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Abecedario del crimen

Ilustración de Amilkar Feria Flores

Si no existieran las apariencias, el mundo sería un crimen perfecto; es decir, sin criminal, sin víctima y sin móvil. Un crimen  cuya verdad habría desaparecido para siempre, y cuyo secreto no se desvelaría jamás por falta de huellas.
Jean Baudrillard. El crimen perfecto

A
Quiere el que inventa esta historia que la primera letra identifique desde ya al personaje del Asesino. Pero, como existe una regla en el género policial de la cual este relato no será excepción, hasta el final no va a saberse nada de él. Además, no se le puede echar encima a nadie un muerto que ni ha aparecido todavía.

B
Es un Babalawo de prestigio; no un improvisado ni un farsante. Son muchos los que precisan sus lecturas del Ifá o acuden a él para comunicarse con sus muertos queridos. Este hombre va a desaparecer desde la mañana posterior a la del crimen. R lo verá salir del edificio con un maletín en la mano y se interesará en el porqué. B explicará deprisa que acaban de avisarle del fallecimiento de su tía de Manzanillo.

C
El Caballero, que un día es reencarnación del de París y al siguiente lo es del ingenioso de la Triste Figura. Vive solo, en el piso más elevado del edificio, última puerta. Dice que allí custodia arcanos de los iluminados de la Rosacruz. Desde ahí, a través de una lata que tiempos ha contuvo carne rusa, ahora oxidada y con ínfulas telefónicas, logra comunicarse a ratos con Jehová. Un par de días antes del hecho fatídico, C se tropezó en un descanso de la escalera con A —quien todavía era un ser común, sin culpas de ley ni de conciencia. Le tocó fuerte por el hombro para llamar su atención y le soltó de carretilla: “Camarón que se duerme, jamás su tronco endereza. ¡Cuando el mal es de cagar, cuchillo de palo!”. De esto, por supuesto, no se enteró más nadie que ellos dos.

D
“Por debajo de este edificio corre demasiada agua de alcantarilla”, dice a sus tres hijas Dionisio, más que sabio, por viejo y no por diablo. Y a la mayor advierte: “Tienes que dar el ejemplo a las gemelas. No te juntes con Mengana, recuerda que dime con quien andas… No te alebrestes con Fulanito, que ese es hijo de gato…” Z simula escucharle, por lástima con el padre que las crió solito desde que la madre murió en el parto de sus hermanas; pero luego, con la autosuficiencia clásica de los veinte años, hace lo que le viene en gana. Para mal o para bien.

E
Ernesto. Su nombre, sin embargo, no tiene ninguna importancia. Él mismo, que nunca leerá a Oscar Wilde, no se da mucha importancia. Su vida se resume en cumplir el ciclo tambaleante de ida y vuelta entre el bar y su desmantelado apartamento. La mayoría lo desprecia, aunque simulen tenerle lástima. Antes tuvo un coche americano, y no supo impedir que se lo enmarañaran en una compraventa donde recibió una cantidad de dinero inferior a la que le correspondía. Antes tuvo mujer y una hija; pero cuando ellas emigraron no le advirtieron siquiera de su determinación. Ahora solo le queda el hijo varón, pero ese no le habla, ni le sostiene la mirada aunque se crucen el día entero dentro del apartamento. No obstante, el infeliz se consuela pensando que al menos le enseñó un oficio: la mecánica, para que pudiera ganarse la vida.

F
La femme fatal que no faltaría en novela negra que se respete. Cherchez la femme! Con el pelo teñido de rubio platinado como Lauren Bacall. La ceja alta de María Félix. Los labios de Marilyn Monroe. Las piernas largas de Julia Roberts. El culo de Jennifer López. Así de equipada, con una conjunción de todos esos atributos, existe una Felicia, que es la concubina del hombre que va a morir. ¿Será ella la mujer fatal en esta tragedia?

G y H
GH 8725 es la denominación oficial del inmueble donde ocurren los hechos. O Ei-Seve-Tuenti-Fai, que así suelen llamarle los habitantes de la zona 17, por la coincidencia con el nombre del chiquillo extraterrestre de la película de Bud Spencer. Está ubicado en el reparto habanero de Alamar y es una de esas horrendas construcciones de cinco plantas, al típico estilo cajita de cumpleaños. Formado por dos bloques, cada uno con su escalera, y tres apartamentos por piso.

I
Él sí es Importante. O por lo menos se cree tal. Hace dos años que colgó en su puerta del H2 un letrero que reza: PERMUTO PARA EL VEDADO. Tiene un cargo en un Ministerio, un auto Lada de color rojo, una esposa, tres amantes, un hijo oficial, tres no reconocidos. Viaja bastante al extranjero. En el edificio únicamente le ofrece cordialidad a V y W; con los demás, indiferencia o hipocresía; salvo a M, a quien le manifiesta una abierta hostilidad. Según L contó para saciar la curiosidad de todos, es por asunto de tarros, porque M es como un cabrón pelo en la sopa de mujeres de I.

J
Juan a secas, por el día. Y en las noches, Juan Gabriel. Aquejado de mal de amores; mucho que sufre por el desdén del apuesto mecánico del G11. Encima de intuir que perderá en la pelea contra la vocación instintiva del muchacho, sabe que tiene en el edificio un par de rivales del sexo femenino, invencibles por sus encantos. Fuera de este conflicto –el cual suele ocultar– es gente de educadas maneras, que se manifiesta amigable y servicial, sin distingos de ningún tipo. La noche previa al suceso fatal, por ejemplo, halló a E desmayado sobre los escalones de la escalera equivocada, llevando en la mano una herramienta de mecánico y farfullando maldiciones bajo los delirios del alcohol. Cargó con este hasta su vivienda en el otro bloque; le hizo entrar y acomodarse en la cama.” Luego hasta le hizo café y compañía por un rato. Sin embargo, desde el día del crimen no sale de su apartamento, en el que sólo se escucha el Réquiem de Mozart sonando a toda hora en la casetera. Los vecinos del cuarto piso andan preguntándose qué moscardón le habrá picado.

K
Firma como Kathy y solo por ese diminutivo responde. Sería preciso chequearle el carné de identidad para descubrir que, en verdad, ella se nombra María Catalina de las Mercedes. Tampoco nadie podría presumir haberla visto —excepto I, su marido, por supuesto— de otro modo que maquillada y vestida a la última moda, con gusto dudoso quizás, pero solo según el criterio de gente muy refinada. Siempre anda montada sobre tacones y ataviada como para salir de noche, aún en la rebatiña de la cola del mercado. Aunque no faltan personas que se cuestionan su atractivo y se preguntan si lucirá igual acabada de levantarse. O cuando el llanto le riegue el rímel y la sombra sobre los ojos, como en la hora que recibió de L la noticia del asesinato y escondió el rostro entre los brazos, gimiendo, implorando que la dejaran sola, por favor. Sin embargo, L no podía atender su ruego: estaba allí para avisar a la policía desde el único teléfono del edificio.

L
Al nacer tomó el nombre de Laudelina; mas hoy —y a sus espaldas, claro— nadie la alude con otro calificativo que el de “Lengua Viperina”, a pesar de que a sus 76 años alcanzó ya la engañosa apariencia de inocente ancianita. Floja de piernas y enferma de cataratas, no da un paso sin tantear con el bastón, pero su oído parece aguzarse más con cada día que sobrevive. Por la longitud de jonrón de sus comentarios, dentro del edificio ella es temida, o requerida, según los intereses de cada cuál. El miércoles 2 de abril, a las 11 y 47 minutos (pudo brindar la hora con precisión, pues acababa de fijarse en el reloj de pared para vigilar la olla de los frijoles), L escuchó un grito ahogado y el estruendo de una caída, provenientes del apartamento contiguo al suyo (del 5, segunda planta, bloque H). Se asomó al pasillo sin ver a nadie. Sin embargo, sintió unos pasos a la carrera, que no podría precisar si eran escaleras arriba o escaleras abajo. Se molestó, seguramente, de no llegar a tiempo para descubrir al visitante. Entonces se acercó hasta la puerta de sus vecinos, la encontró entreabierta y pegó la oreja. Asegura haber exclamado el nombre de Felicia y el del marido, sin recibir respuesta. Luego empujó la entrada. El Babalawo (quien ocupa el otro apartamento de ese piso) acudiría en un santiamén ante los alaridos que soltó L cuando halló al Muerto.

Ll
El detalle preciso que en todo relato policial conduce al descubrimiento de la verdad. La Llave o Clave del enigma. Aunque, evidentemente, aquí está mal ubicada, porque recién ahora es que se va a dar a conocer la identidad de la víctima.

M
Era moreno, de edad mediana, no un doncel, pero sí bien compuesto y de timbre viril. En vida fue Manolo, hombre próspero. Mas no hay consenso entre aquellos que debaten por qué medios hizo fortuna. Según la experiencia de O, él era dueño de una finca en el Cotorro, donde mantenía una cría de puercos. Ahora yace de espaldas, con la frente rajada en dos, sobre el reguero de su sangre en el piso de la sala. El forense concluye que cayó de un solo golpe, mortal, propinado con algún objeto estrecho y contundente, que no se destaca en los alrededores. Dentro del puño derecho del Muerto, la policía encontró las llaves del Chevrolet 51, verde deslumbrante, de su propiedad. De lo cual el agente de la policía dedujo, brillantemente, que se preparaba para salir cuando recibió la visita del Asesino. Sobre el pulóver Adidas, color azul marino, encontraron los rastros secos de un escupitajo. Por tal motivo, P sugirió que tomaran una muestra para hacer la prueba de ADN en el laboratorio, y el forense le replicó que no hiciera tanto caso al serial televisivo CSI.

N
Es el Narrador, uno bastante inexperto, que a estas alturas maneja todavía una idea muy vaga sobre los vericuetos de sus personajes y hacia dónde irá a desembocar la solución del misterio. Solo una cosa ha tenido clara desde el principio, y es que la revelación de quién se oculta tras la A tendrá que dejársela a Z.

Ñ
El Ñato. ¿Algo pintará en esta historia? Puede que nada, porque él no vive en el edificio y solo entra ahí a vender leche de contrabando. O puede que sí, porque tras ser advertido del descubrimiento del cadáver, telefoneó a sus clientes, los buscó en la cola del pan, los asechó a la hora de la llegada del trabajo, les envió recados con terceros, para asegurarse que ninguno, por favor, lo mencionara a la policía. Todos le respondieron bien, callaron, porque compartían sus razones y además tuvieron en cuenta que Ñ había hecho su reparto muy tempranito en la mañana. El litro de leche estaba sobre la meseta cuando P entró al departamento de M; y P, sin detenerse a pensar que aquel objeto podía haber sido el arma homicida o que cometería el disparate de profanar la valiosa escena del crimen, se dio un buche largo a hurtadillas, saboreando el recuerdo de la infancia perdida.

O
Es alto, delgado y pasó ya los 30 años, más conserva esa cara de adolescente que hace a J asegurar que es idéntico a Leonardo Di Caprio. Orestes odia a E, porque lo culpa de la partida de la madre y la hermana. Incluso aceptó la explicación de M de que él sí le pagó lo justo al padre por el Chevrolet, pero que este de seguro extravió el dinero o lo gastó todo en ron. O no quiere perdonarle a E ese engaño; por el que una vez quiso matar a M —sumando a ese asunto, claro, lo de F y también lo del apartamento. Además, sucede que fue el propio M quien le tiró el cabo en la época que los trabajitos de mecánica cayeron en baja y le ofreció una pinchita en el criadero de puercos. Por eso ya le perdonó todo, en apariencia; y hasta le han oído llamarle “mi socio Manolo”. O escucha atento cuando M le pide, de hombre a hombre, que comprenda lo de F, que él no tiene la culpa, las mujeres son así, hay que ganárselas y ellas se van detrás del bolsillo más lleno. M le jura que tampoco quiso perjudicarlo en lo del apartamento, que simplemente él también tenía su necesidad y puso a rodar el billete, porque los verdes son lo único que mueve al mundo. Pero la gente comenta que todavía O mira a F con ganas de comérsela; no importa que el muchacho esté saliendo actualmente con la hija mayor de Dionisio. El día del crimen vieron llegar a O a las cuatro de la tarde. Impresionaba el muchacho enfundado en aquel overol cubierto de sangre y porquería; y solo R tuvo valor de acercársele y contarle lo de M. ¿Fue auténtica la sorpresa y el trastorno de O? Hay quienes dudan sobre este punto. O expuso a R esta versión de lo que sucedió esa mañana: “Yo fui a buscar a M a las nueve, como siempre, para salir juntos hacia el Cotorro. Pero él me dijo que tenía un bateíto con el carro, que iba a quedarse a arreglarlo y que yo me fuera alante para adelantar el trabajo. Pensé que era cuento de M, que la noche anterior había estado de parranda, porque para los problemas del carro él siempre contaba con que yo se los resolviera. Quise comprobarlo y le propuse quedarme también, para ayudarle, pero él insistió en que no me preocupara, que tenía quién le hiciera el trabajito. Entonces yo me fui; no estaba muy convencido, pero donde manda capitán…”

P
Es Pedrito, el Policía, al que le encasquetaron la instrucción del caso. Vive por la zona y algo conocía sobre la calaña de la víctima y las personas que le rondaban. Acaba de estudiarse el informe de la autopsia y antes estuvo entrevistando a algunos habitantes del lugar; poniendo su fe en los más confiables, como la responsable de vigilancia y la presidenta del CDR. Presume que será difícil concluir el expediente, porque esas personas casi nada le aportaron y el resto cuidó mucho lo que decía. La conducta del Babalawo es lo que se le antoja muy raro y ya decidió circularlo para que lo busquen hasta en los mismísimos centros espirituales. Al menos ha podido descartar a I de la lista de sospechosos porque este, además de ser militante del Partido, había salido el día anterior para Madagascar… o Indonesia. ¿O Tanzania? ¿Qué país le dijo K?

Q
¿Quién? Es la pregunta que todos se hacen y no dejan de mirarse los unos a los otros buscando el gesto delator. Pero M tal vez ya estaba marcado para morir. Y en el fondo todos se saben un poco culpables. ¿Quién es el A de M? Fuenteovejuna, señor. Manolo nunca debió mudarse para ese edificio a vivir con Felicia.

R
Dentro del edificio, ahora marcado con la banda amarilla (POLICE DO NOT ENTER), vive un periodista llamado Rafael. Lector de Conan Doyle, Ágatha Christie, Raymond Chandler, Manuel Vázquez Montalbán, Leonardo Padura y Lorenzo Lunar, se siente entrenado para la labor detectivesca, y anhela que en el periódico abran por fin una columna de crónica roja y se la otorguen a él. Se ha infiltrado con mañas reporteriles en los apartamentos de los vecinos, y de su encuesta cree haber sacado los indicios suficientes para descubrir al criminal. Pero ha llegado también a la conclusión de que más le convendría callarse, pues, al menos por el momento, no va a decirle sus sospechas a la policía.

S
De impresionante estatura y ancho de hombros. Poco encorvado a pesar de la edad y el vicio crónico del cigarro. Distingue su rostro la barbilla huesuda, interminable, y una palidez que no claudica ante los soles del trópico. Samuel Espada es un tipo extraño. Afirma que nació en Gibara, Holguín, allá por los años 20 del siglo pasado, aunque a nadie convence el que su acento sea oriental. Por el contrario, piensa la gente, es un extranjero refugiado, que vive en Cuba desde hace muchos años, sabrá Dios por qué. Porta siempre un libro bajo el brazo cuando sale en las mañanas, a sentarse en un banco del parque, mudo y solitario. Muy pocos son los que pueden entregar datos del interior de su apartamento, el H8, justo el que queda encima del difunto. Entre ellos está Z, que logró superar el umbral un par de días antes de la muerte de M. Golpeó la puerta, con esa frescura habitual en ella, pensando conseguir el manual que le exigían para una tarea de la Escuela Formadora de Maestros Emergentes. S fue amable, la dejó entrar, a pesar que desde la misma entrada le advirtiese que no encontraría aquí lo que buscaba. Mientras transcurría la visita, S apenas habló de sí; al contrario, todo el tiempo le hacía preguntas a Z. Tantas que la muchacha le repostó en broma: “¿Usted es detective o qué?”. El viejo solamente sonrió y se ofreció a preparar una limonada. Cuando S trajinaba en la cocina, Z husmeó por la sala comedor, cuyas paredes estaban ocupadas por estantes repletos de libros, la mayoría en inglés. Sobre un escritorio, de estilo anticuado, divisó un portarretrato que mostraba una foto avejentada, en blanco y negro, para la que posó una rubia de boca enorme, aún así muy bonita, y un hombre que se parecía bastante a ese actor del cine norteamericano, de cuyo nombre nunca puede acordarse, que es el favorito de su papá. Supuso que eran S y la esposa en la época de juventud. También vio una máquina de escribir, y al lado, aguantando a modo de pisapapeles unas cuartillas mecanografiadas, un pájaro como de yeso, pintado de negro, con las alas plegadas y el pico curvo de las aves de rapiña. Su incontrolable curiosidad, femenina y juvenil, la empujó a abrir el primer cajón del escritorio. En el fondo casi desnudo, solamente se guardaba un revólver. Cerró en un susto. Sintió que Samuel se acercaba y corrió hacia la puerta. Cuando el viejo arribó sosteniendo el vaso, ya la muchacha se despedía mascullando un “adiós” entrecortado. La mañana siguiente a la del crimen, R buscó a S en su sitio del parque y charlaron largo rato. Es probable que el periodista haya intentado interrogar al anciano, pero siendo este como es, lo lógico es que terminaran trocándose los papeles. Esa misma tarde, una persona del edificio acudió al apartamento de S, saliendo de allí una hora después con algo envuelto en un pañuelo. (L, que ahora no cesa de espiar a través de la puerta entornada, esta vez sí alcanzó a reconocer quién era, por el sonido de sus pasos, cuando tomaba las escaleras hacia los bajos del edificio).

T
Tomy ya no vive aquí. Se escapó en una lancha a los Estados Unidos hace un par de años. Si lo traemos a cuento es porque fue el habitante del apartamento H5, el que más tarde sería de M cuando T lo dejara desocupado. Orestes había querido apropiarse el inmueble, para separarse del padre borracho y unirse a Felicia, pero no pudo ser porque la vivienda había quedado en manos del Estado, específicamente de la Dirección Municipal de la Vivienda, que según lo legalmente establecido, sería la encargada de ponerla a disposición de alguien añejado por varios años en la lista de albergados. Sin embargo, al poco tiempo cayó el Muerto —entonces vivito y Manolo— como beneficiario del cielo, trayendo en una mano a Felicia y la llave del apartamento en la otra. Al nuevo y flamante propietario se le conocía desde antes en el vecindario como habitante del edificio contiguo, el OP 7006, donde vivió varios años junto a su esposa por ley y a su hijo, a los que había abandonado completamente apenas quince días atrás. ¿O un mes tal vez?

U
Parece que la señora le ha echado el ojo al bodeguero. ¿Úrsula, que estás haciendo tanto rato en la bodega? Pero ese detalle morboso no va a distraer al Narrador. Lo que de veras interesa es que sea la madre de F. La que desde la muerte de M se entregó a la cólera y anda increpando, por turno, a todo aquel que se tropieza. Ya ha acusado del asesinato a K, J, S, E, Ñ, R… Y hubiera querido tener delante a I y B para señalarlos también. En cambio, a O lo defiende y argumenta que ese niño solo es “un pobre diablo”, y que por eso nunca le gustó para su hija. “La envidia, Manolo, de la envidia te van a matar”, comenta U, consternada, quien a menudo advertía así a su yerno. Al que describe como un hombre de verdad, luchador y respetuoso con ella y con su hija. Y no un pedante y mujeriego como I. Pero nadie secunda sus criterios y lo que se anda diciendo es que el televisor Panda, la antena para los canales de afuera, el microwave, el ventilador de techo, esas prebendas que M le daba, le cerraron a Úrsula los ojos de la realidad.

V
Vigilancia, la que ocupa esa responsabilidad en el Comité del edificio. Cierto es que ella no pudo ver ni oír nada, porque vive por la otra escalera y en la última planta del edificio. Pero de vista y oídas sí conocía los turbios manejos de M. De cómo sobornó a unos cuántos para hacerse del apartamento. Que en la compra del carro le dio a E la mala con el dinero. Que a muchos hombres ha arrebatado la mujer; F incluida, esa que tiene todavía a uno llorándola por ahí… Bien sabe la compañera de cuánta gente le tenía ganas al tal Manolo. Sin embargo, no contó a la policía nada de esto; y a solas con su conciencia, se justifica con que no quiere ganarse fama de chivata en el barrio ni tampoco perjudicar a nadie, máxime cuando sabe que cualquiera de los que tenía motivos para cometer el asesinato es de entraña menos retorcida que el Muerto.

W
Se acaban las letras y la W le viene bien porque es contigua a la que identificó a la otra autoridad del Comité. Además, mejor no decir su nombre, para así proteger la integridad de esa ciudadana ejemplar que es la presidenta del CDR. Igualmente responsable del Sindicato y Trabajadora Vanguardia en la Dirección Municipal de la Vivienda. La mañana del día en que mataron a M, como pueden corroborarlo sus camaradas de la oficina, ella se encontraba inmersa en sus múltiples y priorizadas tareas. Sin embargo, una sombra oscura planea, lastimosamente, sobre su intachable trayectoria, pues como es amiga de Úrsula de toda la vida, se rumora que fue ella quien resolvió lo del apartamento para M y F. Malas lenguas la marcan con un estigma mayor: aseguran que hubo plata por medio y que de ahí sacó W para los quince de su nieta.

X y Y
Xamina y Yamilaidis, de once años, las hijas gemelas de D. Ellas están sumamente nerviosas desde que ocurrió lo que ocurrió; sobre todo porque han notado muy preocupada a la hermana mayor. Z no quiere hablarles desde la tarde en que la descubrieron guardando una cosa debajo del colchón. Ellas le preguntaron intrigadas, pero Z les gritó que “no metan la mano que les pica el gallo” y las botó del cuarto. X y Y aprovecharon los minutos que Z ocupó bañándose, para entrar a registrar, pero no encontraron ya el objeto escondido. Tampoco debajo de la cama, ni en la mochila, ni en la mesa de noche, ni en las gavetas de la cómoda… Donde único no alcanzaron a buscar fue encima del escaparate. Que es muy alto y haría mucho ruido arrastrar una silla desde el comedor.

Z
Bastantes cosas se han dicho anteriormente de ella, dispersas entre las letras anteriores. Ya se enteró el lector de quién es su padre, quién su novio, la edad, dónde estudia y hasta algunos rasgos de su carácter. Una descripción física que complete el retrato, apuntaría que es morena, bajita, y rellenita por las partes que hacen a un hombre obviar la inevitable podredumbre futura de esa carne tan apetecible en el presente. Su nombre no viene al caso, pues no por eso se le reservó esta letra. Sino porque obligatoriamente debía llevarla para darle conclusión al relato. Igual podría buscarse otra justificación, como que a menudo su padre le dice que es “un poco Zorra”. Y de acá sacar un último dato, importante: A ella desde niña le atrajo Manolo. Por manía que le tiene a los hombres maduros. Y cuando sus encantos empezaron a despuntar, no perdía oportunidad de resaltarlos delante de M, y a este se le iban los ojos y le decía: “Frutica, cuando estés a punto, te voy a comer”. Ella amagaba ponerse seria, pero sus ojos delataban la complacencia. Es cierto, sin embargo, que quiere a O. “Es tan bonito… y tan noble”, así piensa ella del novio. Ahora se puede pasar ya al instante final, en que Z aprieta entre sus manos el revólver de S. Está furiosa con el engaño del viejo, pues acaba de percatarse que se lo entregó sin balas. Lo levanta con la mano derecha, apuntando como en las películas, y se estimula con que, al menos, le serviría para meter miedo. O hasta para defenderse, y asesta un viandazo al vacío con el hierro. Se calma un poco cuando le viene el pensamiento de que un hombre con larga experiencia de la vida como Samuel, actuaría de tal modo solo si creyera que la situación de Z no era en verdad tan peligrosa. Entonces Z repasa los acontecimientos que fue a contarle al dueño del pájaro negro, ofuscada y con la esperanza de hacerse del revólver; pero, fundamentalmente, buscando serenidad al lado de ese señor que parece no tenerle miedo a nada, ni a la mismísima muerte: “Cuando supe lo que le pasó a M, al momento pensé en O. Que lo de la reconciliación no había sido verdad y había buscado venganza por todas las veces que Manolo lo perjudicó, o que se había dado cuenta del encarne que M tenía conmigo. Recordé la otra noche, en que M nos invitó a salir los cuatro juntos a una discoteca. Aprovechándose de lo patón que es Orestes, M me sacaba a bailar y me apretaba, trataba de tocarme por las partes y se me pegaba a la oreja, diciéndome cosas para calentarme… y yo luchando para despegarlo y que O no se percatara de nada. Esa noche yo volví muy disgustada con Orestes y hasta celosa, porque mientras yo me debatía con Manolo, O seguía sin inmutarse, conversando con F, para mí que disfrutando estar solito con ella. Incluso me pasó por la cabeza que se daba cuenta de todo y se hacía el chivo loco para no encarar al jefecito. También había pasado algo muy feo un día antes del crimen: el martes por la tarde, en que yo vi a M trasteando el carro delante del edificio y me le acerqué para preguntarle por mi novio. Él me contestó que O había salido para un mandado suyo, luego yo seguí de largo para subir a mi casa, pero M me persiguió y me atrabancó debajo de la escalera. Dijo que había llegado la hora de comerse la manzanita y se puso a toquetearme. A mí me entraron mareos, sentía que casi no podía resistirme, suerte que en el último momento logré sacármelo de arriba de un empujón. Entonces me puse a mirar para todos lados, con miedo de que alguien nos hubiera visto, mientras parecía que a M eso no le importara: él solo me apuntaba con el dedo igual que si llevara una pistola y se reía. Como esa noche mi novio no fue a visitarme, creí que podía haber estado cerca y visto lo que pasó, o que cualquiera del edificio le había ido con el chisme. Por eso ayer, después que encontraron muerto a M, me trastorné tanto que a la noche busqué a mi padrino para consultarle. Y no hice más que entrar a su apartamento y empezar a contarle a B el motivo por el que venía, cuando a mi padrino comenzó a ocurrirle una cosa muy rara. Los ojos se le cerraron por la mitad y se le pusieron en blanco, empezó a moverse como un robot… Yo había escuchado que a padrino se le montaban los muertos y caía en trance; por eso me asusté… y fue peor cuando se puso a hablar con una voz muy gruesa, que me provocó un salto en el corazón, porque era la mismitica voz del muerto Manolo.

No fue O el que me mató, niña. El Asesino es Ernesto —me explicó M clarito, desde la boca de B—. La tarde anterior, después que tú y yo nos vimos, seguí atareado bajo el capó del Chevrolet, y entonces E se paró delante de mí y se ofreció para ayudarme. Por el rencor que ese tipo me guarda, yo creí que en su estado de embriaguez no me había reconocido. Pero sí, me dijo: Manolo, apártate a un lado, que a ese coche yo soy el que le sé. Enseguida me percaté que no estaba tan mal y me dio por pensar que el bar se le había acabado temprano por falta de money y venía a luchar una pasta para seguir de juerga. Luego, al notar que se fajaba en serio con el cacharro, se me ocurrió que quizás se le habían bajado los humos conmigo, de ver la toalla que le estaba tirando a su chama. Al final, no pudo echarlo a andar, pero me aseguró que había detectado un problema en el motor y prometió buscar la llave que hacía falta, una grande, de extensión, y seguir al día siguiente, con la fresca. Le fui a dar un dinero y me respondió: No hace falta, socio. Cuentas claras y mañana por mí. Yo no entendí esa jerigonza que me recordó las del Caballero, pero me lució sincero. Por eso, al otro día no dejé que Orestico le pusiera los cascos encima al carro y esperé a E. Ya me estaba arrepintiendo de creer en la palabra de un borracho, cuando él se me plantó en el apartamento. Alzó el brazo, y yo pensando que solo quería mostrarme que había conseguido el instrumento bueno, le di la espalda para recoger las llaves del carro. Todavía llevaba la herramienta en alto en el instante que estuve de nuevo frente a él. Ni tiempo me dio a defenderme y el golpe fue tan duro que grité. En la vista se me puso el mundo naranja de pronto, y me desplomé… Yo sentía que me estaba muriendo, y aún así escuchaba a E, arrodillado al lado de mi cabeza, exclamando con furia: ¡Muérete, cabrón! Que bastante me sofocaste la vida. ¡Paga! Y no solo por lo del carro, ¿o crees tú que yo no me llevé que te templaste a la puta de mi mujer, eh? A lo mejor hasta tuviste chance de acostarte con mi hija. ¡Y encima reviraste a Orestes en contra mía! Pero no te bastaba con lo que le hiciste a mi hijo con esa Felicia y con lo del apartamento… también tenías que joderlo con la chiquilla. ¡Pero a partir de hoy no vas a amargarle la existencia a más nadie! Cuando E pronunció esas palabras, la vida se me estaba yendo ya y lo último que escuché fue: ¡Ahora le toca el turno a esa Zorrita!”

Llegado este punto M calló, y por consiguiente B. Durante un corto lapso que a Z, en cambio, le pareció eterno, el Babalawo se mantuvo tieso, al tiempo que los ojos se le cerraban por completo. De súbito, volvió a abrirlos; las negras pupilas estaban ya en su lugar, aunque opacas todavía, como si acabara de despertar de un largo sueño. Inmediatamente, Z comenzó a hacerle a B el relato atropellado de lo que acababa de oír y este, de natural parsimonioso, se fue poniendo cada vez más alterado. Al terminar el recuento, Z quiso saber cómo podía ser posible aquello. B le explicó que había entrado al apartamento justo en el momento que el espíritu de M se le salía del cuerpo, y este en vez de seguir para el más allá se le había quedado enganchado a él. ¿Y qué vamos a hacer ahora? —quería saber la muchacha— ¿Iremos juntos a hablar con la policía? Nada de eso, contestó B tajante, que la policía nunca va a creernos el cuento de que fue el propio muerto Manolo quién delató a su Asesino. Avergonzada, Z había suprimido en su relato la amenaza final de E, que hacía alusión a ella de forma tan peyorativa. Luego, dejó al padrino desconociendo el peligro que ahora ella corría, y a Z no le quedó más remedio que acudir a S en busca de ayuda.

¿FIN DE LA HISTORIA?

El anticuado Larousse del Narrador (Edición Revolucionaria, Instituto del Libro, La Habana, 1968) contempla todavía a la Ch, como “cuarta letra del abecedario y tercera consonante”. Por lo cual este ha decidido que…

Ch
Al Babalawo se le conoce como Chago, alias derivado de su nombre Santiago. Un patrullero detectó a Ch saliendo de una ciudadela en las inmediaciones del barrio de El Canal y se lo llevó detenido para la estación. En el registro del cuarto donde este se escondía, encontraron una llave de extensión con residuos de sangre, la cual resultó ser de la víctima según el análisis del laboratorio. Ya marcado con la etiqueta de culpable, el Babalawo se defendió haciendo esta declaración: “¡Yo no maté a Manolo! Soy inocente, oficial, y déjeme explicarle cómo es que tengo esa llave… Usted sabe que yo llegué al apartamento del Muerto detrás de la compañera Laudelina. Es que yo estaba saliendo de mi casa cuando oí la gritería de la vieja y rápidamente fui para allá… Nada más le di un vistazo al panorama, oficial, y enseguida le dije a L que fuera a avisarles a ustedes desde el teléfono de Kathy. Le cuento que M estaba vivo todavía cuando me le acerqué… Mire, yo no voy a negarle, oficial, que ese tipo me caía mal y que hasta me alegré al ver que se estaba muriendo, se lo confieso, por las maldades que él le hizo a tanta gente, entre ellos a Ernesto, que es amigo mío de hace años, y a Orestes, que encima de ser hijo suyo es ahijado mío. Desde el principio yo descubrí la llave de mecánico, tinta en sangre al lado de M, y al momento supuse que había sido uno de ellos dos. Primero imaginé que O se había enterado que M quería echarse también a su novia actual, la hija de Dionisio. Pero después pensé que el muchacho no podía ser tan bobo de dejar ahí esa llave que lo iba a desgraciar. Entonces se me aclaró que el asesino era E, que había atacado a M desquiciado por el alcohol y ni se percató que olvidaba su herramienta. Sabe Dios, pensé también, si era que a E no le importaba que lo descubrieran; porque, sinceramente, creo que a él ya no le importa nada… Si recogí la llave fue para protegerlos a ellos, esa es la verdad, oficial… Y voy a confesarle algo más: yo escupí en el pecho de Manolo, incluso le grité al oído: “¡Muérete, cabrón! Que ya tú no vas a joder a nadie más”. Hasta sentí alivio al comprobar que paraba de moverse y de respirar. ¡Pero yo no lo maté! Si me escapé del edificio y vine para el cuarto de mi sobrina, es porque quería salirme del rollo y no tener que contarles a ustedes lo que yo sabía. Además, después de agarrar la picoloro cogí miedo de que me echaran arriba ese Muerto que no era mío. Una última cosa, oficial, que esto a mi me parece MUY IMPORTANTE… Ayer, por la Calzada del Cerro, sucedió algo que me dejó pensando… Es que yo, como todo el mundo, hacía a I fasteando por el extranjero, porque un par de días antes de la muerte de M lo había visto saliendo del edificio muy bien vestido, con una maleta de viaje y luego oí a K diciendo que su marido partía para Mozambique, o Marruecos, un país de esos, qué sé yo… Pues quién le dice, oficial, que yo lo vi conversando a la entrada de una casa con una mujer. Por Shangó y Orula se lo juro… Me sorprendí mucho, y como yo estaba un poco lejos, creí que la vista me estaba traicionando. Pero no, me le fui acercando, escondiéndome detrás de las columnas, hasta que lo vi bien clarito, con estos ojos que la madre Yemayá me dio… ¡Y la tipa que lo tenía agarrado del brazo era Felicia, la mujer del muerto Manolo! Tremenda historia, ¿eh…? Oficial, si yo fuera usted, buscaba a ese hombre. Él también tiene carro y estoy seguro haberle visto alguna vez con una caja de herramientas que era de su pertenencia. Compruebe lo que le estoy diciendo. ¿Quién quita que la llave que usted tiene en la mano sea de I?” (Según puede constatarse a través del acta que levantaron del interrogatorio, Ch no contó al agente Pedro absolutamente nada de lo que Manolo dijo por su boca delante de Z).

Relato perteneciente al libro Historias del Abecedario, catalogado por un crítico como: “Un divertimento ilustrado, un verdadero laberinto lúdico del arte de ficcionar”. Vea un tráiler promocional del libro en: https://www.youtube.com/watch?v=sTlicWGznls

Abecedario del crimen – Rafael Grillo

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