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Barcos holandeses en una tormenta

Barcos holandeses en una tormenta

Las velas se hincharon con una brisa que al tiempo se transformó en un viento de popa y a los hombres le sugirió un buen augurio.

Iban a aventurarse en el Mar Desconocido, hacia Cipango, hacia las Indias, hacia la Especiería de la que volverían ricos, tal vez, hasta con fama. Quién, como ellos se preguntaban, habría navegado alguna vez hacia el poniente para volver por Levante.

La idea de los techos dorados de la China o la misma ropa de tela de oro del Gran Kan y las mil maravillas tantas veces escuchadas sobre el oriente eran el acicate y, a la vez, el contrapeso del miedo, del terror que infundía el inmenso océano que nadie jamás había atravesado.

En esas cosas pensaban los hombres mientras desataban nudos y se ataban otros, mientras aseguraban una y otra vez que todo estuviera seguro y en su sitio.

Así se daban ánimos con bromas y con gritos, mientras miraban como la costa de La Gomera comenzaba lentamente a alejarse.

Desde el castillo de La María Galante, el capitán también se mostraba ansioso.

Sus pensamientos iban más rápido que las tres naves. ¿Serían suficientes las provisiones? Y las armas, ¿tendrían necesidad de usarlas? El título de Almirante, las espuelas de oro prometidas, la gloria lo esperaba. No era en las sedas ni en la plata en lo que pensaba.

Hombre práctico, había cargado agua y comida como para seis meses y, confiado y seguro, había embarcado a un tal Luis de Torres, que había sido judío y le aseguraba conocer hebreo, caldeo y arábigo.

La corona le había adelantado un millón de maravedíes que en propia mano le entregó Santangel. Medio millón le había sido prestado por Martín Alonso, más lo que restaba y que habían aportado los Pinzones, no estaba mal para seis años de espera y de frustración.

Años en los que debió humillarse como un mendigo, soportando burlas y hasta el escarnio, teniendo que explicar una y otra vez un proyecto que se había transformado en su obsesión.

Pero allí estaba y allí navegaba. Al alba del 9 de septiembre, a nueve leguas de la isla de Hierro, se dejó de ver tierra, la última que verían.

Muchos fueron los que sintieron miedo en ese momento; pero no él. El capitán conocía de memoria a Esdras, a Toscanelli, había repasado una y mil veces en esos años las longitudes descritas por Marco Polo, y estaba tan seguro de lo correcto de sus mediciones que le había prometido al más joven de los Pinzón que no navegarían más de setecientas leguas sin encontrar tierra firme. Los reyes habían prometido una pensión vitalicia de diez mil maravedíes al primero que distinguiese las Indias y esto en parte, solo en parte, hacía olvidar la angustia que provocaba ese mar desconocido.

Pero los días pasaban y la tensión aumentaba. Los comentarios a espaldas del capitán, las dudas que corroían el corazón y que se convertían en odio desconfiado: Que estaba loco, que estaba poseído, que los había engañado, que los llevaría a la muerte segura.

El océano tenebroso enloquecía a las brújulas y a los hombres que, convertidos en una jauría aterrorizada, ya hablaban de regresar a Palos como fuera.

Sus espías le informaron de las habladurías, pero él no se alteró. Había comandado hombres durante años y, consultando con Martín Alonso, éste lo apoyó resuelto. En voz alta y ante la marinería reunida a pleno, le aconsejó al Almirante (así lo llamó) ahorcar o tirar por la borda a media docena de los más revoltosos, con lo que terminó con el principio de motín que lo amenazaba.

Por la noche, y por primera vez, ya que nunca se unía a los demás, bajó del castillo para cantar la Salve junto a todos. Les recordó la promesa de los reyes y el ánimo pareció retornar a esas almas que, alumbradas por las farolas marineras, buscaban en esas estrellas desconocidas alguna señal, algo más que palabras de aliento y promesas.

El 25 de septiembre Pinzón creyó ver tierra y lo voceó reciamente produciendo un enorme revuelo. Los más resueltos se subían a los mástiles; se gritaba, se reía y se rezaba. Pero al llegar el alba la pena de la decepción amenazó convertirse en cólera.

Pocos días después fue desde La Niña que se escuchó el tiro de lombarda y se izó la banderola; pero, al hacerse noche, los ojos que querían taladrar el horizonte se derrumbaban.

El 7 de octubre anotó en su diario: “toda la noche oyeron pasar pájaros”; y por la tarde fue que se empezó a escuchar.

Era un zumbido sordo y lejano.

Uno de sus hombres más fieles subió alarmado. El mar se movía.

El viento había dejado de soplar hacía horas, pero igual mandó amañar todas las velas quedando solo el treo, que es la grande sin bonetas. Viendo que tampoco resultaba hizo retirar esta última para comprobar, asombrado, que la nao seguía su curso como en un río.

Las otras dos la seguían sin perder distancia pese a que también habían recogido el velamen completo. En el horizonte una espesa línea de nubes se confundía con el océano.

Decidido, subió al castillo de proa y arengó a los hombres con fiereza. Él había visto muchas veces esos ríos que surcan el mar; la falta de viento y el zumbido eran señales, como lo habían sido las agujas imantadas que enloquecían o las sirenas que algunos decían haber visto en la noche. La espesa nube del horizonte señalaba el fin del viaje, Cipango, Catay, el Gran Kan, las sedas, el oro, no había por qué desanimarse.

Los hombres lo escuchaban enmudecidos. El zumbido era ahora tan fuerte que las últimas palabras ya no se oían. Las órdenes de alejarse de la borda fueron inútiles ya que, como hipnotizados, no podían dejar de mirar ese mar sin olas, sin viento, sin color, que los llevaba.

Nadie durmió esa noche, que se había quedado sin estrellas, aunque el aire fuera limpio y no amenazara con llover.

Encerrado, el Almirante se prometía una jornada de gloria; sería el Libertador de Jerusalén, el Príncipe del Oeste, Liberador de la Casa de Sion, Almirante de la Mar Océano, tal vez Virrey, el trato de Don para él y sus hijos, las espuelas de oro. Los golpes en la puerta no lo alarmaron.

Rodrigo, Sánchez y los otros prácticamente lo arrastraron hacia la cubierta donde todo era un infierno de gentes, que corrían gesticulando sin sentido y seguramente gritando, aunque nada podía ya oírse salvo ese ruido estremecedor que todo ensordecía. Ni gritándose en la cara podían ya escucharse; por otra parte, aunque hacía tiempo que debía haber amanecido, la penumbra dejaba ver poco y nada. De La Pinta y La Niña ya nada se sabía.

Uno de los marineros se acercó a increparlo y, aunque debieron desenfundarse las espadas para protegerlo, algunos golpes y escupitajos le ofendieron el rostro.

No intentó siquiera defenderse. Con el crucifijo aferrado intentó subir a uno de los mástiles, pero ya La Gallega o La Marigalante, como la llamaban los marineros, pese a que él había intentado en vano que la bautizaran Santa María, comenzó a inclinarse hacia la proa.

Hombres, maderas y fierros, sogas y velas, todo se desplomaba y rodaba mientras la nao, con la popa despegada del mar que la llevaba, se inclinaba hacia el abismo donde terminaban las aguas y la luz, que se devoraba los barcos, los hombres y sus sueños.

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