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Algunas cosas perduran

Anoche, en medio de la música, las borracheras y la algarabía habitual de cada sábado, Carmencita le cortó la pinga a su marido. No sé cómo fue porque intento mantenerme al margen de esta gente. En realidad estoy aterrado, pero ellos no deben percibirlo. Si olfatean que me molestan y que me dan miedo, estoy perdido.

Yo estaba sentado, recostado en la puerta de mi cuarto, cogiendo un poco de fresco y pensando dónde coño podía meterme, hasta que el solar se tranquilizara un poco para acostarme. No me adapto a dormir con tanto ruido. Pues yo ahí, en la puerta, y de pronto sale el negro de su cuarto gritando, bañado en sangre y agarrándose los huevos. Atrás Carmencita, vociferando también, con un cuchillo en la mano derecha, tiró al piso un pedazo de pene que traía en la mano izquierda, y le gritó algo así como “Ahora vas a seguir por ahí singando a todas las que te gustan, hijoputa”.

El negro grita aterrado y enseguida lo recogieron entre dos o tres y lo llevaron a un hospital. Dejaron el pellejo fálico en el piso, pero una viejita lo recogió, lo puso dentro de una bolsita plástica y se los alcanzó gritando: “¡Llévense esto para que se lo peguen otra vez! ¡Qué Dios lo proteja!”.

Carmencita se encerró en su cuarto. Supongo que estaba temblando porque la vendetta está al llegar: o los hermanos del tipo la machetean, o la policía, o el negro mismo, que en cuanto le den de alta en el hospital regresa a comérsela viva.

La semana anterior Lily le dio candela a su marido. El tipo todavía está ingresado, pero no la quiere acusar. Unos dicen que está muy enamorado y otros dicen que está muy grave y casi inconsciente. En fin, son de cuidado estas negras. Siempre agresivas. A veces pienso que se soplan polvo de muerto unas a otras, y por eso se desenfrenan como locas por un hombre, que en definitiva no es nada. Uno más, entre unas cuantas decenas que cada una disfruta y sufre en su vida.

Hoy todo está tranquilo. Los domingos son aburridos. El solar se queda inmovilizado, y hasta silencioso. Es como un monstruo enorme y torpe, que se revuelca, escupe fuego y provoca terremotos durante seis días y al séptimo descansa y recupera energía.

Quiero aprovechar la tranquilidad para escribir un relato sobre los dos travestis que viven en el solar. Son amigos míos. Y de todos. Son unos tipos dulces, amigables y muy felices. Parece que la gente los quiere. Uno de ellos aspira a triunfar como cantante y hace un personaje parecido a Marilyn Monroe: Samantha. Se transforma de tal modo que en cualquier sitio le darían premios de actuación y viviría muy bien. Aquí es un pobre diablo muerto de hambre, le hacen la vida imposible y vive de trabajitos de peluquería a domicilio. Después del espectáculo que lograron en el Teatro América, comenzó una cacería de brujas. No contra los maricones. Eso sería burdo. Sino contra los jefes y empresarios que facilitaron el espacio a los travestis. Les da pánico que cualquier espacio de libertad individual se pueda convertir en un espacio de libertad de ideas.

Pero hoy no estoy muy ordenado por dentro. No puedo escribir. Sólo repito una frase: Amo las cicatrices, no las heridas. ¿Por qué repito eso como un paranoico? Amo las cicatrices, no las heridas.

Cada día me parezco más a los negros del solar: sin nada que hacer, sentados en la acera, intentando sobrevivir vendiendo unos panecillos, o un jabón, o unos tomates. Lo que aparezca. Así día a día. Sin pensar qué hacemos mañana, qué sucederá. Se sientan en la acera con un jabón en la mano, o con dos cajas de cigarrillos y dejan que pase el día. Y sobreviven. Los días pasan.

Estaba pensando en esto, amando las cicatrices, cuando llegó Luisa. Venía muerta de cansancio, con sueño, pero hizo el pan: traía un pequeño tesoro. Cuarenta dólares, dos latas de cerveza y media botella de whisky. Pudo ser mejor la noche del sábado, pero está bien. Se bañó, tomó una aspirina, pusimos el ventilador y nos acostamos desnudos. Ella no quería beber más. Yo sí me preparé un vaso de whisky con hielo. Me contó del tipo que levantó anoche en el Malecón. Le gusta contarme los detalles. Todos los detalles. El de anoche quería tener sexo en la playa, sobre la arena. Y lo tuvo. Con luna llena, palmeras y una mulata bellísima. Más tropical imposible. El tipo, muy europeo, traía sus propios preservativos en el bolsillo. Todo normal, no quiso nada extraño.

—Tenía la pinga muy flaca, pero jorobada a la izquierda, y me dolió. No, pero está bien. Después te cuento, déjame dormir, mi macho rico, que estoy muerta.

Y se durmió en un segundo. Terminé el whisky. Me serví otro. No tengo sueño ni puedo dormir de día. Me gusta mirar a esa mulata desnuda. Es hermosa. Muy delgada, linda. Mientras dure, es la felicidad. No se puede aspirar a más. Es lo mejor que hay en los alrededores.

Entonces recordé aquella madrugada. Una vez, hace años, yo vivía en un sitio hermoso, con una gran terraza sobre el mar Caribe. Me desperté muy de madrugada, salí a la terraza y ahí estaba Venus, brillando fervorosamente en la semipenumbra del amanecer. Fui al cuarto de los niños, desperté a Anneloren, que tendría entonces unos cinco o seis años, la llevé a la terraza, le mostré Venus, y le dije: “Así es día tras día, primero Venus y después el Sol. Eso es eterno. Todo lo importante, las cosas más importantes, son perdurables. Y sabes que están ahí y las podemos agradecer”.

Y después no sé qué más. Creo que seguí con el whisky, hasta el fondo de la botella.

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