chirriante mueble. Amarro la camisa de la reja de la ventanita, de la bisagra de la puerta y de los extremos del respaldar de la silla. Zafo un tornillo, luego el otro… y caen sobre la camisa, que funciona como una red, el pie de amigo y la intocable jabita. Con cuidado, mudo toda la indumentaria hasta el otro extremo.

Allí no hay ventana, así que la cuarta base de agarre de la camisa es mi mano izquierda, mientras la derecha zafa un tornillo y luego el otro.

La operación ha sido un éxito.

Uno los cuatro extremos de la camisa.

El gato negro pasa junto a mí, maullando. Mi perro, al verlo, se lanza a correr tras él, no sin antes tropezar con la silla en la que aún estoy subido…

Caigo al piso. 

El olor penetra por mi nariz. Me asfixia. Indetenible. Insobornable.

Es la catástrofe. O la cagástrofe. La camisa, los pies de amigos y las jabitas de nailon me han caído encima. Y las últimas, al romperse con el impacto, han desparramado su contenido sobre mi pecho. 

Huele a mierda.

Huelo a mierda.

Estoy lleno de mierda.

Me incorporo y me siento en la silla. Solo tengo un cubo de agua de reserva hasta mañana. Si entro a buscarlo, ensuciaré la casa.

Veo cómo el gato se escurre hasta las azoteas por una tubería. Mi perro regresa, cabizbajo; al pasar junto a mí, me huele. Resbala encima de la mierda. Se incorpora rápidamente y entra en la casa, a echarse justo encima del sofá.

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Del telescopio a la bicicleta

Lázaro Alfonso Díaz Cala. La Habana, 1970.

Miembro de la UNEAC. Poeta, narrador y haijín. Ha obtenido varios premios nacionales e internacionales, y publicado más de una veintena de libros de diversos géneros en Cuba, España, Estados Unidos, Colombia y México, entre los que destacan: En cada tiempo y en cada lugar (Premio DAVID 2011 narrativa juvenil) Ediciones Unión 2012, Donde amores hubo, cuentos quedan (Premio de Narrativa Regino Boti 2018) Editorial El Mar y la Montaña 2022, Por distintas aceras (Premio nacional de Poesía Adelaida del Mármol 2019) Ediciones Holguín 2022. Parte de su obra ha sido incluida en una veintena de compilaciones de narrativa, poesía y haiku, en Cuba y España. Como compilador, ha publicado: El silencio de los cristales, cuentos sobre la emigración cubana, Ediciones Unión 2018, El sabor de la luz, adolescentes cubanos del siglo XXI, Editorial José Martí 2021, y la novela colectiva Mirar, sufrir, gozar… La Habana, Editorial Primigenios, Estados Unidos, 2022.