El joven Agramonte viaja al sur. De hecho, viaja más al sur de lo que haya estado nunca, Canarias queda en África aunque su espíritu, eso que podría llamar sin rubor Agramonte el espíritu del lugar, esté más bien asociado a España y a lo español. En el tren, el joven Agramonte piensa en ésta y otras vaguedades. Piensa que aun sin saber a ciencia cierta qué encontrará al término de su viaje, si cosa o conocimiento o suceso, en su inicio ya tiene lo que sabe que va a recordar. (Aunque quizá me mienta o me engañe a mí mismo, el joven Agramonte duda). Piensa que ya tiene de antemano el mar y esa mujer que lo espera allí y a la que ha visto muchas veces en sitios distintos durante el último medio año, ocasiones todas ellas distintas pero siempre plenas en varias ciudades europeas, y que han venido teniendo lugar durante ya dos estaciones (eso lo observa ahora, que es primavera o casi verano). Esta vez, se dice, es la primera lejos de casa. La primera sin el negro del asfalto sobre el blanco, a los costados del tren. Sin nieve. El tren avanza mucho más despacio de lo que él quisiera, y sabe que lo espera una noche sin dormir en los asientos más bien incómodos del aeropuerto de Charleroi. Desde la ventana, de cuando en cuando, ve vacas. El joven Agramonte imagina, digamos que le da por ahí, a las campesinas que cuidan esas vacas. Las imagina ordeñándolas, y también esas playas de África que todavía no ha visto. Sabe bien que pase lo que pase no va a olvidarlas. Sabe que las vacas y las campesinas amables y algo rubicundas que las ordeñan son una figura, un extravío prescindible. Que la campiña de Flandes y las playas africanas tienen poco o nada que ver, ninguna cosa en común, se dice, por mucho que ahora se le superpongan en la retina arena y vacas. No obstante, sigue buscándolas desde la ventanilla y en algún momento decide contarlas. Como quien contara ovejas, piensa, y se entretiene o se abisma en eso. Piensa en Cartago. En Salambó, en Flaubert. El libro que lleva sobre las rodillas también puede esperar: mejor dejarlo, decide, para luego, para ya en el aeropuerto, la noche en vela.
***
Maspalomas. Un paseo por las dunas y por la playa. A paso tardo, sosegado: un devenir más que avanzar, menos caminata que dejarse caer hacia alguna parte. Un paseo de reconocimiento, digamos. Hay olor a salitre y de cuando en cuando ese olor a democracia de la crema bronceadora que decía Bolaño en Blanes, comenta ella. Y también, ay, los olores de La Habana, salitre y algo de herrumbre y la arena en los pies. En eso último concuerdan los dos. A él la vulgaridad canaria, esa suerte de tinte o de trazo grueso canario que permea todas las cosas, que contamina o cubre como liquen todas las cosas, le recuerda la vulgaridad cubana. A ella también, pero claro, dice, es distinto. A mí no me molesta o no me perturba tanto como a ti. Comentan algo sobre los rótulos de los comercios: él, aunque no sepa explicar bien por qué
—Habría que ser tipógrafo, ¿no?,
la ve allí, concentrada. Toda esa torpeza. ¿Y no tiene algo lindo?, insiste ella. No. No tiene nada lindo, me parece a mí.
Otro día, caminan por las dunas. Todavía es de mañana pero ya casi va siendo mediodía. El joven Agramonte lleva una cámara. Suben con trabajo por la arena que se desplaza bajo los pies. El mar invita pero se han concedido esa pausa o esa dilación previa y los dos se concentran en las fotos, más bien en el escenario de las fotos: sombra y luz duras sobre la arena, la ondulación del desierto —olas sobre arena— en las colinas blancas. Por un momento (sólo por un momento) el joven Agramonte ve de nuevo vacas. Un espejismo o una fantasía, ve vacas primaverales como las que contaba desde el tren, y aquí al imaginarlas las vacas resultan animales no sólo remotos sino también extraños, casi, piensa pero no lo dice, un anacronismo. O sin el casi, tan anacrónicos como si estuviera viendo dinosaurios o una manada de esos pájaros extintos, los dodos. Como si el tiempo diera una vuelta, hiciera un bucle raro. Como si pudiera imaginar de pronto, mientras dure eso, cualquier cosa: cuatro casas en lontananza a la vera del camino, más allá de las dunas, un desierto, la sed o el deseo o la sensación de saciarlos, la una y el otro, como si ahora además de ella estuvieran aquí, con ellos dos, todos los fantasmas, todas las voces de un desierto que no conoce. Incluso los fantasmas extintos, las sombras de un mundo perdido. Las sombras de un paisaje devastador, antiguo, ¿desolado? Lo cierto es que al joven Agramonte ningún adjetivo lo convence pero tampoco los busca. Lo ve y ya. Todavía le da tiempo a pensar en desiertos que no conoce. En los desiertos africanos, sobre todo, pero también en el desierto de Arizona y en ese desierto chileno cuyo nombre no consigue recordar, y que estuvo de moda, recuerda, hace ahora unos pocos años. En las revistas de fotografía y de arquitectura, sobre todo, salía hasta en la sopa por entonces. ¿Atacama? Atacama, el nombre le viene a la lengua de golpe y es como si lo hubiera dicho ella. Y luego, así mismo como llegó, ya eso no está. Tampoco el nombre. No hay vacas. Y como tampoco hay fotómetro y como el joven Agramonte lleva una plaubel makina de los años 30 se pone a explicarle a ella —pero quién toma las fotos es él— por qué si 100 asa pues entonces 1/100 y f16, mejor 1/250, porque todo el escenario de las dunas refleja la luz como una pantalla gigante y estos obturadores antiguos resultan siempre algo más lentos que la velocidad nominal, y todo esto lo va diciendo como si desgranara arena entre los dedos y para entonces el agua, abajo, empieza a resultar ya tentación. No hay vacas. Y está tan a la mano la tentación del mar como un espejismo, algo que de momento distrae, piensa él. Luego, al cabo de un rato, dilación ya suficiente, bajan por las dunas hundiéndose en la arena, deslizándose.
Las huellas no duran nada, dice ella,
—Mira,
y señala vagamente a sus espaldas, en un gesto que podría comprender todo el paisaje, piensa él. Luego se desnudan junto al mar y acomodan entre los dos una esterilla con cuatro piedras, unas piedras negras casi redondas que al secarse se vuelven grises. El joven Agramonte piensa en la edad de esas piedras, en saurios remotos y en dodos. Pero aquí es una piedra en cada esquina, malabares con el viento y la arena, hay que insistir hasta que quede bien. Y yo quiero un chapuzón ya, dice ella y el joven Agramonte la ve alejarse desnuda hacia el agua, la piel blanca que refleja la luz mucho más que la arena. Sobre la arena húmeda, es lo que piensa sin mucha consciencia de estarlo haciendo, las huellas sí permanecen, sobreviven hasta que las lave la marea.
Ella hace algunos aspavientos por lo frío del agua y él la ve saltar en un solo pie, reírse, hacer muecas, lo habitual en esos casos. Pero por fin se decide y se zambulle contra una ola que rompe con estrépito en la orilla y que le empapa el cuerpo de una vez; hace un último ademán para él y él la observa alejarse ahora, nadando despacio. Desde aquí donde está no la escucha, ahora ocupa él solo la esterilla. Se acomoda. Ella se quedará un día más en Maspalomas y el joven Agramonte la piensa aquí, sin él. Ya con la piel menos blanca, ya probablemente sabiendo qué recodo de la playa es el más cómodo o cuál hora la mejor para irse yendo de vuelta al hotel, antes de que caiga la noche (hay que caminar un buen tramo), y por eso más segura, sin titubeos. De algún modo eso quiere decir que también con él, se dice, o en cualquier caso después de él esta semana juntos, y esa idea lo hace sonreír. De felicidad.
Unos días después, ya de vuelta los dos en sus respectivas ciudades, ella le escribe. Entre ellos es una costumbre. Quería mirar con tus ojos, dice. Estuve mirando con tus ojos para ver a qué sabe y por eso te cuento, a ver qué me dices.
***
Playa, Maspalomas. Nuestra playa, la del primer día. Arena caliente, tres muchachas rusas de cuerpos estupléndidos. Dos son algo mayores que la otra, tendrán unos veintitantos. La otra, en cambio, es bellísima, y tendrá si acaso unos dieciocho. Es rubia, está tendida al sol bocabajo y mueve rítmicamente los dedos de los pies. Tiene los labios del coño anchos y los labios menores asoman como una lengua, como si se relamiera los labios con la punta de esa lengua,
—¿A que sé mirar con tus ojos? ¿A que sí?
Tus ojos: Dan ganas de lamer o de jugar con los dedos con ese coñito depilado, terso, que se figura una un poco húmedo, un poco deseoso —está desnuda en la playa y aparte de mí hay dos hombres que la miran y es ostensible que la miran: ella lo sabe—. Tal vez por ser mujer tenga yo (o me conceda ella, se despreocupe) la mejor perspectiva: está tumbada con esos pies que mueve despacito a cada rato hacia mí, veo los muslos dorados —esa pelusilla dorada de una rubia al sol— y el coño que se ofrece rico, sabroso, tú dirías que una fiesta. Y sí. Pero son tus ojos: Los huesos de las costillas y de las caderas que sobresalen un poco (ese valle delicioso que enmarcan las caderas debería tener un nombre: el pubis, los labios que arrancan gruesos desde arriba, el clítoris grande y visible).
Y ahora se da la vuelta. Qué culo más rico, qué sabroso lo que desde aquí —unos tres metros a ras de arena— parece un corazón o una fruta. Es increíble mirar así. Es riquísimo mirar de ese modo. La trenza rubia sobre la piel de la espalda al sol. Los pies ligeramente combados, curvados hacia dentro, los muslos entreabiertos y un mechón de pelo que se mueve a cada rato con el aire. Cuánto de lo que se ve con ojos tuyos que suelo por lo general perderme, pasar por alto. Pero sigo: la chica se da un poquito la vuelta ahora, sonríe. Me gusta esa mirada, y también turba. Inquieta, digamos. Me sonríe: no vamos a hablar y ella probablemente lo sepa (la sonrisa no invita, no es eso, sino que más bien constata lo que las dos ya sabemos, que ella se sabe deseada y le gusta y eso también lo declara la sonrisa suya; la mía, en cambio, ¿a cambio?, dice que lo sé y me gusta que le guste, y ella lo sabe). Da igual. Leo o intento leer. Pasa un rato así, con ese temblor de la mirada: sobresalta un poco, creo, ¿no?
Y por fin sus dos amigas se van a nadar, luego ella. Se tienden un rato las tres desnudas sobre la arena mojada, están bastante más lejos ahora. Y luego se quedan de pie en la orilla, las tres. Uno de los chicos que ya de antes las miraba se toca ahora mirándolas fijo, en total desparpajo, pero es algo torpe: hace como si se sacudiera la arena de la pinga en movimientos cada vez más rápidos, una paja trepidante o medio a empujones, y ellas se ríen las tres en su lengua incomprensible —pero entre ellas, no con él sino más bien de él o sobre él. Yo por mi parte no digo nada ni muestro nada, como si conmigo no fuera. Ellas, incólumes. Porque no es conmigo, además. La pausa de pie era para secarse, parece: la rubia regresa a por los bikinis de las tres y se los ponen en la orilla, mojando los pies en el agua para que no queden trazas de arena en el coño, tú ni idea de todo lo que puede colársele a una bajo el bikini, en la playa.
Luego se visten al lado mío, recogen. La rubia sacude la toalla y la dobla con cuidado, como si fuera una sábana recién lavada o como si fuera, pienso no sé por qué en eso, una camisa de hombre acabada de planchar, la camisa de un hombre cercano a quien se le hace la maleta, por ejemplo. Una camisa que se coloca con cuidado, quizá con amor. Y es entonces que se vuelve, qué linda, y me dice adiós moviendo la mano, algo musitado en los labios con esa sonrisa suya que sabe. O que pareciera saber. Y es extraño, porque en esa sonrisa cabe más lucidez o más verdad, pienso también, que en cualquier tratado de estética, es, me digo, la sonrisa Baumgarten. En todo lo que tiene de trivial o casual se esconde el secreto del sexo o de la belleza o del placer o de todo eso junto, y a la vez hay algo también que asusta (por eso, puede que por eso mismo, me digo). Y de inmediato me digo que no, porque quizá si fuera el secreto de algo sería mucho más turbia, o más oscura la sonrisa, y ésta es únicamente lo que es, lo que hay. No el secreto de nada ni el síntoma de nada sino sólo aquello que sea, un guiño de lo que sabemos las dos y que nunca nos diremos y ni falta que hace, y también eso sabido, por sentado en sus labios y el gesto: nadie va a decir nada porque para qué, qué sentido tendría, o porque sin más no hace falta.