—Hola —le dije a John Lennon. Hacía frío. Mucho frío. Madonna daba vueltas y vueltas como loca en su Porsche nuevo, ese que yo le había regalado momentos antes.
—¿Tú quién eres? —me preguntó John. Por supuesto, en inglés. Me presenté. —Vengo a salvarle la vida —le dije.
—¿Qué es eso de salvarme la vida? —volvió a preguntar también en inglés. John hablaba un inglés perfecto. Como si hubiera nacido en Inglaterra. Entonces recordé: él había nacido en Inglaterra.
Le conté (en inglés) sobre Mark David Chapman.
—Está loco. Lo viene a matar hoy por la noche; mientras estamos hablando aquí él espera.
John me miró como si también yo estuviera loco. O como si no supiera hablar bien el inglés. Quizás ambas cosas.
—Escuche —le dije tal vez en voz alta—. No hay tiempo para muchas explicaciones. Yo tomaré su lugar y capturaré a David Chapman. Lo mataré si es necesario.
—Y todo eso, ¿para qué? —preguntó él.
—Para cambiar el futuro y lograr una posible reunificación de Los Beatles o lo que usted quiera. Ayúdeme, sería como si empezáramos de cero.
En esos días su canción Starting over estaba en los primeros lugares. Esperé que supiera apreciar la ironía. Continué hablando.
—¿Ve a esa chica que da vueltas por ahí en el auto como una loca? Bueno, se llama Maria Louise Ciccone, pero todos la conocerán dentro de tres o cuatro años como Madonna. Tiene mucho talento. Pero por ahora, nadie la conoce.
Yo vine del futuro para cambiar eso. Le compré el auto, le di dinero para financiar la grabación de un primer LP y la hice firmar doscientos o trescientos autógrafos para venderlos.
Discutimos un rato más y logré convencer a John. Para ello tuve que revelarle dos o tres secretos de Estado, contarle lo que Paul McCartney había hecho el 3 de noviembre de 1967, y mostrarle la máquina portátil de tiempo.
—Pero fíjate —dijo—, nada de reunión de Los Beatles. Eso se acabó. Muerto, finito, ¿capísci? Agua pasada no mueve molino.
Faltaban unos diez minutos para las diez de la noche; era invierno y nevaba en Manhattan. Bajé de la limosina y Yoko iba junto a mí. Chapman se acercó desde alguna parte y gritó: ¡Mister John! Yo no me viré y él vació el cargador de su pistola en mi pecho.
EI chaleco antibalas recibió los impactos. Entonces vacié mi propio cargador en él.
La nieve caía sobre él con la turbia precisión de una pesadilla. Yoko se echó a llorar. John se acercó.
—Con que este es el tipo —dijo.
Alguien gritó: “¡Llamen una ambulancia!”.
John salió hasta la calle, tal vez para ver mejor el panorama, o para detener un taxi y trasladar el cuerpo al hospital más cercano, a la morgue más cercana. Sin embargo, lo que atravesó la avenida a velocidad de estrella fugaz fue la estructura fantasmal de un Porsche oscuro. Todo sucedió en un microsegundo. En la mitad de un microsegundo.
El automóvil se detuvo con un chirrido de frenos que debió haberse escuchado en San Francisco, y el cuerpo de John Lennon salió despedido unos cinco metros, volando por los aires hasta impactar con un poste de luz. Eso fue todo.
El cadáver de Mark David Chapman en la acera; Yoko llorando sobre el cuerpo de John Lennon; Madonna con los ojos como platos tras el votante del Porsche, ojos diamante, mirándome a mí, a los dos cuerpos, a la noche, a la nieve que caía.
En la distancia comenzaron a oírse las sirenas de ambulancias y, de repente, la Policía estaba aquí haciendo preguntas, llenando formularios. Yo me retiré en silencio, pensando que no había podido hacer gran cosa por Lennon pero que, de todas formas, los autógrafos de Madonna me servirían en el futuro, como los de Lee Harvey Oswald cuando lo hice liquidar a Nixon.