Para todos los fans de los vampiros
que odian a muerte a Stephenie Meyers.
La fiesta estaba convocada para media tarde; una hora completamente absurda para mí, para no decir insultante. Así que, por supuesto, no me aparecí hasta bien caída la noche; mi excusa para la tardanza, si alguna hubiera hecho falta, habría sido que ya he aprendido que los cubanos, con respecto a la puntualidad, son muy religiosos. O sea, que llegan cuando Dios quiere.
Pero, para mi sorpresa, cuando crucé el umbral de la morada del escritor anfitrión, temeroso de ser el incómodo primero, el jolgorio estaba hace rato en su apogeo. Por una vez algo en esta isla había empezado realmente temprano. Y además, había bebida como para llenar el río Almendares. Ron, vodka, cerveza, whisky, hasta ginebra, y por cajas. Cuánta generosidad.
No bebo, pero agradecí el detalle; con alcohol en el sistema todo se me hace más fácil. En pocas palabras, cuando ha bebido lo suficiente, la mayoría de la gente se vuelve menos… suspicaz, y está más dispuesta a confiar en cualquiera.
Incluso en mí.
Sé que con mi rostro imberbe inspiro tranquilidad, pero las apariencias engañan.
Como de costumbre, no me costó mucho mezclarme con los auténticos invitados. El secreto es adoptar el aire de tener todo el derecho del mundo a estar ahí, ir lo suficientemente bien vestido… y sobre todo saludar con confianza a tres o cuatro de esos personajes con cara de importantes a los que todos conocen o quieren conocer. Así nadie cuestiona tu presencia en ninguna parte.
Y había bastantes de los “saludables”, dicho sea de paso. Nunca ha sido mi prioridad mantenerme al día en el Who is who de la farándula capitalina, pero incluso así, a ojo reconocí al realizador de los cortos de Nicanor (alguien me dijo que él además escribía) con su novia adolescente, al mulato gordo que siempre hace esos cuadritos de botes y remos, y al flaco narizón que toca todos los instrumentos en su banda de pop, con el hermano, que va por el mismo camino con un grupito propio.
La flor y nata de la vida cultural habanera, en fin. Cineastas, plásticos, músicos… y sobre todo muchos escritores; el gremio del anfitrión, claro. Como esos salen menos por TV, yo, ajeno a quiénes eran todos. Pero creo que hasta había un par de Premios Nacionales, de edad más bien provecta, obviamente.
Igual le di la mano a cada uno, empezando por el escritor, que aprovechó para hacerme un chiste subido de tono: se cree muy gracioso, por lo visto. Y luego les palmeé el hombro efusivamente al resto de los VIPs.
Funcionó, siempre funciona: figuras públicas al fin, los de esa clase están más o menos habituados a que los salude un montón de gente a la que no logran ubicar. Antes de darme cuenta cómo había sido, ya estaba yo conversando con una rubia con cara de ángel, embarazada de varios meses, y en consecuencia con unas venas deliciosamente salidas en las piernas, que me contaba muy oronda que era soprano en la Opera de la Calle. Y yo la escuchaba con cara de “qué interesante”, pero en realidad analizando el entorno con ojo de cazador, mientras fingía beber de la botella de Bavaria que el obsequioso dueño de la casa me había puesto entre manos, tras soltarme otro chiste no tan bueno como el primero y agradecerme efusivamente por haber venido a festejar su premio…
Y no me pregunten cuál; algo grande de literatura fantástica, en España, con un nombre que me sonó vagamente a pioneros y esas cosas anticuadas.
El caso es que ya llevaba casi una hora inmerso en la pachanga general, y hasta había bailado un par de temitas de los 60, primero con la soprano embarazada y luego con una mulata rapera con un short tan pequeño y desflecado que debía ser ilegal, pero cuyo corazón latía con singular fuerza, cuando Ella llegó.
Ya para entonces en aquel apartamentico de planta baja en el Vedado había más gente que en el camarote del clásico filme de los Hermanos Marx (¿no lo han visto?, ¿qué esperan?), el nivel general de alcohol y otros euforizantes varios andaba por la estratosfera, y no faltaban ni tres o cuatro parejitas devorándose en los rincones.
En fin, una fiesta genial.
No obstante, en cuanto entró, Ella congeló por un segundo la atención de todos, como un gran silencio en medio de una sinfonía. Fue tan breve que la mayoría ni siquiera debieron notarlo.
Pero yo sí. Tengo un oído muy sensible, lo mismo que el resto de mis sentidos.
De todos modos, no fui el único que le clavó los ojos, ni remotamente; no reparar en su presencia habría sido tan imposible como pasar por alto a un aura tiñosa blanca. No sabría decir qué es lo que la distinguía tanto, pero desde luego no el peinado ni la ropa ni los zapatos: usaba una media melena oscura, vulgar y bastante descuidada, un vestidito de jean por la rodilla, de esos tos´tenemos y comprado en rebaja a los merolicos, y para rematar el fashion crime calzaba unas zapatillas sin tacón que hasta medio marimachitas parecían.
Tampoco era el modo de caminar, con ese aire de perdida… si se notaba a la legua que no era de aquel ambiente. Casi daban ganas de acércasele y soltarle a boca de jarro el clásico: ¿qué hace una como tú en un sitio como este?, ¿quién te invitó aquí?, ¿cómo te colaste?, a ver si se asustaba y se ponía a llorar ahí mismo, se mandaba a correr o qué.
Casi. Pero no lo hice, por supuesto. Más sabe el diablo por viejo que por diablo. Y no vale la pena aclarar aquí de qué tengo más. Ante la duda, la espera alerta es la opción más prudente. Tardé muchos años en aprender esa lección.
Así que preferí quedarme un ratico al acecho, observando divertido cómo los predadores de siempre (anfitrión incluido, aprovechando que su novia hablaba en ruso con una colega de la Facultad de Lenguas Extranjeras) sí caían en el tópico y se le acercaban uno tras otro. Todos llegaban de modo falsamente casual, hacían su movida rapaz… y ella los rechazaba con absoluta elegancia.
No, no iba a ser tan fácil como muchos creyeron.
Diferente y esquiva. Bien; si a la primera ojeada ya me había llamado la atención, fue entonces que empezó a gustarme de verdad y a considerarla en serio como mi prospecto para la noche. Al carajo la linda rubia soprano y sus venas en relieve, aunque las embarazadas tengan su morbo. Y la rapera del minishort deshilachado y el latido de doble bombo también.
Lo intrigante, repito, es que ni remotamente podía decirse que Ella fuera la más linda o la más buena de la fiesta. Porque la competencia estaba fuerte. La lírica grávida y la cantante de hip hop no eran lo mejor de la noche, ni mucho menos: en la sala del apartamento del escritor había más keratina por metro cuadrado que en muchas peluquerías, y si se sumara la longitud de todos los tacones altos de las distinguidas damas presentes, seguro que cubriría por lo menos la mitad de la distancia Tierra-Luna.
Una fiesta premiada, en fin. Al menos para cualquier macho varón masculino cubano. Buenos especímenes de verdad; ni en la Fábrica del Arte Cubano suelen verse tantas y tan disponibles, con perdón de X Alfonso. El escritor anfitrión sería todo lo egocéntrico y extravagante que se quiera, con su pelambre castaño oscura que ya raleaba cómicamente a los lados de la frente y su insistencia en la ridícula moda de los 80… pero desde luego, debía ser bueno en lo suyo, y el premio ganado importante. Se había gastado el varo en aquel party… y vaya si tenía control de niñas. Me hice el propósito mental de volver alguna que otra vez por allí. No estaría mal entablar amistad con alguien así. Podría convertirse en un proveedor regular.
Llaménme machista, si quieren… porque lo soy. Pero desde que llegué, incluso antes de empezar a conversar con la soprano embarazada, ya había tomado nota de tres o cuatro clase especímenes femeninos clase extra, todas en aparencia ideales para un banquete de fin de semana. Aunque preferí no abordarlas directamente. Hábito de cazador, supongo, que sabe que los rodeos son la mejor manera de acorralar a la presa.
Estaba, por ejemplo, aquella rubia (teñida, sí… pero ¿quién puede aspirar a autenticidad total en estos tiempos?) de piernas interminables, con su minivestido rojo de falda tan breve que más bien era un cinto ancho, y además ya con suficientes tragos encima como para estar bailando encima de una mesa, rodeada de moscones babeándose con el show de su ínfima ropa interior… blanca. O negativo, toda una rarity, mi olfato no me engañaba.
Y la otra pelirroja con la mitad de la cabeza rapada, y aquel blusón verde botella suelto para dejar bien claro que su agresivo par de misiles frontales no necesitaban de ninguna ayuda para desafiar la gravedad. Tenía un tumor cerebral inoperable y aún no lo sabía, la pobre. Casi podría decirse que iba a hacerle un favor eligiéndola.
Más aquella mulata achinada con la pasa alisada y recogida en una trenza casi por la rodilla y el jean amarillo elastizado y tan ceñido que seguramente habría necesitado lubricante para poder entrar en él. Sicklémica… y los glóbulos rojos en forma de medialuna son algo especial, todo un boccato di cardenale para los de mi condición.
Sí, había para elegir…
Y sin embargo, todas aquellas hipersexis diosas de carne y hueso parecían opacarse frente a Ella. Tal y como la luz de las velas en una habitación se avergüenza cuando se enciende una potente lámpara de arco voltaico.
Estaba todavía tratando de determinar qué era lo que tenía de tan especial aquella muchachita cuando, tras media hora de verla darles raspes elegantes pero firmes a todos los Capitanes Garfios que se le acercaron enarbolando sus colores piratas, vino solita hacia mí.
No pude evitar sonreírme. Siempre es mejor cazar al acecho que perseguir a la presa. Y ya lo dijo Merimée: las mujeres son como los gatos, que no vienen cuando los llamas, pero cuando no los llamas, enseguida están maullándote entre los pies.
Vi la decisión en sus ojos cuando se me acercaba, abriéndose paso entre la multitud como un rompehielos por la banquisa congelada, así que esperé a ver cómo iba a empezar.
Fue muy original y todavía más atrevida:
—A que buscas a una más o menos como yo —me soltó a quemarropa, la muy kamikaze.
Su acento era extraño; no es que su español no fuera perfecto… Era sólo que noté que no era su lengua nativa. ¿Francés, inglés?, tampoco. Algo incluso más raro.
Advertí también que sus ojos tenían las pupilas más oscuras que haya visto nunca. De cerca, su extraño magnetismo era incluso más fuerte. No era belleza, ni sex appeal, era… no sé, algo más. Pero, fuera lo que fuera, supe que esa noche tenía que ser mío hasta la última gota.
Soy bueno consiguiendo lo que quiero. Muy bueno. Sobre todo porque son muy pocos los que pueden oponérseme… y seguir viviendo.
—No digo que no —me hice el duro, evitando mirarla a los ojos por algún indefinible instinto—, pero podría haberla encontrado ya.
—Lo dudo —me replicó a su vez, con una seguridad desafiante—. Tú sabes bien que ninguna de esas pitufas me llega ni a la chancleta. Como ninguno de esos mamertos con Converses está tampoco a tu altura. Son tan vulgares como los marpacíficos. Mientras que tú y yo somos de otra liga, simplemente. Rosas y tulipanes, si lo prefieres. ¿Qué te parecería entonces un pequeño choque de titanes, esta noche?
Por primera vez en décadas me quedé un instante sin saber qué decir.
¿Qué hace un cazador de patos, acostumbrado a que todas las ánades escapen ante su aparición, cuando inesperadamente una de las aves da la vuelta y se arroja directa contra el cañón de su escopeta?
Nunca he cazado patos, pero supongo que haría lo mismo que yo hice ante su nada velada propuesta.
Apretar el gatillo.
¿Quería ser directa, la muy suicida? Pues yo lo sería más.
—Pues, querida rosa… este tulipán acaba de constatar que quedan por lo menos cuatro horas hasta el amanecer —calculé, fingiendo una concentración que no necesito; sé la hora al minuto sin necesidad de reloj—. Así que tal vez tengamos tiempo suficiente… para los preliminares, claro: quitarnos los pétalos, acariciarnos los estambres y pistilos, todo eso. Sólo queda aclarar un detalle: ¿tu casa o la mía?
—Ni una ni otra —volvió a sorprenderme Ella, ya adhiriendo su cuerpo al mío como una lapa se adhiere al casco de un supertanquero—. Hoy me siento aventurera. Llévame a otra parte. Y, por favor, usa la imaginación… y no me decepciones. Nada de hoteles ni de cuartos de los que alquilan las jineteras y los pingueros.
Sonreí; me encantan los retos. Me hacen sentir joven. ¿Con que la bebita quería aventura? Tal vez saltar la cerca de Zapata y 12 a las 3 de la mañana fuese exactamente lo que necesitaba, y con lo fresco que es el mármol de las lápidas en el sereno de la madrugada…
—Y, por favor, que esté más cerca que el cementerio —agregó todavía, restregándose insinuante contra mi muslo—. Tenemos prisa, ¿verdad? Y de todos modos la Necrópolis de Colón ya está un poquitico devaluada después de tanto friki blackmetalero y emo llorón sin fantasía que acampan en ella cada noche. Sorpréndeme, príncipe tulipán.
¿Leía mis pensamientos, acaso? Disimulé mi sorpresa y le dije, ya echándole con posesiva soltura el brazo por encima de sus delgados hombros:
—Princesa rosa, conozco el sitio ideal… y se puede ir caminando —le tomé la barbilla entre los dedos y la besé. No colaboró, pero tampoco se resistió; sus labios eran fríos, refrescantes. Me gustó la sensación: era agosto—. Por toda Infanta, un poquito después de Zanja, o más bien de Zapata, porque no hay que cruzarla… Caminando no serán ni diez minutos, y por suerte no te pusiste tacones. Por cierto, ¿cómo me dijiste que te llamabas?
—No te dije, ni importa —fue su respuesta, ya arrastrándome hacia la puerta con una decisión y una fuerza inesperadas.
Ahí debí empezar a sospechar, pero, ya se sabe, los dioses ciegan y ensordecen a quienes quieren perder. Y esa noche todos los dioses de todos los panteones habidos y por haber estaban apuntando sus pulgares hacia abajo por mí.
La seguí sin más, y antes de darnos cuenta ya estábamos atravesando la turba de gente retorciéndose al ritmo pesado de la banda de rock favorita del anfitrión, unos neoyorquinos, creo, Man of War o algo por el estilo… qué se le va a hacer, si ya la música barroca pasó de moda, ¿no?, nadie es perfecto.
El escritor gozaba más que Gozón, moviendo la cabeza como un salvaje en trance. Al pasar lo rocé, y casi con alegría me devolvió el empujoncito multiplicado. Creo que es un baile de rockeros de ahora; lo llaman hardcore, o pogo, no estoy seguro. Para no decepcionar las muchas horas que era obvio pasaba a diario en el gimnasio, fingí tambalearme, perfectamente consciente de que, aunque mis bíceps no fueran tan voluminosos y espectaculares como los del anfitrión, podía hacerlo un nudo ahí mismo… y tan rápido que estaría muerto incluso antes de saber que lo estaba.
Al menos pude salvarme de un tercer chiste verde. Si es que le quedaba alguno por contar.
Salimos sin más incidentes a la calle, que como en toda celebración habanera en planta baja estaba tan llena de gente como la sala, el comedor y los pasillos del inmueble. Una señora sentada en una silla plegable le juraba teatralmente a todo el que quisiera oírla que esa era la última fiesta que daba su hijo en la casa, porque si la quería volver loca, ella no le iba a dar el gusto, no señor, ella se iba a ir primero para el asilo y muerto el perro se acabó la rabia.
Supongo que nadie es nunca realmente un héroe para su madre.
A menos de dos cuadras estaba Infanta y San Lázaro, y ya llegamos cogidos de la mano. Mi rosa tenía una mano tan fría como sus labios. Me pregunté qué le parecería el tacto de la mía. No somos célebres por nuestra calidez, precisamente.
Claro, pronto aquella iba a ser la menos importante de sus preocupaciones…
—Es una noche hermosa, ¿no?,a pesar del calor… —dije, por decir algo, cuando ya caminábamos por los portales frente al Multicine, con un travesti detrás de casi cada columna.
—Soy de un país incluso más caliente que este —aclaró ella, y sólo entonces pude ubicar su acento: definitivamente, de Tierra Firme…digo, de América. Me sonaba, de mucho tiempo atrás…
Rastreé mi memoria… Esto es lo malo de la edad; los recuerdos más viejos tienen un modo especialmente insidioso de volverse elusivos, así que demoré varios segundos en espetarle, casi seguro: —¿Hablas náhuatl, princesa?
—No quieras saber demasiado, príncipe —me reprendió, burlona—. Digamos sólo que el de Cervantes no fue exactamente el idioma que me enseñó mi madre. Ni tampoco la tuya, mon cheri…
Ya estábamos a la altura de la pajarera, así que me detuve en seco y le espeté, casi amenazador: —¿Quién eres? —mientras hundía los dedos de mi mano derecha en el bolsillo y los sacaba enredados en la cadena del viejo crucifijo familiar, con ademán teatral—. Nadie había notado mi acento en mucho tiempo.
—Ni el mío —juguetona, Ella acarició primero mi mejilla y luego el añoso rosario de bronce, como para dejar claro que aquella fruslería no podía dañarnos en lo absoluto—. Pero nuestros oídos no son como los de ellos, ¿verdad?
—¿Ellos? —fingí dudar aún, mirándola a sus sombrías pupilas, disfrutando inmensamente la pantomima de hacerme el asustado y el suspicaz.
—Ellos —insistió, pícara—. Los humanos. El ganado. Nuestra comida.
No respondí. ¿De veras quería jugar a aquello? Vaya terrible coincidencia… para ella.
Caminamos otra cuadra en silencio, a despecho de los siseos y silbidos de los travestis. Los de Infanta son patéticos: más de uno usaba bigote y la mayoría tenían unos brazos de estibador que habrían avergonzado al escritor anfitrión de la fiesta que casi acabábamos de abandonar.
Al fin decidí seguirle la corriente, a ver qué pasaba. Hacía años que no me divertía tanto.
—¿Quieres jugar un juego conmigo? —su silencio me pareció tácita aprobación y empecé a explicarle: —Se llama “Y si fuera”. Tienes que pensar en un personaje, sin decirme cuál es, y yo debo adivinar quién es, con preguntas del tipo…
—… y si fuera una fruta, cuál sería —completó Ella, cansina—. De acuerdo. Empieza tú eligiendo a alguien, príncipe.
Así que condimentamos nuestra caminata con algo de diversión.
Era buena; le bastaron once preguntas para adivinar a Winston Churchill. Tal vez no debí responderle que si fuere un perro sería un bull dog. Pero yo no me quedé atrás y sólo necesité nueve para Cleopatra. Otra vez los animales delataron: no debió decir que si fuera a suicidarse usaría un áspid.
De todos modos, era irrelevante. Creo que los dos sabíamos adónde queríamos llegar.
A la altura de la panadería que está llegando a Zapata me hizo la verdadera pregunta: —Y si fuera un vampiro, ¿cómo sería su vida?
Estaba esperándola, así que declamé con toda soltura: —Se llamaría Paul La Fere, vizconde, hijo mayor de un refinadísimo pero casi arruinado conde del Perigord. Habría nacido bajo Napoleón III, y en la guerra francoprusiana de 1870 un capitán vampiro de las huestes de Bismarck lo habría mordido, aunque una explosión de granada hizo pedazos al alemán, regalándole a un asombrado Paul, que aún no salía del todo de su adolescencia, la juventud eterna y la inmortal no vida que nunca pidió. Luego vino a Cuba, toda una hazaña para seres que no pueden cruzar el mar habitualmente. Aquí peleó bajo las órdenes de Quintín Banderas, y aunque no era moreno, también estuvo en la rebelión de Estenoz e Ivonet, la infame Guerrita del 12… Los guardias rurales que ahorcaron a tantos negros en Oriente también lo dieron por muerto, pero incluso así esta isla le gustó tanto que decidió hacerla su nuevo hogar…
Y entonces, cuando cruzábamos Zapata justo en la esquina donde nace, rompí las reglas: –Ahora dime tú… Digo, tu personaje, si también fuera una vampira, ¿cómo sería?
—Se llamaría Enriqueta Concepción Ibargüengoitía y Elizagaray —dijo Ella, sin tampoco mirarme ni dudar un instante—. Dama vizcaína de augusta prosapia, criada en el virreinato de Nueva España… lo que hoy es México. Siempre quejándose de que se aburría entre las legiones de criados de su enorme casa solariega, sin más futuro que el matrimonio con otro noble hispano. Hasta que, de repente, se vio atrapada en el tornado de la historia y lloró de añoranza por su pasado aburrimiento. Las turbas harapientas de Hidalgo, el cura insurgente, entraron en su casa y mataron a toda su familia; a ella la violaron muchas veces, y tal vez habría muerto… pero su ama de cría, una mestiza de india versada en las artes oscuras de los sacerdotes de las antiguas pirámides mayas, tuvo compasión de su miseria y vergüenza. Cuando la sangre de su honra mancillada aún estaba líquida en sus vestiduras rasgadas, la succionó sin vaciarla, trasmitiéndole su don y su maldición, y haciéndola prometer que en lo adelante sólo se alimentaría de hombres, para vengarse. Cosa que cumplió y cumplirá….
—Eres buena improvisando. Es una hermosa historia —reconocí, interrumpiéndola, y era sincero. Hasta me permití bromear: —Entonces, supongo que hoy me toca ser tu cena, vampira feminista Enriqueta Concepción Ibargüengoitía y Elizagaray.
—Tanto como yo la tuya, vampiro Paul La Fere —me devolvió el golpe, sonriendo. Luego alzó la vista y miró en derredor, curiosa: —Infanta y Zapata. —leyó los rótulos de la esquina y luego el del negocio de reparación de celulares, lógicamente cerrado de madrugada— ¿Era esta tu sorpresa? ¿Acaso me has visto cara de teléfono móvil? No me gustan esas brujerías tecnológicas modernas, ni siquiera tengo uno…
—Yo tampoco; ven —le dije, simplemente, y bordeamos el ruinoso edificio en cuya planta baja está la Clínica del Celular, hasta llegar a la reja del improvisado parquecito con el que el Poder Popular de Centro Habana ha intentado vanamente borrar la memoria del edificio que allí se derrumbara apenas dos años antes.
Entonces, con esa soltura tan nuestra y que cualquier gimnasta hubiera envidiado, salté la verja apoyándome en un solo brazo y le tendí a Ella la otra mano en un ademán casi danzario: —No temas, te ayudaré.
—No temo, y no necesito tu ayuda. ¿Has olvidado que yo también soy una vampira? —dijo ella sonriendo, y a continuación saltó limpiamente por encima del obstáculo, sin siquiera tocarlo.
Creánme; está alto. Tanto que Bruce Lee y Jackie Chan habrían fracasado en el intento. Por lo menos 9 de cada 10 veces.
Pero ella lo logró a la primera.
Eso sí que debió hacerme sospechar… pero estaba embriagado por la aventura, no lo negaré, y además sentía latir su corazón. Así que estaba mintiendo; mi sentido de tribu no se activaba junto a ella. Supuse que simplemente era una atleta excepcional y a pesar de todo me relamí. Sería una cena espléndida: sangre rica, bien entrenada, toda una prelibatezza.
Sólo vemos y creemos aquello que queremos ver y creer.
—Paul, ¿tu idea del placer es hacer ejercicios a dúo en plena madrugada? —ironizó Ella, observando los equipos de gimnasia empotrados en el cemento en un rincón del parquecito, tras el único árbol.
—Ni hablar —no me molesté en decirle que podría arrancarlos todos y cada uno del concreto sin que me faltara siquiera el resuello (claro, temía que su ficción se rompiera ahí mismo, sin remedio, si me veía hacerlo de veras) sino que me limité a señalarle el gran agujero en la pared de ladrillos, a la altura del segundo piso—. Pero se me ocurrió que allí arriba estaríamos seguros y tranquilos. Nadie sube ya, hay peligro de derrumbe… pero los dos somos ligeros, ¿no?
Ella no dijo nada; se limitó a, tomando apenas impulso, saltar para poner su pie en la verja y, apoyándose en él, saltar de nuevo hasta el primer piso, desapareciendo dentro de la oquedad. Todo con la etérea gracia de la mejor bailarina del universo.
Ahí sí que debí recapacitar y dejarlo todo; ningún humano podría haber hecho eso, y menos con tan elegante soltura. Pero en su vuelo había alcanzado a entrever su desnudo trasero. No llevaba ninguna ropa interior, e ideas deliciosamente pícaras me embotaron toda precaución.
¿Qué podía temer? Pese a toda su cháchara y agilidad, ella no olía ni se comportaba como uno de nosotros… y de todos modos, un no muerto no mata a otro no muerto, es una de nuestras escasas leyes. Por otro lado, tampoco tenía pinta de cazadora, y ni por todo eso había nada que pudiera servir como estaca.
Me supuse fuera de peligro.
¿Con que también vampira, no? Pues si la nenita quería jugar a aquello… iba a llevarse una gran sorpresa. La última de su vida.
Salté, siguiéndola con la misma inhumana facilidad que Ella desplegara. Después de todo, yo sí era un vampiro, de los auténticos.
Pese a la casi absoluta oscuridad, mis ojos localizaron fácilmente su silueta. Vaya si estaba caliente; me esperaba ya completamente desnuda.
Desde luego, ni siquiera así era tan espectacular como algunas de las beldades de la fiesta del escritor lo parecían vestidas. Para mi gusto, demasiado seno, el talle grueso, falta de caderas, piernas delgadas…
Pero su cuerpo me atraía como la luz de una lámpara a la polilla. Sus arterias, ah, latían como faros. Imposible resistirme al llamado de su fuerza vital. Y sus manos, aunque frías, eran tan sabias, y su lengua tan astuta.
Jamás podré recordar cómo me desnudé. Normalmente ni siquiera me tomo el trabajo… no tiene sentido llevar el teatro tan lejos; sin sangre que circule, no hay erección posible. Pero esta vez valía la pena mantener la ficción hasta el final: bastaría con un solo trago de su elixir vital para subsanar aquel problema; ella realmente se merecía lo mejor.
Me sorprendí deseando penetrarla, un ansia que ni me había pasado por la mente en los últimos dos siglos y medio.
Ah, si hubiera escapado entonces…
Pero no lo hice. Estaba en sus manos, y aún sabiéndolo, por un largo instante fue agradable dejar que ella me manipulara. Era fuerte, muy fuerte; me tendió sobre mis espaldas y se trepó sobre mí a horcajadas… pero cuando pensé que intentaría cabalgar mi virilidad y quise apartarla para evitarle la prematura decepción de un tejido seco y frío, giró, y su lengua acarició mi méntula deshinchada, tímidamente, como proponiéndome secundarla en la travesura.
Pensé en negarme, en imponer mi tremenda energía de no muerto para poner fin a la farsa desangrando su aorta o su yugular… pero su arteria femoral, a un lado del muslo, justo junto a su vulva, latía tan tentadoramente, que no lo hice.
Después de todo, sangre es sangre y una arteria es siempre una arteria, ¿no?
Le clavé los colmillos casi en la ingle, con la suave destreza de siglos de prácticas, y comencé a chupar su vida, sintiendo como mi cuerpo se hinchaba con la sangre ajena.
No sentía ni rastro de culpa, como siempre. Al menos moriría satisfecha, ¿verdad? ¿No era eso lo que ella misma había elegido?
Éramos el signo de Piscis. El 69.
Ella se estremeció y gimió, pero su boca no se separó de mi tejido sólo ahora vivo, repleto de su vida robada. Normal; ahí está buena parte de nuestro encanto: siempre tienen orgasmos cuando me alimento, sean hombres o mujeres. Será por eso que los del pueblo de la noche prestamos tan poca atención al sexo. No lo necesitamos para aumentar nuestro número. Ni los órganos que lo permiten para nuestro placer.
Entonces sentí de nuevo aquella sensación casi olvidada. En mi poético francés natal se le dice petit mort, y nunca antes lo entendí tanto como entonces. Morí brevemente en su boca, cuando partes de mi cuerpo que llevaban siglos sin funcionar se activaron, vaciándome de ese otro líquido vital que Ella tan sabiamente estaba cosechando… y absorbiendo.
¿Quién dice que un vampiro no puede tener un orgasmo?
¿Quién dice que dos vampiros no pueden tener orgasmos?
¿Quién dice que un vampiro no puede alimentarse de otro vampiro?
Y, sobre todo ¿quién dice que existe un único tipo de vampiro?
Es irónico.
Han pasado tres semanas desde aquella noche. Y aún seguimos aquí.
Ensamblados, pudiera decirse.
Y si alguien piensa en el perro y la perra, ¿cómo se dice?, enganchados en su placer en plena calle… acertará.
Sólo que esto es peor. Porque dura más. Mucho más. Y no creo que pueda resolverse arrojándonos agua caliente.
El segundo piso resultó ser un escondite incluso mejor de lo que creí. Un cubil polvoriento e incómodo, sí, pero de tinieblas casi totales. Sólo cada día al caer la tarde penetra un rayo de sol, unos pocos minutos, pero ni siquiera se nos acerca.
Lástima. Varias veces me he sorprendido pensando que quizás sería mejor movernos hasta que los mortales ultravioletas nos alcanzaran, para así liberarnos de esta no vida y no muerte, y de paso al uno de la otra.
Una cosa siempre tuvimos en común. El sol nos mata.
Bueno, una cosa en común… eso era al principio. Ahora, tras haber yo succionado varias veces toda su fuerza vital en forma de sangre sólo para que Ella me la arrebate otras tantas veces convertida en otro líquido que mana de mis entrañas en estertores de nívea espuma, compartimos muchas más cosas.
Decían los antiguos romanos: in vino veritas. En el vino, la verdad. Pues en la sangre, mucha más. Por eso ha sido siempre tan difícil matarnos. Con la sangre tomada, tomamos también el conocimiento de nuestras víctimas.
No es posible mentir así. Por más que ambos lo hiciéramos.
Ya sé que Ella, mi rosa, nunca fue esa castiza y señora Enriqueta Concepción Ibargüengoitía y Elizagaray que quiso hacerme creer… sino la criada india. Una superviviente del inexplicable ocaso y abandono de Chichen Itzá, que luego medró entre los toltecas y luego los mexicas y los españoles, hasta hoy. Su nombre original era Xóchitl, que en náhuatl significa flor. Le queda perfecto: una extraña flor vampira, devoradora, no de hombres sino de sus masculinidades, una criatura tan extraña que los orgullosos conquistadores ibéricos siempre la creyeron una simple versión local de sus súcubos cristianos.
¿Súcubos? Ahora que lo pienso, también, quizás. Vampiras de semen, todas femeninas. Pero los antiguos habitantes de Yucatán conocían bien a los monstruos de su clase; los representaban como hermosas mujeres con cabeza de calavera. Vidas con cabeza de muerte.
Es una metáfora, supongo. Tiene que serlo. De todos modos, no puedo bajar la vista para verle el rostro… ni estoy seguro de que me atrevería, si pudiera, ¿y si, en realidad…?
Mejor no saberlo.
Por supuesto, ahora que Xóchitl me ha bebido el tuétano de los huesos también sabe todo sobre mí. Supongo que si pudiera abrir la boca y reírse, se reiría a carcajadas de ese aristocrático y aventurero vizconde Paul La Fere, fantasmal monigote que sólo existe en mi imaginación, aunque a medias sacado de Los Tres Mosqueteros de Dumas.
Se reiría porque ya ha desenmascarado al auténtico Denis Leclerc, pobre pilluelo de los muelles de Marsella, que nunca conoció a su padre y vio morir borracha a su madre prostituta. Y probablemente habría muerto también él mismo de hambre, si no llega a ser atrapado una noche por un vampiro egipcio tan anciano que ya bordeaba la senilidad.
Porque sólo así se explica que absorto en casi vaciarlo de sangre, el anciano ente se dejara sorprender doblemente: por una cuadrilla de cazadores del Santo Oficio y por el alba. La letal combinación de las estacas y los rayos matutinos fue demasiado para el viejo vampiro de la Menfis de la IX Dinastía, pero la nube de polvo, que fue todo lo que quedó de mi involuntario benefactor, me ayudó a escapar, incluso débil como estaba. Fue la última vez que pude ver el sol, porque ya esa noche comenzó mi metamorfosis y llegó la incontrolable sed roja que desde entonces nunca me ha vuelto a abandonar.
Es curioso cuánto se parecen nuestras historias. Supongo que los plebeyos siempre intentamos disfrazar nuestra baja cuna con suntuosas leyendas. Me pregunto si nuestra verdadera naturaleza no decepcionaría a más de un autor o autora del género, tan amigos de crear protagonistas vampiros aristocráticos y sofisticados. Un ama de cría y un pilluelo de puerto. Más bajos o más vulgares, imposible.
Cierto que nada de eso importa ahora. Lo único que cuenta aún es que yo no puedo soltarla y ella no puede soltarme. Porque el primero que lo hiciese, no tiene modo de saber si el otro hará lo mismo…o aprovechará para sacarlo del juego de una vez y por todas vaciándole de fuerza vital hasta su última y vetusta célula.
Yo, al menos, sé que lo haría. No puedo evitarlo, es mi naturaleza, como dijo el escorpión de la fábula tras picar a la rana que lo cruzaba el río, provocando la muerte de ambos.
Así que aquí estamos, sintiendo afuera pasar autos, gente, conversar a los técnicos del negocio de celulares, jadear a los voluntariosos deportistas que cada atardecer vienen a ejercitarse en el gimnasio al aire libre del parquecito adyacente.
Sintiendo la vida pasar cerca… pero sin poder regresar a ella.
¿Por cuánto tiempo estaremos aún aquí adentro? Quién sabe. Tal vez meses, o años. Pero, claro, esto no es una pirámide ni mucho menos. No fue construido para durar milenios. El viejo edificio está en una situación tan crítica que ni el más desesperado de los palestinos se atrevería a instalarse aquí, y eso es bueno, porque al menos nos da tiempo.
Lo malo es que también podría derrumbarse sobre nosotros en cualquier momento.
Es el 69 de la eternidad.
O mejor aún; no puedo sino recordar una y otra vez aquel chiste verde que me contara el escritor en la fiesta ¡y ya parece que fue hace tanto tiempo!
¿Qué es un 114?
Respuesta: cuando estás haciendo el 69 con la esposa de un militar… y de pronto sientes que él te pone la 45 en la cabeza.
69 + 45 da 114. Matemática del humor y del sexo. Ingenioso ¿verdad?
Pues Xóchitl y yo lo hemos mejorado. Vean si no:
¿Qué cosa es un 159?
Respuesta: cuando estás haciendo el 69… y de pronto tú y ella se ponen sendas 45 en las respectivas cabezas. Y ninguno de los dos se atreve a apartar el arma, ni puede tampoco apretar definitivamente el gatillo.