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Amores perros

1

En la pantalla del televisor, Natalia vio cómo los mexicanos que huían estrellaron el carro que manejaban, y un hombre barbado y mugriento apareció arreando una manada de perros. Por un momento pensó en sus perros muertos –los que le habían matado en la carretera y los que acababa de matar–, pero la seguridad que transmitía el peso de un billete sobre otro en el fondo de la mochila, le insufló el valor necesario para ir de nuevo hasta la butaca y encarar al banquero fofo.

Con pasmosa serenidad, se fue desabotonando la camisa de miliciana. Hizo subir el ajustador con destreza, y, ante los ojos atónitos de Pote, sus dos tetas cimbraron por la leve caída antes de quedar tersas y emparejadas.

–¿Viste qué par de tetas tengo? –le dijo mientras se las apelotonaba con una mano.

Como respuesta, la papada de Pote se estremeció.

–Y el bollo no te lo enseño, porque te vas a encarnar y entonces sí voy a tener que matarte.

Aprovechó la cercanía para apretarle el cañón de la pistola contra un ojo, hasta que sintió una amortiguada señal de tope.

–Si haces o dices algo, vengo con los del municipio. Entonces cada uno se va a llevar una mochila más grande que esta repleta de billetes, y luego voy a pagar para que te desfonden el culo en la cárcel. ¿Está claro?

El gordo no pudo asentir, y Natalia vio como babas y lágrimas se le salían a un tiempo. Ya en la puerta del cuarto, se volvió.

–Mi marido está allá afuera cuidando a tu amigote –volvió a mentir mientras el banquero seguía paralizado de cara a la pantalla.

–Chito tiene poca paciencia, así que, si el calvo se puso pesa’o, seguro ya le cortó el pescuezo.

Decidida a dejar atrás todo aquello se acomodó las tetas, reajustó en sus caderas la pistola y el revólver, empuñó el machete y dio un paso fuera del cuarto.

Fue ya en medio del pasillo que el perro la encaró, casi blanco, alobado, enorme.

2

Los puercos eran los puercos y los perros los perros. Por eso antes de que pudiera terminar de vaciar la cubeta en la canoa, los ocho lechones al unísono metieron sus cabezas en ella y se embarraron del agua mezclada con miel de purga y migas de pan. Natalia sintió cómo al sacudir las orejas los lechones le salpicaron de sancocho la cara. Sin embargo, no hizo nada por limpiarse; luego de baldear el corral tendría tiempo de bañarse.

Palomo, el perro sato que recogió de cachorrito, vino entonces a lamerle las salpicaduras de las piernas. El roce sobre la piel hizo que las reconociera aún firmes, aunque era un hecho que comenzaban a perder la torneada silueta que antaño las distinguiera.

–¡Qué gato me ha salido este perro! –bromeó con el animalito.

Le tenía cariño a Palomo, como se lo seguía teniendo a los tres perritos que le mataron en la carretera –descuartizados, aplastados, reventados– por caminadores, por sordos, por confiados. Quería incluso a los pececitos lentos y apáticos de la pecera turbia que tenían en la sala, y a las palomas que su marido empezó a criar cuando cerró el central, y que ahora eran también responsabilidad suya. Solo con las gallinas lograba Natalia mantener la distancia sentimental necesaria como para retorcerles el pescuezo. Siempre pensó que la abismal distancia entre las fisonomías de un pollito amarillito y su madre, era una bendición de la naturaleza.

La puerca hociqueaba por entre las cabillas amarradas con alambre. Si no conseguían un poco de pienso o cuescos de pescado, este podía ser el último parto del animal. Y era una lástima, porque nunca les parió menos de siete puerquitos, y los lograba todos. La venta prematura de los lechones significaba, entre otros reveses domésticos, la real imposibilidad de tirarle todas las fotos de los quince a su hija, o al menos de tirárselas cómo y dónde la niña quería. Años llevaba ahorrando, pero el dinero que generaría con la venta de aquellos ocho puerquitos…

La puerca se volvió de nalgas, mostrándole a Natalia el rosado y paridor capullo de su sexo. Varias veces barruntó sobre las ganas del animal. ¿Sentiría ese entumecimiento cosquilleante que ella lograba apelotonar apretando los muslos? ¿Podía la humedad también salirle hecha un calorcito empantanado?

En su corto recorrido hasta el otro extremo del corral, las tetas estrujadas se zarandearon. Si la puerca se ponía flaca a ojos vista, ella engordaba cada día sin que supiera el motivo, porque apenas comía. Natalia se consoló con el hecho de que, a pesar de las libras que le iban cayendo encima, sus tetas seguían luciendo despampanantes, y se les veían retozonas, incluso bajo la camisa del uniforme. Solo la invulnerabilidad de sus tetas parecía ceder ante las blanduras con que las borracheras comenzaban a minar la virilidad de su marido. Talco y un tirante que se caía, ya no eran suficientes.

Sin poder evitarlo metió una mano en el escote y se tocó el seno izquierdo. Desde hacía unas semanas había notado una bolita debajo de la gran aureola rosa. Se lo comentó por teléfono a la hermana, la que primero achacó la remota posibilidad de que dicha bolita existiera, a los trastornos premenopáusicos que –según ella– la amenazaban. Luego, la acusó de hipocondriaca, y por último aprovechó para reiterarle la unánime opinión familiar de que una mujer no estaba hecha para el estrés, la complicación y la machería que acarreaba una jefatura policial. Con una mano en la nuca y la otra volcada al amasamiento, trató ahora en vano de localizarla. Lo que tenía que hacerse era un chequeo, con mamografías y el copón divino. Pero para eso necesitaba ir al hospital provincial cargada de jabas para los médicos, quedarse al menos tres días en casa de su hermana, y dinero, necesitaba dinero.

El sonido de unas gomas al rodar por sobre las piedrecitas del terraplén que daba acceso a la casa, hizo que se restregara las salpicaduras de las mejillas y la frente con una manga de la camisa.

René había sido un buen amigo, desde los tiempos afanosos en que molía el central, hasta el actual y eterno tiempo muerto.

–Chito jugó ayer el 95 en la bolita, se lo apuntó Pataemulo el del piso de azúcar.

Hasta a René, que dio siempre muestras de tener los pies más afincados en la tierra, la costumbre o la nostalgia le seguían jugando malas pasadas, pues hacía más de un año que el antiguo piso de azúcar del central era solo un placer cementado en el que los chiquillos jugaban al fútbol, o simplemente mataperreaban.

Natalia era consciente de que desde que su marido perdiera el puesto de puntista, desde que cerraran y demolieran el central, ocasionalmente apuntaba un número. Siempre lo hacía siguiendo una corazonada o un espejismo alcoholero. Pero jamás había ganado nada. Ella se hacía la boba y dejaba pasar lo de la bolita, como también la compra de cigarros artesanales, o el alcohol destilado en alambiques clandestinos. Solo la carne de res tenía las puertas de su casa y de su refrigerador cerradas a cal y canto. Sabía que ser el marido de una mujer policía no era para nada gratificante, así que trataba de hacerle a su marido más llevadera la condena, permitiéndole alimentar cierta leyenda de trasgresor y rebelde. Ahora con René delante no supo si mostrar sorpresa o fastidio.

–¿Y ganó? –Para asombro de sí misma, optó por el sarcasmo.

–Treinta y cinco mil pesos –el otro soltó la cifra tan bajito, que permitió a Natalia echar mano a la más socorrida de las fórmulas.

–¿Qué?

–Se ganó treinta y cinco mil toletes.

La contundencia de la cifra le provocó un vahído que, afortunadamente, René no alcanzó a percibir, inmerso como estaba en el examen –a todas luces innecesario– del manubrio de su bicicleta. Si el batacazo monetario de su marido la había cogido por sorpresa, ahora los revividos instintos de Natalia pusieron en marcha su sistema de alerta temprana.

–¿Y…?

René titubeó, pues cuando se ponía nervioso la voz le fallaba, se le iban ristras de afonías y pequeños gallos que no lograba atajar.

–Pote… el banquero, le mandó a decir a Chito… –la voz volvió a írsele como el aire en una cámara sin zapatilla, y Natalia se lanzó en su ayuda.

–¡Hey!, mírame, no pasa nada. Dilo como si fueras Pote.

Asintiendo y sin quitar los ojos de los de Natalia, el otro soltó el mensaje de carretilla.

–«No le voy a pagar ni pinga. Si tiene cojones que venga él mismo, y si no… que revise si a su mujer le alcanza para cobrar».

–¿Y qué vas a hacer? –la voz del otro aún no pasaba el sofoco que le provocara decir ante Natalia tantas malas palabras juntas.

Durante años, Pote fue un obstáculo erguido en medio del desempeño profesional de Natalia, sobre todo por baboso y ladino. Esas características le permitieron tejer en torno suyo una red de comprometimientos y corruptela que lograba siempre desviar la mira policial hacia otras presas potencialmente más sustanciosas. Además de ser banquero, Pote compraba y vendía muebles, lámparas y mil otras cosas viejas. Pero su gran pasión eran las peleas de perros. Solo el hecho de pensar que compraba, vendía y mandaba a entrenar a los animalitos para verlos matar y morir en medio de apuestas, borracheras y bayuseo, la sacaba de quicio. Tres veces irrumpió en aquellas peloteras perreriles, y en todas las oportunidades el contingente de vecinos apresados –entre los que abundaban los jóvenes casi adolescentes y los abuelos con bastones– salió con unas multicas de nada. Lo peor era la dudosa suerte que corrían los perros rescatados, pues no existía una cabrona entidad que intercediera en los casos de abuso animal. Apenas el Minsap o Servicios Comunales se interesaban por los callejeros. Pero si se atenía a las más recientes confidencias, Pote preparaba una salida ilegal, y si de algo estaba segura Natalia era que no movería ni un pedal de su bicicleta para impedírselo.

–¿Qué vas a hacer? –René insistió y esta vez la angustia le arrancó gárgaras–. ¡Mira que anoche cuando estábamos en casa de Lázaro el del centro de acopio, Chito sacó el machete de la mochila y dijo que iba…!

–¿A dormir la mona? –la conversación en torno a las cualidades y carencias de su esposo se le hacía cada vez más cuesta arriba.

–¿Entonces durmió aquí? –el alivio de René pareció infantil, genuino.

–Pero ustedes necesitan ese dinero –el otro arremetió con entusiasmo. Chito tiene ideas para dos o tres negocios y le hace falta saber que puede…

–¿Y puede?

Mientras se tragaba el último carraspeo, el otro la miró de hito en hito.

–Él es un hombre Natalia, que no se te olvide –volvió a montarse en la bicicleta y comenzó a pedalear rumbo al batey.

–Y yo soy la jefa de sector –y luego gritando–. ¿A ustedes se les olvidó o qué carajo les pasa?

3

Antes de subir al portalito del fondo se quitó los tenis. El leve hedor de la humedad apelmazada entre los dedos, la asaltó aún antes de quitarse las medias. De pronto se había sentido cansada de estar sucia. Ya descalza se enfrentó al brillo sempiterno del corredor de la casa. Y lo peor es que se sentía sin fuerzas para luchar contra la suciedad.

Comprobó la hora en el reloj de pilas de la cocina. Faltaban veinte para las ocho. Era una suerte que desde ayer su hija estuviera en casa de su suegra. Fue hasta el cuarto. Su marido dormía bocabajo, con el pantalón y los zapatos puestos. Primero examinó los zapatos: no parecían particularmente sucios. Se agachó debajo de la cama para comprobar que el machete seguía allí con el filo lustroso y parejo.

–Menos mal que no vomitó –se dijo en un suspiro.

Cuando la niña estaba en casa de la abuela, Chito tenía a bien ahorrarle la mala e inútil noche que significaba dormir con un borracho.

Si incómodo era el sueño de sus borracheras, los despertares resultaban desconcertantes. Luego de necesitar hasta cinco minutos para identificar el sitio en que despertaba, le era imposible recordar los hechos previos, iniciales y conclusivos de la borrachera. Haría cuestión de un mes que Natalia venía aprovechando esos despertares atónitos. Entonces se hacía tocar sin ser reconocida, y más de una vez logró subírsele encima como si fuera otra. No duraba mucho, pero desde hacía años no recordaba otros momentos más intensos.

Tratando de compartimentar aquellos recuerdos entró en su cuarto, abrió el escaparate y, evitando los colores claros o chillones, escogió una vieja camisa de miliciana y un pantalón caqui que usaba para trabajar en el patio. Una vez vestida, fue hasta la meseta de la terraza y, sobre unas hojas de periódico, extendió los últimos tres filetes de pescado que le quedaban. Palomo llegó hasta ella y alzado en las patas traseras intentó alcanzar el borde de la meseta.

–De verdad que eres un gatico con piel de perro –y Natalia le propinó un empujoncito cariñoso que solo logró apartarlo momentáneamente.

Hacía ya mucho que lo había descubierto: no existía amor o afecto o lo que fuere, más genuino que el prodigado por los perros. Su marido tenía a sus amigos, su hija los suyos, pero fuera de Natalia todos los demás seres eran poco menos que extraños para Palomo. A eso había que agregar que quienes la rodeaban –especialmente su hija– parecían necesitarla cada vez menos.

Esparció el veneno en forma de polvo blanco sobre el último de los filetes, que envolvió igual que al resto, hasta quedar hecho un rollito. Con cuidado enroscó la tapa del pomo plástico y lo escondió tras una viga de la casita de desahogo. Volvió al cuarto de su hija, sacó el machete de debajo de la cama y descolgó la mochila de la cabecera.

Ya en el terraplén comprobó el aire de las gomas de su bicicleta, se colocó la mochila a la espalda y comenzó a remontar la cuneta en pos de la carretera.

Quinientos metros antes de llegar a la casa de Pote, Natalia escondió la bicicleta en un cañaveral. Con la mochila a la espalda, el machete en la mano derecha y su pistola de reglamento apretada contra la faja del pantalón, se abrió paso hasta la cerca de zinc que marcaba el perímetro sur de la casa.

Sabía que al menos tres perros custodiaban el lugar, por lo que aún en cuclillas se afanó en sacar los filetes de la mochila. El primero voló limpiamente por sobre el parapeto oxidado y fue a caer muy cerca de un dóberman de pelaje marrón intenso. En la distancia Natalia lo vio comer. Sintió ganas de llorar, pero las conjuró apretando la empuñadura del machete. Un rottweiler con medio metro de lengua afuera y un rollo de cicatrices en el hocico apareció sin ladrar por un lateral, y olfateo codicioso. El segundo filete quedó en extremo corto y el animal vino a comer casi junto a la cerca.

Natalia esperó por la llegada del último perro. Pasó una larga media hora y nada vivo apareció por ningún ángulo de la casa. Tampoco avistó movimiento tras las persianas entornadas de la cocina, ni salía ruido de la casita de tablas y fibrocén en el otro extremo del patio. Parecía que todos dormían la mañana.

Aunque –para su cuenta– le faltara un perro por neutralizar, brincó sigilosa la cerca y se aproximó a la casita. Usando la punta del machete empujó con lentitud la puerta entreabierta. Dentro había solo una cama y ni rastro del perro. Sobre las sábanas empercudidas un tipo calvo y enorme dormía en calzoncillos. Sin saber con seguridad por qué, pensó que bien podía llegar en puntillas hasta el hombre y cortarle el pescuezo sin que soltara un resuello, pero no era precisamente sangre lo que vino a buscar.

Clavada al marco halló una cadena, sujetó el machete entre los muslos, y como si rezara un rosario fue pasando cada eslabón por el hueco abierto en la madera de la puerta. Luego le atravesó un pedazo de alambrón a modo de cierre. Si el testaferro de Pote se despertaba tendría que romper la puerta para salir.

–Me sigue faltando un perro –se recordó a sí misma mientras avanzaba hacia la casa, y antes de traspasar el umbral de la cocina, empuñó también la pistola.

Tragando la poca saliva que pudo colectar, rogó que Pote estuviera dormido. Se llevaría el dinero de su familia y nada más. La casa estaba aún en penumbras, y, con la pistola por delante y el machete alzado sobre la cabeza, Natalia cruzó el vano que separaba el cuarto del pasillo. Frente a la puerta y alineada con el televisor se recortaba la silueta de una butaca. Sin poder evitarlo miró la pantalla. El audio estaba bajo y los tiros y frenazos se le llegaban en sordina. Dos muchachos mexicanos –lo supo por los «güey» y «chingada» que soltaban a cada timonazo– huían en un carro llevando a un perro herido en el asiento trasero. Luego de desprenderse de la estela luminosa de la pantalla, tuvo que cerrar con intermitencia los ojos para salir del deslumbramiento. En un rápido paneo estableció que la cama estaba vacía, revuelta, pero si hubo una puta allí, hacía tiempo se había marchado.

Volvió a fijarse en la butaca. A contraluz, entrevió sobre el borde mullido la cabeza del banquero. Lentamente fue rodeando el asiento hasta meterse en la luz misma del televisor.

El hombre estaba dormido. La mandíbula acolchada sobre la papada; llevaba solo un short y el vientre se expandía semejando una pera a punto de estallar.

De improviso, Natalia lo vio estirar una mano jamonera para alcanzar algo al lado de la botella de ron, en la mesita.

–Si te mueves te mato –la sequedad de su boca hizo que la advertencia se le plagara de modulaciones desfavorables. Alcanzó a pensar que la próxima vez que viera a René le aconsejaría que se hidratara más.

Sobre la mesita descubrió un viejo revólver; por lo menos había servido en la última guerra de independencia y seguro que era ilegal. Sin dejar de apuntarle con la pistola, Natalia se las arregló para meterse el largo cañón del arma entre la faja del pantalón hasta sentir la presión muy abajo en la nalga.

–¡Quiero mis treinta y cinco mil pesos ya!

Pote intentó tragar y terminó encajando los ojos en una esquina del cuarto.

Sin dejar de apuntarle con la pistola, Natalia siguió la mirada del banquero hasta un mueble gavetero. Acomodó el machete entre una multitud de perritos de falsa porcelana que lo poblaban, primero abrió una gaveta, luego otra, y otra, y la de más abajo. Todas estaban llenas de billetes. Comenzó a sacar fajos de a cien, hasta completar la cifra. Luego los fue echando en la mochila.

4

Cuando Natalia dejó caer la bicicleta a un costado de la terraza su marido aún dormía. Le dolían a rabiar las mordidas del antebrazo y el muslo, pero haciendo un esfuerzo juntó par de garranchos oxidados bajo la mata de mangos, y usando la punta del cuchillo rajó los puntos de las dentelladas en su antebrazo hasta hacerlos parecer meros desgarros. A punto estuvo de gritar. Luego fue embarrando con su propia sangre las partes más filosas de los angulares retorcidos. Un gruñido a sus espaldas la hizo volverse. Palomo la miraba sin reconocerla, y Natalia volvió a sentir miedo de tanto hocico encaramado y tantos dientes afuera. Pero él echó a correr con el rabo entre las patas y como un poseso se perdió por entre la cerca de escandón del patio. Con el corazón estrujado, Natalia escuchó sus chillidos al estirarse entre las espinas y supo que lo había perdido para siempre. Tenía demasiada peste a sangre de perro encima como para que su chulo mimoso la creyese inocente.

Entró en la casa. A hurtadillas y cojeando dejó el machete ensangrentado debajo de la cama. Luego puso –como al descuido– la mochila con el dinero junto a la cabecera y volvió a la terraza. Al fin metió las manos bajo la llave del vertedero. Tenía la sangre seca hecha otra piel y se le antojó un pellejo de silicona como los que se utilizaban en las películas de efectos especiales.

Fue por sobre el estallar del chorro que escuchó distenderse los ensartes de alambres del bastidor de la cama. Lo que sucedería a continuación podía recitarlo como los hechos de un sumario: su marido se sentaría en la cama y luego de los habituales minutos de despiste, en los que no sabía bien quién era y en qué lugar había despertado, descubriría la mochila con el dinero, luego, el machete e inmediatamente se supondría responsable de algo muy feo. Pero allí estaba ella. Ser el marido de una policía a fin de cuentas tenía que servir para algo ¿no? De hecho, iba a tener garantizada la protección policial. Nada de prisión preventiva, ninguna otra mariconada. Él no había estado nunca allí. Lo que le dijo con la borrachera era eso: pura borrachera. Cuántas mierdas había hablado en su vida ¿o no? Lo importante era que tenían el dinero, la fiesta de quince de la niña asegurada, el negocio que quisieran poner, y ella podía hacerse el chequeo. ¡Ah!, ¿porque no le había dicho lo de la teta, la bolita que tenía? Para no preocuparlo, pero ahora sí no tendría de qué preocuparse porque estaban juntos en esto ¿verdad?

Con el cuchillo rajó la pata del pantalón y comenzó a enjuagarse la mordida del muslo. Tampoco se podía adivinar la dentellada en aquel desgarrón profundo. Ni puntos le podían dar. Le pediría a Noemí, la enfermera, que le pusiera un antibiótico. Pasado mañana ya vería.

En el baño se fue zafando el pantalón y con cuidado lo hizo correr muslos abajo; luego, desabrochó la blusa. Se desinfectó las heridas con timerosal y las cubrió con vendas. Consciente de que no era necesario, se quitó los ajustadores. Nada más verse las tetas empezó a sobar sus pezones con lentitud hasta que reaccionaron con una tumefacción pareja. Las mordidas le ardían como dos planchas calientes, pero ahora tenía claro que desde que se despertó en la mañana tenía ganas de que le mamaran las tetas. Quizás quedaban diez minutos antes de que su marido se despejara por completo. Entonces podría coger su cabeza de zombi y hundírsela entre sus pechos. Podría ponerse a mamar por inercia, podría creer que era un lechoncito, un cachorrito hambriento.

–Me quedan unos minutos –se dijo y entró al cuarto.

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