El ángel le tendió la mano a González con naturalidad. González diría luego que la textura de la palma del Enviado le recordó la del caucho húmedo.
—Lo esperan.
El ángel asintió y siguió a González por un pasillo austero, sólo puertas y paredes blancas. Al final había una puerta mayor, de dos hojas. González abrió una y la mantuvo así; el huésped agradeció la cortesía y entró primero.
El Papa se levantó a recibirlo. Había una mesa larga con cubertería y candelabros, y seis cardenales además del Sumo Pontífice.
—Bienvenido —dijo el Papa en latín—, estos son Poniatowski, O’Halloran, Calcaño, Latour, Tambusetti y N’boma, mis cardenales de mayor confianza. A González ya lo conoce.
—Bienvenido —repitió el coro.
—En inglés estará bien —repuso el Enviado—, sabe, mi latín no es lo que era. Esas declinaciones son una lata.
El Vicario de Cristo asintió, inexpresivo, y le indicó el asiento de cabecera; él mismo ocupaba el primero a la derecha. Si en su fuero interno contaba con que el ángel, por respeto, rehusara en su beneficio, quedó defraudado.
Aunque habían sido advertidos, los cardenales no pudieron resistirse a echar miradas curiosas a las alas del Enviado. Eran pequeñas y plegadas; sentado, no parecían molestarle.
—Disculpe el desorden —se excusó, ya en inglés, el anfitrión—, es primera vez que recibimos a alguien de su categoría —hizo una pausa, y añadió, en tono cuidadosamente neutro—: no nos explicaron cómo era el protocolo.
—Está bien —dijo el ángel—, tampoco es que nosotros seamos muy duchos en el asunto.
El Papa hizo una seña consistente en levantar un dedo como si quisiera saber en qué dirección soplaba el viento. Aunque no miraba a nadie en particular, entró un camarero con un carrito. Eficiente y silencioso, distribuyó una botella de agua por cabeza.
—San Pellegrino —leyó el huésped—, ¿no tiene otra marca?
—Solan de Cabras.
—¿No tiene Evian?
—Puedo buscarla.
—Por favor. Y pinchitos de jamón y queso, si los tiene a mano.
El camarero miró al Papa, que asintió casi imperceptiblemente, y se retiró.
—Veo que le interesan las marcas terrestres —dijo el anfitrión—, sus gafas, por ejemplo, son Ray Ban. ¿Alguna razón en particular?
—Él las usa.
El Papa enarcó una ceja. O’Halloran dijo “¡Yes!” por lo bajo, mirando a Tambusetti.
—Entonces, vamos al grano —dijo el ángel—, no les oculto que Él está muy preocupado.
—Lo comprendo —concedió su interlocutor, mirando a sus subordinados en busca de apoyo—, para nosotros es una situación absolutamente nueva. Ahora bien, ¿no prefiere almorzar antes de entrar en materia?
—¿Qué tienen de almuerzo?
—Congrio a la donostiarra.
—Hablemos primero. Eso sí, los pinchitos…
—Vienen los pinchitos —dijo el Papa, e inmediatamente reapareció el camarero.
—Pinchitos de jamón, quesos diversos, salmón, chorizo, cebollinos… y su Evian.
El ángel probó un par de bocadillos, y luego bebió con el demostrativo placer de los actores de comerciales.
—Esto es lo mío —confesó—, los placeres sencillos de la vida.
Durante medio minuto todos probaron los pinchitos.
—Entonces, el asunto de los subversivos —dijo el Enviado. Tenía salmón en la comisura de la boca, hecho sobre el cual el cardenal N’boma trataba infructuosamente de llamar su atención con gestos que, descontextualizados, parecerían un tanto obscenos—, los terroristas, o, como ellos prefieren ser llamados, los revolucionarios. ¿Qué es lo que pretenden? ¿No se dan cuenta de que ya sin su ridícula revuelta la situación es muy delicada?
—Como esperamos Él tenga muy claro, nuestra posición aquí es la de intermediarios escrupulosamente neutrales —puntualizó Su vocero en la tierra—, comunicamos lo que haya que comunicar en una u otra dirección sin añadir punto ni coma. En ese sentido, las autoridades supremas de diversas religiones tuvimos un encuentro, como resultado del cual nos fueron otorgados plenos poderes… y créame, no fue una decisión tomada en diez minutos. Mire, entiendo que usted también está facultado para cualquier…
—Hasta cierto punto, sí —convino el embajador alado, y añadió con retintín—: ya sabe que Él siempre tiene la última palabra.
—Por supuesto, por supuesto. Sólo quería verificar el dato. En fin, usted ha preguntado por las demandas de los revolucionarios.
—En esencia. Ahórreme toda esa palabrería humanista…
—Puedo resumirlas en una sola frase —dijo el Papa—, su slogan es Evolución con Erre.
—Evolución con Erre —repitió el huésped—, ¿eso es todo? ¿Una simple corrección ortográfica? ¿Y cómo quieren que se lea? ¿Ervolución? ¿Evorlución? ¿Evoluciónr?
—Eh, se trata de mucho más que eso. Quieren la erre delante. Desde este punto de vista, su demanda principal sería No más evolución, queremos revolución.
—Anjá. Y eso significa…
—Eso significa que no desean esperar durante centenares de generaciones a que se les caiga el pelo o les crezca la cabeza o nazcan con un puerto USB en la nuca. O bien a que se extinga la especie, y los perros o los delfines sean las criaturas dominantes. Quieren esos cambios ya. Y pretenden, además, discutirlos uno por uno con Él.
—Inaudito —dijo el Enviado, metiéndose a la vez tres pinchitos en la boca—, recibí un cursillo sobre Arrogancia Humana, pero no creí que llegaran tan lejos. ¿Cómo pueden hablar de Revolución, si la evolución misma es un concepto que no sé quién les metió en la cabeza? Sin ánimo de cuestionar su desempeño, Santidad, le digo que eso es lo que pasa cuando la gente se expone a la influencia de cosmogonías foráneas.
—Bueno, bueno —dijo el Papa—, me temo que esa sería una discusión bizantina. En el mundo de hoy la evolución está asumida como un hecho. Lo importante es saber qué va a hacer Él en lo tocante a las demandas.
El ángel dio una fuerte palmada sobre la mesa. A Latour le dio hipo, Tambusetti tuvo que darle unos golpecitos y hacerlo tragar un litro de agua.
—¿Quiere que le diga lo que va a hacer Él con las demandas? ¿De verdad quiere que se lo diga?
—Me hago una idea, gracias —replicó prudentemente el Pontífice.
—Nunca había ocurrido algo así –continuó el de las gafas, todavía colérico—, de acuerdo, herejes hubo, pero se trataba de casos aislados, individuos, grupúsculos, partidos políticos. Ahora, sin embargo, es toda la humanidad. ¿Me equivoco?
—El 87,6 % de la humanidad, según las últimas encuestas —puntualizó Calcaño, diligente.
—Eso, casi todo el mundo. No vine aquí a criticarlo, Santidad, pero alguna revisión tendrá que hacer de sus métodos. Líderes jóvenes llenos de ideas subversivas, enfrentando a su Creador con demandas, cuando está claro que cuanto son se lo deben a Él… ¿No le parece el colmo de la ingratitud?
—Ya que lo menciona —intervino Poniatowski, que parecía el más joven de la mesa, un eslavo rubicundo próximo al remate de su cincuentena—, he estado revisando los últimos discursos de quien parece su máximo líder, un muchacho melenudo y con barba que responde al nombre de Nicanor, y debo confesar que hay mucha coherencia en sus tesis. Son irreverentes y subversivos, pero lo que dicen no carece de lógica.
—Pues me gustaría escuchar alguno de esos postulados tan brillantes —dijo el ángel, sarcástico.
—Dicen que quieren la cola de vuelta. El rabo, el apéndice caudal. Aseguran que Él se los escamoteó sin jamás preguntarles.
—Se supone que fueran a Su imagen y semejanza —gruñó el Enviado—, Él no tiene rabo.
—Precisamente también cuestionan eso —observó Poniatowski—, afirman que prefieren parecerse al… bueno, a su colega de usted que cayó en desgracia.
El ángel soltó una risita histérica.
—¿A Luzbel? ¿Me está diciendo que los hijos del Supremo desean parecerse al Enemigo?
—Al menos, los más radicales. Dicen que parecerse al Señor implica una piel blandita, ausencia de cola y un chip de principios morales que estarán muy bien para quien tiene vida eterna, pero no para quien sólo cuenta con poco más de setenta años para divertirse. Por demás, enseñan que Él hizo trampa al respecto, pues —y cito—: “mucha imagen y semejanza, pero somos mortales y él no”.
El ángel aleteó perceptiblemente. O’Halloran volvió a susurrar “¡Yes!” en dirección a Tambusetti.
—Eso merece un diluvio de fuego —opinó el huésped, ominoso.
Los miembros del Colegio Cardenalicio se miraron y, por debajo de la mesa, se propinaron suaves patadas de estímulo.
—Tenemos algunas ideas… indignas ideas, que, por vuestro intermedio, quisiéramos someter a la consideración del Altísimo.
—Los estoy escuchando.
—Verá —dijo Tambusetti—. Nicanor y los suyos insisten en reunirse con Él en una mesa como esta y negociar los puntos principales de la evolución. En caso de negativa, advierten que continuarán con sus manifestaciones, harán una huelga de hambre…
—Les va a costar conseguir que se note la diferencia —murmuró el ángel—, esos subversivos son todos unos pelagatos, se alimentan mal…
—Y, si Él no reacciona, amenazan con destruir todas las Biblias, y hacer en su lugar una Biblia apócrifa, policial, en la que no se sepa hasta el final quién es el creador del mundo.
El Enviado palideció.
—Es la palabra divina. No pueden…
—Y preparan otra, una edición crítica, revisada, con prólogo y notas al pie de Luzbel, y el cintillo Lo que Dios no se atrevió a contar acerca del origen. Dicen que en lo adelante esa será la manera de enseñar la Historia Sagrada.
—Hay que detenerlos —gimió el ángel—, existen secretos que el hombre no debe conocer. ¿Y dicen que la enseñarán a los niños? Dios mío. Ustedes son los máximos responsables. Hagan algo.
—Nosotros, hijo mío, somos un grupo de ancianos en un palacio de Roma —dijo el Papa—. Tenemos algunos fieles, pero este asunto va más allá de la fe. Nunca la especie humana había sido tan unánime, ni siquiera a la hora de pedir la paz o la legalización de la marihuana. Hay que darles algo.
El Enviado hizo una mueca.
—Puede que tenga razón —admitió de mala gana—, pero no sé si lograré convencer al Altísimo. Es un gran tipo y todo, pero, inter nos, a testarudo no hay quien le gane. Imposible discutir con Él. Espero, por supuesto, que este comentario no salga de aquí.
—Si se entera no será por nosotros —dijo Tambusetti.
—Entonces no se enterará.
—Pero, si está en todas partes y lo sabe todo…
El ángel volvió a aletear.
—Por favor. Ese es el tipo de cosas que… —se detuvo— en fin, ya he dicho demasiado.
—Sugerimos —continuó Tambusetti— que Él ceda en algo, de inmediato. Eso dividirá a los revolucionarios, algunos dirán que no es bueno presionar demasiado, los radicales se les enfrentarán… El cisma es el comienzo del fin. Créanos, sabemos de lo que hablamos.
El ángel rebuscó en la bandeja de los pinchitos, pero no quedaba nada.
—¿Y en qué tendría Él que ceder?
Tambusetti se inclinó sobre la mesa, conspirativo.
—Que les de la cola. Es una tontería, pero será suficiente. Con la cola los destruirá, o por lo menos los mantendrá ocupados mucho tiempo.
El enviado miró al Papa.
—¿La cola?
—El rabo, la cola, esa cosa al final de la columna vertebral. Convendría también, por razones estratégicas, que Él también use cola por un tiempo. Postiza, sólo para, ejem, apariciones públicas. Nosotros haríamos el resto.
El ángel suspiró. La política era un terreno complicado; no se había sentido muy feliz cuando lo designaron embajador plenipotenciario. Por otra parte, si conseguía solucionar la crisis, aquello sólo podría empujar su carrera hacia arriba. Y en verdad, lo necesitaba. Sólo un milagro lo haría posible.
—Creo… creo que puedo hacer eso.
El Pontífice se permitió una ligera sonrisa. Levantó un dedo. Compareció el camarero.
—Señores, el congrio a la donostiarra.