Hambre. Mucha más de la que alguien podría soportar. Y el problema no era la falta de comida, sino la ausencia de alguien indicado para cocinarla.
A esa hora de la tarde su mamá debía de andar por algún rincón de la ciudad tratando de vender la mercancía. Y su padrastro (bueno, si es que aquel despojo humano podía recibir ese calificativo) estaba refrescando la borrachera durmiendo a pierna suelta. Los ronquidos retumbaban contra las paredes del apartamento. Tayra lo podía escuchar claramente desde el quicio donde estaba sentada.
La muchacha echó un vistazo a su alrededor. El barrio estaba tranquilo. En la esquina, un vendedor de hortalizas pregonaba a voz en cuello la calidad de sus tomates, zanahorias, cebollas y coles. Al interior de las casas y los apartamentos, decenas de televisores trasmitían indistintamente un nuevo capítulo de las aventuras, un juego de béisbol, el número uno del hit parade o las noticias de última hora. Acomodados en el parquecito de la esquina, un grupo de jóvenes dedicaban piropos a cuanta fémina les pasara por el lado, presumían los músculos adquiridos a golpe de gimnasio o se contaban mutuamente sus conquistas amorosas, costumbres que Tayra consideraba poco menos que despreciables.
Los ronquidos del padrastro aumentaron en intensidad; ella fingió no escucharlos. El hombre pronto despertaría y saldría en busca de otra botella para «aliviar las penas» o compartir con los amigotes. Tayra sabía que lo mejor era mantenerse alejada cuando él bebía. La experiencia también le había enseñado a dormir con bastante ropa, pues en dos o tres ocasiones el tipo se había «equivocado» de rumbo al regresar del baño y había terminado sentándose junto a ella, quien todas las veces despertó justo a tiempo para detener con la mirada el brazo velludo y seboso que se extendía en la penumbra intentando alcanzar… ¡Puaf!, recordar aquello le provocaba deseos de vomitar.
La última vez, tras pensarlo mucho y armarse de valor, decidió contarle a su madre, pero ella nunca le creyó. «Estás imaginando cosas, hija», ripostó la mujer mientras acomodaba las cosas en el enorme bolso que siempre llevaba a cuestas. «Adolfo es un hombre muy-muy bueno y debemos hacer todo lo posible porque se sienta bien aquí, con nosotras». Sí, bueno para emborracharse todos los días y mirar a su hijastra como si fuera un pedazo de carne en exhibición. En ambas cosas tenía el número uno, era el Bárbaro del ritmo, el Mejor de los Mejores.
Tayra quiso protestar, o al menos preguntarle a la mamá por qué se mataba todo el día trabajando, a expensas de que los inspectores le pusieran una multa o le confiscaran la mercancía, mientras que su marido no hacía más que ver deportes por televisor, conversar con los socios del barrio y comprar botellas y más botellas de ron. Pero algo le decía que mantuviera la boca cerrada; que, por mucho que lo intentara, no podría quitar la venda que cubría los ojos de su madre. Visto el caso, lo mejor era mantenerse lo más alejada posible del hombre «muy-muy bueno», dormir con un ojo abierto (ni tan siquiera contaba con una habitación propia, así que no había puerta que atrancar antes de acomodarse en el sofá-cama) y pensar en cosas más agradables.
El rugido de sus tripas le recordó que necesitaba comer algo. Tras emitir un suspiro de resignación, entró al apartamento, se dirigió a la cocina y abrió el refrigerador. Dentro solo encontró pomos llenos de agua, unos plátanos maduros y un pedazo de pan que su madre había guardado allí para que no lo asaltaran las hormigas. Pan con platanito: una receta fácil de preparar. Con aquello bastaría, al menos por el momento.
Tras la frugal merienda, decidió dar una vuelta por la ciudad. De vez en cuando se metía en el cine, deambulaba por el puerto o se reunía con algunos amigos, pero aquella tarde no estaba de humor para eso. Solo quería internarse en la ciudad, dejar que los edificios la sofocaran entre sus brazos de cemento y metal, desaparecer por un momento y quedar suspendida en mitad de la nada, en una burbuja libre de problemas, preocupaciones, mentiras, acosos… Aunque, más temprano que tarde, esa burbuja terminara por romperse y la explosión la trajera de vuelta al mundo real.
Luego de comprobar que tenía consigo la llave y cerrar la puerta de la casa, se acomodó sobre la frente la capucha de la enguatada, metió las manos en los bolsillos del jeans y echó a andar sin rumbo fijo. Solo quería caminar. Odiaba el estatismo; moverse le hacía sentirse viva y segura de sí misma. Su cuerpo delgado y un tanto masculino se escurrió entre latones atestados de basura, niños que martirizaban a un perro y algunas vecinas entretenidas en comentar las desdichas de la jornada. Alguna que otra dedicó una mirada imprecisa a aquella adolescente tan rara, que se vestía como un rapero y no hablaba con nadie. Tayra casi pudo sentir sus ojos fijos en ella. Ojos que controlaban todos los movimientos del barrio, que sabían quienes entraban y quienes salían, y a la hora exacta en que lo hacían.
Sus pasos la llevaron hasta una parada de ómnibus. Había pocas personas, entre ellas una joven de minifalda y altos tacones que a todas luces iba rumbo a una discoteca o algún centro nocturno donde, con algo de suerte, ligaría algún turista que le pagaría la cuenta y le susurraría al oído promesas imposibles de cumplir.
Cuando la guagua llegó, Tayra se pegó a la chica y solo respiró tranquila cuando le vio pagar con un peso. Cuarenta centavos para cada una, y sobraban veinte. El chofer pensó que ambas iban juntas y se dio por satisfecho.
El ómnibus arrancó. Milagrosamente llevaba asientos vacíos, por lo que Tayra pudo acomodarse en el fondo, justo encima del motor que brincaba bajo la silla de plástico como un gato salvaje atrapado en un agujero. Las paradas se sucedieron una tras otra. La gente bajaba y subía del vehículo. Poco a poco fue anocheciendo y la ciudad se llenó de noctámbulos que emergían de sus cubiles atraídos por las horas de oscuridad.
Hacía bastante calor, pero Tayra no se quitó la capucha. Aquel trozo de tela le servía de frontera entre ella y el mundo, y en gran medida evitaba que la gente le molestara o le hiciera preguntas. Además, le permitía concentrarse exclusivamente en el plan que su mente iba elucubrando poco a poco, parte por parte. Un plan absurdo e injustificable, pero que (aun sin saberlo) llevaría a cabo como una forma de protesta, o simplemente como una manera de llamar la atención. Eso: lo haría para llamar la atención, a ver quién le hacía caso.
El viaje se extendió por hora y media. Al final, dentro de la guagua solo quedaban ella y una anciana rodeada de bolsas de tela y jabas de nailon a punto de reventar. «Última parada», anunció el chofer con voz cansina. Tayra caminó hacia la puerta, salió del ómnibus y ayudó a bajar a la anciana. La mujer le agradeció con una sonrisa sin dientes. Tayra la vio alejarse con paso renqueante, y no pudo evitar preguntarse si su madre habría llegado ya a casa. Quizás estuviera cocinando para su esposo. Quizás el padrastro no había salido en busca de más alcohol y, por una vez, le dedicaba a la esposa una frase de cariño. ¡Ah, quizás!
Con un gesto preciso se ajustó la capucha y echó a caminar. Jamás había estado en aquella zona de la urbe, demasiado apartada de todo. Las pocas casas del lugar, muy separadas entre sí, parecían gigantescos bunkers de cristal y concreto edificados a varios metros de la calzada. Los postes de luz proyectaban una claridad mortecina que iluminaba el asfalto lleno de agujeros. El silencio era absoluto, y aunque Tayra estuvo caminando durante unos veinte minutos, no se cruzó con nadie ni vio persona alguna.
De pronto, sus pies se detuvieron al inicio de un estrecho sendero, pavimentado con piezas rectangulares de cemento, que conducía hasta un muro de concreto dividido por una puerta. Sin pensarlo demasiado, se encaminó hacia allí. El muro estaba semicubierto de enredaderas y tras la puerta se divisaba una casa moderna enclavada en un terreno grande y despejado. Simpáticos farolitos trazaban círculos amarillentos en el césped cuidadosamente recortado. Un par de enanos narizones compartían un rincón del jardín con dos flamencos patilargos y una rana que expulsaba agua por la boca. ¡Vaya suerte! Tayra había encontrado una residencia de gente con dinero, la ideal para llevar a cabo su plan.
Tras comprobar que no habían testigos innecesarios (no los necesitaba, al menos por el momento), en un dos por tres escaló el muro, cuyo borde estaba lleno de trozos de vidrio empotrados, y antes de que pudiera darse cuenta ya estaba del otro lado con una herida que le atravesaba la palma de la mano izquierda.
Rápidamente se incorporó, se pegó a la pared y esperó unos segundos a que se activara una alarma, se encendieran las luces o viniera el perro guardián, pero nada de eso sucedió. El lugar siguió tan tranquilo como antes. Luego, con lágrimas en los ojos a causa del dolor, se sentó en el césped e inspeccionó su mano. El corte era grande pero poco profundo. La sangre manaba profusamente y le había manchado una pata del pantalón. Por suerte, en el bolsillo trasero del jeans reposaba un pañuelo que sacó rápidamente y utilizó para hacerse un apretado vendaje con ayuda de los dientes.
Acto seguido, evaluó la situación. Tal y como ella lo veía, tenía dos opciones: A) Escalar el muro de vuelta, alejarse rápidamente de allí y buscar un policlínico donde atenderse la herida, o B) Correr hacia la casa, forzar una ventana, rezar porque los inquilinos estuvieran dormidos y luego buscar algo valioso, fácil de llevar y que los dueños echaran de menos rápidamente. La mano podría esperar. A fin de cuentas, la hemorragia estaba controlada y el dolor terminaría por desaparecer tarde o temprano.
¿El resto? Bueno, una vez hubiese logrado su objetivo, el resto sería historia.