Ningún contemporáneo suyo sabía que las vinchucas transmiten una enfermedad, llamada hoy Mal de Chagas. No había sido corroborado aún, ni planteado siquiera, por la Ciencia, que algunos insectos son capaces de introducir parásitos en la sangre, así como en los tulipanes. Quizá debido a ese desconocimiento, el naturalista Charles Darwin, como si no hubiese bastado que aquellas bestias aladas lo acosaran durante una visita a Argentina en marzo de 1835, posteriormente realizó experimentos con ellas. Jugueteó, podría decirse, que es un atrevimiento comparable a jugar con la guadaña de la Parca.
Para quienes contraen el mencionado mal es posible vivir mucho tiempo, aunque padecen de trastornos digestivos severos, su corazón se debilita, una fatiga crónica dificulta sus movimientos y el simple acto de hablar los deja exhaustos, síntomas que el científico inglés padeció durante largos años, lo cual ha hecho conjeturar a parasitólogos como Saul Adler que las vinchucas lo contagiaron.
Muy pronto Sigal sintió interés por la misión que había llevado hasta lugares tan lejanos de Gran Bretaña al capitán del Beagle y su más ilustre viajero. El aislamiento había dejado con apetito de sobra su mente, y quería saber acerca de todo; para empezar, cómo pudo llegar una manada de cabras hasta una isla deshabitada donde desembarcaron.
Si a él le resultó curioso el hallazgo del ganado salvaje —el cual los británicos se dedicaron de inmediato a cazar y sacrificar—, sus compañeros de vicisitudes lucían preocupados meramente de hincar los dientes en aquellas fibras rojas; con “un recordado gustillo a sebo”, como las describió Neck. “Daban la impresión de estar probando carne por primera vez”, me contaría años después mi padre, que prefirió la compañía de los tripulantes del navío cada vez más, antes que la de sus compatriotas.
No sintió que fuese a echarlos de menos cuando se separaron, en una ribereña ciudad chilena. Al tocar tierra se despidió de ellos sin mayores rodeos. Solamente le dio un poco de pena al ver alejarse a Nash.
Sigal jamás volvió a encontrárselos. Y no supo más de ninguno, a excepción de Philip Bardet, aunque previamente pasarían unas tres décadas, conocería casi todos los continentes y océanos, hallaría a Estelle y visitaría su casa en la calle de La Harpe, lugar donde se enteró de ciertos pormenores sobre él.
De momento, permaneció con la expedición, gracias a que FitzRoy no se opuso a que continuara a bordo por varias semanas más; en principio, hasta que llegasen a algún puerto de importancia previsto en su ruta. Le puso como única condición que trabajara ayudando en todo: no sólo en el barco, sino también durante las incursiones que realizarían algunos tripulantes en zonas interiores del país.
Este servicio no pareció abusivo al muchacho. A sus diecisiete años era saludable, fornido; y estaba convencido de que su energía física, lo único que había tenido en la vida para ofrecer, sería recompensada por primera vez no exclusivamente con un techo, comida y unas monedas, sino también con rodearse de personas que dedicaban su existencia a la búsqueda de algo más que dinero.
“Me hice al mar siendo un niño, para ir a buscar aceite de lámparas”, rememoraría décadas más tarde, ante el adolescente que era yo. “Y pensaba, mientras me batía con los cetáceos, saturado de miedo: ¡como si importase demasiado alumbrar las actividades de tanta gente en el mundo! ¿Qué cosa tan impostergable tendrían que decirse o cumplir, para permanecer despiertos una vez que se pone el sol?”, me explicó. “Sin embargo, ciertos navegantes del Beagle podían conversar en plena oscuridad de la noche, sin una llama que hiciese luz sobre sus rostros, y aun así yo no conseguía dejar de prestarles atención”, me dijo, refiriéndose sobre todo a los diálogos entre Darwin y el capitán.
Con veinticinco años, sin evidenciar todavía síntoma alguno del Mal de Chagas, la mente y lengua ágiles como nunca, Darwin continuamente hacía afirmaciones que despertaban el interés y desarticulaban la manera de pensar del norteamericano, a quien todo le resultaba asombroso, incluyendo el celebérrimo caso de los fósiles marinos encontrados en la cordillera de los Andes, a más de cuatro mil metros de altura.
Escucharle decir, a raíz del hallazgo, que “la Tierra tiene vida propia, independiente de la voluntad de Dios”, era algo desafiante para su concepción del mundo. “Hoy el suelo se hunde bajo el océano, mañana se levanta hasta las nubes, sin mediar la intervención divina”, juraba el naturalista en una ocasión, ante dos guardiamarinas que intentaban explicar el suceso a partir de los hechos narrados en el Viejo Testamento, en particular la historia de Noé y el cataclismo.
Una tarde Sigal oyó otra conversación, entre él y su asistente de diecisiete años, llamado Syms Covington, quien le preguntaba si de veras creía en todo aquello tan contrario a lo que decía La Biblia.
—No te parece más obvia ahora la imposibilidad de construir una barca tan grande como para albergar una pareja de cada especie animal —le comentó Darwin—. Ya sabes, y salvando las escalas… ¡si el Beagle tuviese capacidad al menos para una centésima parte de los animales y plantas que he querido coleccionar desde que comenzó el viaje! —agregó, luego de exhibir una sonrisa resignada—. Pero ves que no hallo lugar ni siquiera después de vaciar espacio con cada remesa de especímenes enviada a Inglaterra.
Sigal, tras escucharlo, se cuestionó “cómo podrían haber sobrevivido al diluvio los árboles que quedaron sumergidos”. Habría querido preguntar en voz alta si Dios acaso también encargó a Noé las semillas de todas las plantas, pero prefirió no intervenir en la plática de los dos hombres. Se limitó a poner oídos, mientras los ayudaba a manipular el cadáver de un zorro.
—Y la historia de Jonás… ¿Tampoco estuvo dentro de una ballena? —indagó Covington.
—De algún modo, puede ser cierto que estuviese en el interior de una de ellas —dijo Darwin, tras lo cual le guiñó un ojo—. Las ballenas guardan un parentesco más cercano con tu propia madre y la mía, que con un pez. Tienen pulmones, senos de los que mana la leche y cantan dulcemente… ¿Y quién mejor para darme la razón que el ballenero?
—¡Cómo saberlo, señor! —exclamó Sigal, al sentirse aludido—. Nunca conocí a mi madre. Pero me sorprende de todas formas un parentesco tal.
El inglés se mostró desconcertado tras esta aclaración y le ofreció disculpas.
—Por favor, continúe —le pidió él—. No es un tema que me perturbe. No se quebró ningún afecto al morir mi madre. No hubo tiempo para afectos.
Darwin asintió, y seguidamente dio instrucciones a su ayudante para fijar hojas de plantas a una lámina de papel, con el propósito —evidente al menos para el grumete— de cambiar de tema.
Más tarde, mientras sentía en la mínima intimidad de su hamaca los vaivenes del oleaje, Sigal pensó que ser mecido en brazos por una madre debía parecerse a ese balanceo, a veces suave, producido por el mar. A la hora de acostarse y durante buena parte del día permanecían dando vueltas en su cabeza las polémicas que le tocó presenciar entre el naturalista y los demás tripulantes. No lograba entender plenamente el sentido de tantas ideas nuevas, pero eso no le impedía percibir en ellas algo excitante, a la vez que abrumador.
Siendo pequeño, había escuchado decir a un sacerdote que Dios hizo desfilar ante Adán a todos los animales del mundo para que les pusiera nombre; y leyó después la historia varias veces, como si La Biblia fuese apenas un libro de fábulas, la mar de entretenido. Por eso le resultaba curioso ahora ver a Darwin describir hierbas y animales sobre los que nadie se ponía de acuerdo en cómo llamar. Y le sorprendía más oírle musitar que quizá Dios ni siquiera los había creado.
Viajando con los expedicionarios, Sigal tuvo la posibilidad de contemplar fenómenos de dimensiones cataclísmicas, como la erupción del volcán Osorno, cuyo cráter lanzaba rocas negruzcas, y supuraba tanta lava como para iluminar el mar distante con destellos espectaculares. Vio también, no con un catalejo sino a sus pies, una ciudad desmenuzada por un terremoto.
Dicha ciudad era Concepción, en Chile.
Sobre su destrucción a causa del sismo, él me contaría que la actitud de los lugareños era diligente, casi animada. Que al observarlos a ellos y las briznas de hierba seca con que se fabricaban los ladrillos de adobe desparramados en las calles —a eso quedaron reducidas sus casas—, y al ver más hierba, viva, enraizada en los mismos ladrillos, llegó a pensar que su pavor a los temblores, inoculado en el Golfo de Penas, era ridículo; que “siempre, hasta que pase el susto, hay que poner toda la atención, y alegría, en sobrevivir, con igual sabiduría y ansias que aquella hierba verde”.
Con los años también meditaría que este país, “sometido a amenazas comparables a guerras concentradas en un par de minutos, y a invasiones no ya de barcos sino del océano, es un país de ciudades destinadas a ser siempre modernas y no una dilatada colección de joyas arquitectónicas”.
Le tocó experimentar, además de las sacudidas de tierra —a las que perdió el miedo desde entonces—, también remezones del espíritu. No obstante, pese al interés que le produjo en un inicio lo que aprendía, suele ocurrir que incluso —o sobre todo— una persona con una intensa sed de aprendizaje, como era su caso, desconfía en algún momento de aquello o aquel a quien antes admiró.
Para él también llegó esa hora…
Originalmente le entusiasmaba la falta de prejuicios con que el joven Darwin reparaba en lo divino y lo terrenal, conducta muy diferente a la solemnidad con que su tío recitaba pasajes de La Biblia ante él y sus primos, en las tardes de su primera infancia, en un frío suburbio de Boston. En contraste, ahora estaba en el entorno de otro océano, en el extremo diametralmente opuesto de las Américas. Y esas ideas brillaban en su imaginación como el sol en el firmamento de la costa central chilena, de un intenso color azul que no recordaba haber visto antes, prístino como lo era aún su alma.
Empero, al cabo de medio año a bordo del Beagle, esa soltura se había tornado puramente desconcertante para él. Comenzó a experimentar una sensación “similar a la que viene a continuación de la embriaguez, o de experimentar por primera vez un acto de alcance sexual”, para expresarlo como mismo Sigal me lo dijo, si bien se refería a una época en que él era virgen.
El propio capitán FitzRoy parecía a veces escandalizado por las palabras de su más insigne tripulante. En cuanto al muchacho que era mi padre, eligió estar entre quienes profesan una fe sin cuestionamientos, casi mero temor y culpa. “Una estrategia de supervivencia tribal” habría dicho Darwin, que así llamaba a esa actitud.
A Sigal no le gustaba pasar mucho tiempo en las iglesias; no tenía paciencia para escuchar un sermón de cabo a rabo. A pesar de ello, y tras un lapso de alegre ateísmo, consideró que sería bastante más adecuado retomar un modo de pensamiento en armonía con la mayoría de la gente, aunque tuviera que compartir sus equivocaciones.
No quería —me explicó— “hacer el esfuerzo de redondear una verdad hasta tornarla acabada y brillante como una perla y, a resultas de tal empeño, terminar convertido en alguien solitario como una ostra”.
Poco después de alejarse espiritualmente del naturalista, es decir, cuando dejó de guiarse por su curiosidad propia, instintiva, sobrevino la separación física. En el puerto de Iquique FitzRoy le advirtió que la travesía continuaría rumbo a El Callao, y al Pacífico abierto después de abandonar Perú. Entonces prefirió quedarse en tierra.
Se había descubierto una gran mina de plata cerca de cierta villa chilena en el desierto de Atacama, y gente de todas partes iba allá a buscar fortuna. Según rumores que escuchaban en los puertos, en aquella zona las vetas del metal blanco brotaban por doquier. Y Sigal consideró que era una buena oportunidad. Así, de Iquique encaminó sus pasos hacia el sur, y arribó meses después a San Francisco de la Selva de Copiapó, nombre que le pareció engañoso, tratándose de un sitio donde crecían apenas algunos chañares y algarrobos.
Llegó a la villa por el tiempo en que Darwin visitaba las islas Galápagos, lugar este donde —al encontrar pájaros vampiros y otras criaturas, todas naturales— acumularía argumentos que más tarde lo llevaron a afirmar que la existencia de las especies vivas no se debe a que Dios las haya creado en el transcurso de menos de una semana.