Impasible, sin rastro de dolor por su ala destrozada, el Ángel de la Catedral nos miró confundido cuando nos levantamos e hicimos aquella promesa, y no es que fuera una promesa en sí, pero la parte más romántica de nuestros corazones lo entendió de esa manera; prometimos que nos encontraríamos cinco años después, allí mismo, en el parque Céspedes; abrazados, reiríamos a la cámara alzando una Bucanero.
Al salir de Cuba queríamos un Toyota, Internet, viajar a todas partes, el whisky que nos diera la gana, noticias sin censura y euros. Olvidaríamos esta ciudad que se llevó nuestra juventud a cambio de nada, nos apartaríamos de la hipocresía, de la miseria y de la ceguera.
El primero en salir fue Ricardo Corazón de León. Al grupo de teatro le cayó una gira por Surinam y no volvió. Corazón de León había cursado siete meses en un seminario para cura en la Catedral, hasta que le dio la espalda a Dios cuando Dios le dio la espalda a un sobrino de dos años que partió un jueves lluvioso desde el Hospital de la Colonia. Desde entonces quiso irse. La única familia que tenía en Cuba era una media hermana a la que no veía desde hacía nueve años. Ella se fue a La Habana con tres amigas, en un experimento de arte naif que fracasó nada más poner los pies en el Callejón de Hamel; dijeron que el Ambia, poeta de la rumba, entre alcohol barato, toques de tambor, versos callejeros, negras pendencieras, negros sudorosos y turistas gozadores, les hizo saber que no comulgaba con Jay Matamoros ni Jean-Michel Basquiat.
Juan, el loco, le siguió los pasos a Corazón de León; la emisora CMKC donde trabajaba firmó un convenio de superación cultural con una ONG sueca y le tocó ser el primero en llegar a Estocolmo para un curso. El primero y el único, porque el ICRT le hizo saber a la CMKC que los convenios no autorizados con organizaciones extranjeras eran nocivos. Dejaron de ser divertidas las caminatas desde Calle 4 hasta la Alameda por un refresco a las tres de la madrugada, no nos burlamos más de los maniquíes en Enramadas ni de los apellidos de los escritores en las vidrieras de la José Ramón Sánchez; nos daba lo mismo el frío aterrador frente al puerto con la bahía vomitando niebla, que los ladridos de los perros por la estación de trenes; perdieron sabor las discusiones sobre el boletín Ideas, los sábados del libro con la puntualidad inglesa de Reinaldo García y los poemas sobre azulejos blancos de Yunier Riquenes. Nada fue igual. Con su partida, el grupo sufrió una ruptura inevitable.
Juan el loco no escribió nunca ni llamó por teléfono y la ciudad lo fue olvidando: la CMKC y los “queridos radioyentes” y sus novias y los parques donde nos sentábamos a hablar mal de todo el mundo y a beber cualquier cosa.
Oscar, el beodo mayor, calculó mal y se quedó en Santo Domingo. Allí por poco muere de sed. Los tiburones de Cultura, haciendo gala de su habitual mediocridad, demoraron la dieta prometida y el beodo parecía un sonámbulo, sediento y muerto de hambre, que iba del hotelito a los pabellones de la Feria del Libro. Estaba descorazonado, entre otras cosas porque ya no podría comprar una camisa como la de Arrufat.
—Cualquier cosa vete a ver a Freddy Ginebra, que siempre ayuda a los cubanos —le dijo una funcionaria del Instituto del Libro diez minutos antes de abordar el avión.
En medio de la sed y el desamparo, el beodo mayor se acordó y fue a la Casa de Teatro, pero el bueno de Freddy estaba borracho y apenas atinaba a decir que los cubanos eran gente buena, buena, buena, decía mientras bajaba un trago, y para Oscar, el beodo mayor, el ron y el agua de la tierra fueron una burla. No volvió, porque en Santiago no tenía nada que buscar, y quince meses después, entre sudores, platos sucios, malos pagos y esperanzas, reunió el dinero y saltó a Kentucky al lado de una gringa que reía todo el tiempo mientras se dejaba sobar las piernas.
Claudia ni se imaginaba que en el mundo había himnos nacionales sin letra. El de España era uno y no era ni siquiera español en su esencia, sino una especie de marcha prusiana, ¡era el colmo!, ¿cómo le salían con aquello en el Consulado?
—Es que si vas a ser ciudadana española debes aprender los símbolos de la patria ―le dijo el tipo que la recibió en su penúltima visita a la Embajada.
En Quintero, cinco días después, le pareció que no llegaban a cien los estudiantes escandalosos y muertos de hambre que volvían del ISJAM por la Avenida de Las Américas, en una especie de huelga fracasada. De todas formas no le dio importancia, primero porque se sabía mala en los cálculos, y segundo porque lo suyo era otra cosa. Estaba allí para acostarse con un profesor de Marxismo a cambio de un par de horas en Internet. Al salir, la Policía había disuelto el escándalo y ella sabía lo que necesitaba sobre España. Y a España se fue el 5 de mayo de inicios de siglo, a vivir y aburrirse en un lugar de Castilla. Después supimos que le parió dos insectos a un gallego agricultor que no encontraba mejor sentido a la vida que cuidar vacas.
Yo me fui con las Perlas del Son. Estaba muriéndome de aburrimiento en la Casa de Cultura del Nuevo Vista Alegre, entre intrascendentes y tanta buena gente que no tenían donde estar ni donde ir y la directora de la agrupación me dijo: ven con nosotras, nos hace falta un representante.
Ser representante de las Perlas del Son era agradable, les buscaba trabajo y ganaba buen dinero, pero no soporto el ruido. Las abandoné en un bar de mala muerte, en los suburbios romanos, a ocho o diez cuadras del Museo Judío. Salí a la calle en medio de la madrugada y todo el aire de la ciudad entró en mis pulmones como una bendición. Estaba solo y feliz, triste y feliz, con miedo y feliz, libre y feliz; me senté en un parque y lloré por primera vez en veinte años. Nadie vino a interrumpir mi llanto ni a interesarse por mí, y me sentí bien, aún cuando no sabía qué hacer con mi vida. Dos semanas después, disfrazado de gitano, me fui a Madrid y me establecí en Lavapiés, donde aprendí la cruda ingratitud del hombre libre.
Las primeras herramientas con que me gané la vida las conseguí en una tienda de empeños. Fontanero, le dije a mi madre en la primera carta y mi madre preguntó: ¿fontanero?, y pude imaginar su sonrisa, pero fue lo primero que apareció y no lo pensé; podía haberle dicho: plomero, pero le dije fontanero, entre otras cosas porque la palabra no se usaba en Santiago y daba aire de quien va en serio a cambiar su mala suerte; sabía que esa palabra iba a causar sensación porque Santiago es una ciudad curiosa, en búsqueda constante.
Después esas cosas dejaron de importarme y la ciudad empezó a dolerme en un costado. Es cómico y triste, las noticias de la prensa de la isla, de las que creía haber escapado, fueron mi única conexión para estar más o menos al día; supe de las mil marchas, de las fiestas de la bandera los fines de año, de los precios de los bocaditos y de los funcionarios destituidos. En Lavapiés no encontré la mujer con quien pensé tener un hijo, no me hice millonario, no me interesó el ron bueno en abundancia, y los euros, como entraron, salieron.
Ahora nada de eso importa. Tres meses, me dijo la doctora de pelo oxigenado que reveló la metástasis a mis treinta y nueve años. Mi vida dio un giro veloz, asfixiante. Primera decisión: regresar. Después, que pasara lo que tuviera que pasar, en el orden que Dios disponga. Uno puede morir en cualquier parte y a cualquier hora y por eso regreso; no les avisé a los del grupo pero conmigo viene el espíritu de aquellos años. No sé si recordarán la madrugada en que hicimos aquella especie de promesa, pero yo sí la recuerdo, el avión surca el cielo de la Sierra Maestra y lo veo todo tan claro como veo allá, a lo lejos, aquella montaña.
Me acuerdo que Ricardo Corazón de León nos leía una de las historias que se estrenarían en el Cabildo y yo me estaba durmiendo, y recuerdo la manera en que me paré cuando me dijeron que íbamos a hacer un juramento. No es que me gustara la idea, incluso protesté, les dije que nos hacía falta una botella para quitarnos el frío. Pero nadie me hizo caso, éramos nosotros y al mismo tiempo no lo éramos, parecía que algo desconocido nos hubiera transformado por unos minutos, alcé la cabeza y vi allá, en lo alto de la Catedral, la confusión del Ángel, mientras seguíamos diciendo aquellas cosas como si en ello se fuera nuestra vida.
No sé por qué me acuerdo de eso. Dios ha de tener una rara manera de hacer las cosas. Miro por la ventanilla y no veo ya el verdeazul de las montañas, ni siquiera la infinita quietud del océano; veo a Claudia, con su risa contagiosa y sus piernas bonitas y unas nalgas de campeonato y la voluntad de ir acostándose con todos los del grupo para que nadie se pusiera celoso.
Juan el loco era loco y eso me parece suficiente para describirlo. Decenas de veces en la Isabelica trató de demostrarnos que a él la energía le llegaba por el yeyuno, y se inclinaba para mostrarnos cuál era la zona del yeyuno en medio de nuestras risas. Él tenía esas cosas y otras, como aquellas de que en CMKC no lo dejaban vivir en paz porque le tenían envidia. De ahí no salía y andaba por Aguilera, haciendo la cola en la CADECA, hablando bajito consigo mismo y mirando al asfalto, poniéndose de acuerdo con sus fantasmas. Siempre se sentaba en el mismo banco del bulevar, de frente a la calle Aguilera, mirando pasar los autos calle arriba y perderse inexorablemente. Estaba horas enteras así, sin comer ni bañarse, sin dormir; de vez en cuando miraba el reloj para subir a los estudios de grabaciones donde fumaba escondido y hacía el amor escondido y golpeaba las paredes cuando las cosas no le salían bien.
Oscar, el beodo mayor, vivía en Vista Alegre y se pasaba el tiempo en la Casa de la AHS, descargando y bajando alcohol y pastillas, y metiendo su lengua en las gargantas de las muchachas del Pre que querían ser poetas y pintoras. Tenía una casa antigua heredada de sus padres muertos en un accidente a la salida del Morro diez años atrás, y las muchachas que iban a las descargas creían que estaba forrado en plata.
Lo conocimos el mismo día del accidente. Fuimos al Hospital Provincial para que Juan el loco no se nos fuera a morir de aburrimiento mientras aliviaba su bronquiectasia inseparable; íbamos subiendo, Claudia chocó con él y rodaron por las escaleras. Aún no éramos un grupo, sólo habíamos compartido un semestre en la Alianza Francesa, pero ya nos habíamos dado cuenta de que nos importaban cosas similares. Con Oscar, el beodo mayor, redondeamos la pandilla. Nos hicimos amigos de escritores, músicos, pintores, teatristas y de cuanta gente quiso.
De año en año caminábamos Santiago en las noches, sobre todo en las madrugadas, éramos punto fijo en el Cabildo, entre otras cosas porque Ricardo Corazón de León trabajaba allí.
Cierro los ojos y veo a Ñola en su primera exposición, y a Marcial hablando de figuras chinescas durante un montaje, y al chino Wong con la mano en la barbilla mirando el suelo como quien busca una verdad irrefutable.
Lo mejor del Cabildo era el patio. Los festivales de teatro en Santiago eran una fiesta. Por las obras, por los grupos que subían a escena, por las nuevas actrices que siempre estaban dispuestas a darse a conocer, pero sobre todo por el patio. Las gradas del patio eran incómodas, estrechas y difíciles de alcanzar, pero se estaba bien. Se creaba una complicidad infranqueable mientras la ciudad se hundía en el sopor insufrible de la eternidad.
Allí estábamos todos, éramos el riñón de la ciudad. Muralla descargaba, o el grupo Humore Mío, o ponían el último disco de Descemer; los vasos y las botellas iban de mano en mano y el humo de los cigarros inundaba el aire llevándose nuestros sueños y nuestras esperanzas.
Los festivales de teatro nos cambiaban la vida por unas semanas. Aquella felicidad compartida también es el recuerdo y me aterra, más que la muerte, más que la soledad.
Mientras el avión avanza, ahora sobre el mar, y veo allá abajo la espuma blanquísima bordeando la costa, pienso en todo eso. Veo la Catedral y el dieciocho plantas de Martí. Soy una minúscula partícula empujada por el viento. Nada más
Aquí fuimos jóvenes, irreverentes, no formamos parte de Los Seis del Ochenta ni de El Establo, usamos alpargatas, fuimos felices e infelices, rabiosos, desbocados, nos detuvieron por fumar hierba. Algún sábado nos llevaron a Versalles, donde decían tiraban un cocodrilo sin dientes y era mentira, estuvimos en todas partes donde estuvo nuestra generación; no comimos en muchos días, no dormimos, templamos y morimos para vivir de nuevo, fuimos a la playa en invierno a emborracharnos, y al cayo a conversar y beber té negro y de vez en cuando lanzar nuestras botellas al mar para el Dios de la esperanza.
No teníamos claro cómo nos iríamos, pero confiábamos en que podríamos lograrlo, porque siempre creímos que las cosas nos iban a salir bien. Y de alguna forma estábamos seguros de que a los cinco años volveríamos a encontrarnos en Santiago de Cuba.
Pero vuelvo solo. Allá afuera, en el inmenso mundo, en la amarga selva oscura donde nos adentramos, llenos de ilusiones, nos perdimos para siempre. Pocas veces nos encontramos y no nos reconocimos; éramos nosotros y al mismo tiempo no, nada nos unía, sólo los recuerdos.