Alba
Para Aurora
Algo había aprendido muy a pesar de todo: no le gustaba esperar. Los cuarenta y tres minutos frente a la Fototeca esperando a Alba le confirmaron dos cosas: o ella había olvidado que se verían ese sábado allí, o simplemente se había ido sin darle demasiada importancia.
Una muchacha, al parecer perteneciente al curso de fotografía digital, conversaba en el portal con su novio. Este último, como la mayoría de los que entraban y salían de allí, usaba un chaleco de múltiples bolsillos, típico de fotógrafos profesionales. Era como un uniforme que validaba tu pertenencia al gremio, y aunque no le gustaba prejuzgar, le parecía que hacían demasiado énfasis en estereotipos, desinteresándose acaso por Corrales o Korda, entre prejuicios por criterios absolutos y tendencias de moda. A fin de cuentas, cuando Niépce tomó en 1826 la primera fotografía borrosa, nadie podía ni soñar con la era digital. Pero él sólo esperaba a Alba en su cámara oscura.
Volvió a centrar su atención en la muchacha del portal, desviando la vista del chaleco gris del novio. Las caderas angulosas, el busto prominente y el pelo lacio cuidado, de aquel color miel definitivo, le hicieron pensar sin miramiento que era bonita, a ese estilo promocional de afiche de turismo, salvándola quizás de la cursilería aquella mirada sibilina. El resto, como otro lugar común que podía repetirse en las modelos de ocasión, le confirmó la idea de Alba, una idea distinta a la Duquesa desnuda de Goya, algo perdida ahora por la impaciencia y el cansancio. Aprovechó el instante en que el novio de la muchacha buscaba su moto en el parqueo, para acercarse a ella y preguntarle. “Niña, discúlpame ¿tú estás en el curso de fotografía digital?”. Un tanto sorprendida le respondió que sí. “¿Y conoces a Alba?”. El sí de nuevo, pero…
Caminar La Habana Vieja de los contrastes (aunque bien pudo haber sido la calle Línea, en el Vedado) Mientras tanto, jugar a los recuerdos. Aquella casa increíble que, vista desde fuera, es apenas una más, pero —oías a Laura— “tiene tres plantas interiores, que no pueden notarse desde la calle”. Laura y tú en aquella fiesta: el universitario que pretende escribirle cuentos a la noche, desde su perdido pueblo de provincia; y tu coterránea puta de las mejores notas en el aula, la mascarada genial de un recato perverso. La orgía interminable y el salitre en su cuerpo, el mar demasiado cerca, penetrando cada orificio en un torrente, ignorando el vacío, rompiendo el frágil muro que lo separa de la ciudad y de la muerte. Pasas ese antro, con desprecio, con rabia.
Entonces te encuentras con Debbie, la amiga. Olvidas su cumpleaños y no reprimes tu molestia. “Chica, ¿Alba y tú son bobas? ¿Dónde se metieron ustedes?”. Nosotras te esperamos, fue la respuesta. Tú intentas rehacer los primeros minutos del cuento; la amabilidad de la veladora negra que te preguntó si eras del curso de fotografía; la entrada intempestiva hasta el fondo de la Fototeca, aún sabiendo que las clases eran en la primera puerta; el recorrido por las aceras, buscando una huella; la molestia que vuelve, que se proyecta en el frágil cuerpecito de Debbie; la vergüenza que te obliga a pedirle disculpas. Le das un beso y sigues tu camino. Sólo recuerdas su cumpleaños varias cuadras después, y vuelves a avergonzarte por ser tan idiota.
Ahora llueve. Tienes el pelo pegado al cráneo húmedo, y se confunden el agua con el sudor de la frente. Una gota fría de la llovizna te recorre la espalda, como un cuchillo. Piensas ponerle al cuento “Muchacho azul bajo la lluvia”, pero qué diría Amir Valle, es probable que no le guste mucho. Hay un ligero olor a pinos en el aire. Siempre te gustó el olor de los pinos. Sólo odias verlos envilecidos como árboles de navidad; llenos de luces de colores y estrellas de papel metálico, sobre un trozo de poliespuma que imita a una nieve inexistente en el trópico. Pero ahora el olor de los pinos te devuelve una leve sonrisa, y recuerdas a Alba. Ya le prometiste un día cuarenta y tres puestas de sol, a la mejor manera de un pequeño príncipe. Tal vez sea cierto que los ritos son algo olvidado, pero no importa… a veces son buenos. Te alejas de los pinos y buscas un taxi. Tienes suerte rápido.
Viajas somnoliento por la autopista, bajo un cielo gris amenazante. Escampa a ratos, y llegas sobre la una de la tarde a tu pueblo provinciano. Laura está sentada en el escalón de la puerta, y como siempre te pasa con ella, pierdes la paciencia enseguida.
—¿Que tú haces aquí? “¿Tú no ves, viejo? Esperándote”.
—Mira, Laura, yo dejé todo muy claro… “Vamos a entrar, anda, para que te quites la ropa mojada”.
—Oye, está bueno, que tú no eres mi mamá…
Pero le haces caso, y entran. Laura se tira en la cama con un gesto despreocupado mientras vas al baño para cambiarte. Dentro, te la imaginas desnudándose, en actitud provocativa, pasándose muy despacio las manos por las nalgas, mirándote con los ojos entornados… Luego se burlará del cuento, de Alba, como un personaje pesado y excedente. Dirá que al menos es un cuento, porque “los poemas tuyos son los más cursis que he leído después de José Ángel Buesa”. Tratará de sacarte el short con los dientes, sabiendo que no usas calzoncillos, besándote por momentos la barriga, metiendo su lengua titilante en tu ombligo. También dirá que escribiendo cuentos eres más humano, menos idealista, que tus versos se los regalas a cualquiera, pero las mujeres interesantes son “contadas”. Luego buscará tu boca, con ansiedad de hetaira, y la dejarás sentarse sobre ti, a horcajadas, cabalgando sobre tu miembro y convulsionándose felina, con gritos entrecortados por la música de Clyderman. También tratará de sugerirte títulos, algo así como “Hora fatal” —digno de una película clase z— ; o “El embarque”, que parece más bien un cuento de Cofiño sobre bandidos en el Escambray, o tal vez algo censurado de balseros. Sales del baño con el short que ella presiente, y tu voz, distante, le dice:
—Vete ahora, Laura. Te dije que no quiero seguir con este juego.
Ella va a replicar pero encuentra la dureza en tus pupilas de selva gris. Hace un gesto, como diciendo “tú te lo pierdes”, y se marcha, meneando exageradamente el culo. Deja caer en la cama una postal de factura publicitaria: un atardecer habanero. La luz del crepúsculo cubre la humedad y el abandono, se va metiendo entre las paredes agrietadas y los escombros. La luz embellece la ciudad, pero no la salva, la deja en su valor a la intemperie. Es una buena fotografía, no dice el nombre del autor, pero adivinas. Crees encontrar detrás de todo la sensibilidad de una mujer.
Ahora llueve de nuevo. Estás algo triste, y algo más solo que todos los días. Empiezas a releer El principito. Si Alba estuviera aquí le dirías que “hacia adelante no siempre se puede ir muy lejos”.
Sigues con la vista fija en el agua.
Roberto Ginebra. 1979. Narrador
Ha publicado el libro de cuentos De vuelta a la intemperie (Editorial Unicornio, 2004).