A SANGRE FRÍA
También escaseaba el agua.
El de la chaqueta beige preparó una carretilla con un tanque plástico. Cargaba el agua de un pozo cercano y la repartía por las casas. A diez pesos el viaje.
Las viejas le hacían cola.
La culpa quizás la tuvo El Moro, que quiso hacerle competencia. “Búscate otra zona”, le advirtió el de la chaqueta beige.
La culpa pudo ser de una que el de la chaqueta beige se había echado de mujer, y que esa mañana había metido en su casa a un tipo que le daba veinte pesos por acostarse.
Tal vez la culpa fue del calor. Era agosto.
Es posible que la culpa fuera del de la chaqueta beige que tuvo la imprudencia de entrar a su casa, justo a tiempo para ver a su mujer revolcándose con el otro en la cama.
En casos así casi siempre la puñalada la recibe el tipo equivocado.
Ahora el de la chaqueta beige está en la cárcel, El Moro en el cementerio y las viejas del barrio no tienen quién les lleve el agua a casa.
EL ÚLTIMO CASO DEL INSPECTOR
Le llamaban El Látigo. Les hacía la vida imposible a los vendedores de pizzas. Extorsionaba a los dueños de casa de alquiler. Era cínico con los libreros. Perseguía a los vendedores furtivos de verduras o limones. Chantajeaba a los que vendían flores y peces ornamentales.
Un carnicero de la plaza del mercado, en una discusión, lo abrió como a un cerdo.
UNA DE POLICÍAS
Llevar libros a La Habana para vender era una opción más lucrativa. El viaje en tren era el más barato y factible, casi siempre salía a medianoche y llegaba a la capital al amanecer. El viaje ideal para contrabandistas de toda calaña, ladrones, carteristas, jineteras, chulos y toda la fauna que podía caber en un submundo que buscaba en la capital una brecha económica con la que pensábamos aliviar nuestras miserias cotidianas.
Ocupé mi asiento y puse mi maletín lleno de libros en el suelo, entre mis piernas. Estaba agotado del día de labor. Mis ojos se cerraron.
Sentí que alguien me llamaba tocándome en el hombro.
—¿Ese maletín es suyo?
—Sí, es mío —le respondí desperezándome.
—¿Y qué trae ahí?
—Libros.
El policía me echó una mirada de desconfianza. A quién se le ocurre llevar libros a La Habana. La gente lleva quesos, carne de vaca, langosta…
—Libros… Pues mira, hay que hacerte un registro. ¡Abre el zíper!
Yo obedecí. Él alumbró con la linterna. Entonces vimos la imagen de Ernesto Guevara, que nos saludaba desde la cubierta de uno de los diez ejemplares de la primera edición del Diario del Che en Bolivia que llevaba en mi equipaje.
—Libros… —Metió las manos y comenzó a sacar algunos ejemplares. Además de los diez diarios de Guevara puso sobre el asiento: los cinco tomos de la primera edición en castellano de Los Miserables de Víctor Hugo; un ejemplar de El viejo y el mar, autografiado por Papa Hem; tres ejemplares de Hemingway en Cuba, de Norberto Fuentes; algunos libros de Carilda Oliver Labra, El Cucalambé, Miguel Barnet y otros escritores cubanos de la oficialidad y otros de María Elena Cruz Varela, Daína Chaviano, Jesús Díaz y otros escritores cubanos de la disidencia.
Hasta que el maletín quedó vacío.
—Libros… —dijo con un hilo de voz.
—Ya le dije que eran libros, autoridad —le respondí con la pequeña cuota de cinismo que me tocaba para ese caso.
Entonces lo vi sonreír nuevamente. Un destello de inteligencia brilló en el fondo de sus ojos. Hizo un profundo esfuerzo intelectual y me lanzó la pregunta.
—Compadre, ¿y para qué usted lleva tantos libros a La Habana?
—Es que el tren acostumbra a fallar en el camino —le dije—. Muchas veces echamos horas parados por una rotura de la máquina, o para dar cruce. Por eso traigo los libros, para cuando el tren se pare ponerme a leer. Así no me aburro.
—Leer…—dijo. Y se rascó la cabeza.
Yo prendí un cigarro y me puse a ordenar el maletín.